viernes, 28 de abril de 2023

LA INAUGURACIÓN DEL CENTRO POMPIDOU

Por Eduardo García Aguilar

Como esos viejos patriarcas de bastón que recuerdan sordos y semiciegos las batallas y emboscadas de hace medio siglo, debo decir con estupor que estuve presente el 31 de enero de 1977 en la inauguración del Centro Pompidou, enorme factoría de tubos y turbinas que cumple 30 años de existencia, aún más moderno e inquietante que al principio. Tenía 23 años, estudiaba simultáneamente en ese entonces en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en el seminario de un experto en Keynes y en la hoy legendaria Universidad París VIII, situada en el bosque de Vincennes, y para redondear mis fines de mes trabajaba como ayudante en la sección femenina de moda de la famosa revista L´Express, situada en ese entonces en la rue de Berri, junto a los Campos Elíseos.

Me encargaba allí de entregar a modelos y fotógrafos trajes y productos que las marcas de moda enviaban a la revista para ser reseñadas en la sección y luego recibirlos de las mismas preciosas manos, empacarlos y hacerlos regresar a Pierre Cardin, Yves Saint Laurent, Castelbajac, Armani, Kenzo, Dior y otras estrellas de la industria del lujo. La revista, que era entones mucho más importante de lo que es hoy, fue el primer semanario moderno francés, inventado por Jean Jacques Servan-Schreiber y Françoise Giroud y constituía el centro de la noticia y un verdadero faro de la modernidad y la ideología liberal atlantista en la Francia del pesidente Valery Giscard d´Estaing, que acaba de autorizar el aborto y aplicaba en leyes las exigencias en materia de sociedad de los revolucionarios de mayo de 1968.

Había llegado a Francia en abril de 1974, poco después de la muerte súbita de Georges Pompidou y cuando el país estaba en plena campaña para las elecciones presidenciales que oponían a Giscard y al socialista François Mitterrand. Pompidou, cuya esposa era una larguilínea experta en materias de arte contemporáneo quiso pasar a la historia al crear un museo ultramoderno que terminara para siempre con los lúgubres antros llenos de polilla y abriera puertas a la muchedumbre entre cafeterías, luces de neón, proyecciones cinematográficas, música y un ambiente de modernidad. Pero murió antes y la inauguración le correspondió a Giscard, acompañado por varios presidentes africanos, entre los que estaba el intelectual y poeta senegalés Leopold Sedar-Sengor.Alice Morgaine, que dirigía Madame Express, me pasó a mí y una bella amada mulata la invitación para entrar y después de un escarceo con los policías que ejercían el racismo anti-extranjero, anti-negro y anti-árabe en las puertas del museo que acaba de admitir a los presidentes africanos, pudimos subir por las escaleras entubadas que causaban conmoción mientras afuera reinaba como siempre un lóbrego clima invernal. 

Toda la zona estaba arrasada después de la destrucción del mercado de Les Halles descrito por Zola en El vientre de París, por lo que la inauguración del Museo Beaubourg, como también se le llama, constituyó un ensayo general para reanimar una zona deprimida, suscitando las críticas más feroces. Pero sólo basta viajar a esos instantes ahora históricos que mojan tantas páginas en la prensa europea para entender la electricidad que reinó allí como un parteaguas: a un lado policías racistas que nos molestaban y nos pedían regresar de donde veníamos, señoras elegantes con abrigos de visón y al otro presidentes africanos y jóvenes de cabellos largos despeinados vestidos de todos los colores y recién levantados después de días de sexo, peace and love, Pink Floyd, In a Gadda da Vida, Cream y Doors.

Diseñado por Rogers y Piano, que hicieron la maqueta como chiste y juego de azar, el edificio ha logrado pasar las décadas con éxito habiendo admitido al parecer 189 millones de visitantes. En su vida ya respetable abrió vasos comunicantes con Moscú, Berlín y Nueva York, redefinió y revisitó movimientos como dadaísmo, cubismo, expresionismo, situacionismo y todas las tendencias del pop art desde Marcel Duchamp y su orinal hasta Andy Warhol y los nuevos que revisan la explosión artística de los años sesenta y setenta. Esas dos décadas llenas de sorpresas y revoluciones artísticas fueron sin duda parteaguas a nivel mundial, como en su momento lo fueron los años 20. Son épocas de rebelión que marcan tendencias para largo y redefinen la relación del hombre con su tiempo derrumbando íconos y abriendo nuevas puertas para la cultura humana.

Ahora, tal y como lo hacen el Guggenheim y el Louvre, el Pompidou se clona en otras partes del planeta, lo que muestra su actualidad en tiempos de derrumbe de fronteras y muros. Haber estado presente ahí en ese momento que hoy se analiza desde diversos ángulos anima en la lucha por defender la iconoclastia, el espíritu crítico, la tolerancia y la alerta permanente hacia lo nuevo que surge de los artistas rebeldes de ciudades y suburbios. Con el arte y la libertad de expresión artística se puede luchar contra el unanimismo de las fuerzas macabras que en pleno siglo XXI creen todavía que estamos en tiempos de Hitler, Franco y Musolini.

ATGET: EL FOTÓGRAFO RESCATADO POR LOS SURREALISTAS

En la foto que le tomó la joven Berenice Abbot poco antes de su muerte, el fotógrafo Eugene Atget (1857-1927), que pasó gran parte de su vida en las calles de la ciudad trabajando con una explosiva vieja cámara de trípode, se ve como un desgarbado artesano pobre y viejo de mirada escéptica y leve guiño de cinismo. Atget parece tolerar a esa bella joven admiradora estadounidense, discípula del gran Man Ray y amiga de los surrealistas, que fotografió a los grandes artistas de su época antes de convertirse ella misma en ícono del siglo XX y a quien debe su fama posterior, pues compró a su muerte casi 2000 fotografias del viejo y las llevó a Nueva York para que fueran expuestas y publicadas con rigor académico, admiración y cuidado.
A lo largo de su vida vendió sus fotos y "documentos" a pintores, museos y oficinas de gobierno, que las utilizaban para sus propios fines, pero nunca se consideró un artista. De joven, Atget, después de pagar su servicio militar y viajar como marinero incluso hasta América del Sur y Oriente, soñó con ser actor y pintor y tras fracasar en ambos objetivos, se dedicó tardíamente, a los 32 años, a practicar la fotografia como una forma simple y algo divertida de ganarse la vida en aquellos años difíciles de precariedad, guerra y desempleo.
Sencillo, sin elegancia ni altivez, este artista al final de su vida fue objeto de admiración de los surrealistas, fascinados por sus fotografías de vitrinas, fachadas, calles, cabarets, burdeles y prostitutas desnudas y su minuciosa captación de los rincones más antiguos de la ciudad que estaban a punto de desaparecer. En algunas portadas de la revista "La Revolución Surrealista", los seguidores de Breton reprodujeron imágenes suyas y los artistas de Montparnasse comenzaron a comprar y a coleccionar algunas de sus impresiones. Como en un juego de sueños y pesadillas, el hombre rechazó fijarse en las grandes avenidas que abría la modernidad o fotografíar paisajes brumosos o castillos de sueño para concentrarse en fijar para siempre los rincones más sucios y perdidos de los barrios, allí donde pululaban miserables, marginales, borrachines, poetas y personajes pintorescos. Para un latinoamericano, estas imágenes impresionan además porque vemos con detalle la ciudad callejera que vivieron personajes nuestros como Rubén Darío o Jose María Vargas Vila o leyendas locales como los poetas Verlaine y Mallarmé.
Con Atget y su cámara uno pasa por los orinales públicos visibles en cada esquina de las plazas, mira las carretas de tracción animal afectadas por el surgimiento del auto, observa los afiches de licores que fueron prohibidos luego como la absenta o la Kola-Coca y aprecia fachadas de viejas tiendas que incluso sobrevivían desde los tiempos de la Revolución, con sus preciosas vitrinas llenas de muñecas, pefumes, sombreros, ropas de época, jabalíes, conejos, perdices, vinos, quesos y frutas. Se ven entradas de famosos bares y cabarets desaparecidos como el legendario Infierno, escaleras de casas a punto de ser derruidas, así como la miseria de los que recopilaban basura en los extramuros de la ciudad, colocaban el novedoso asfalto sobre las avenidas o vivían en las periferias hacinados en abandonadas caravanas de inmigrantes y gitanos. La ciudad en 1898 y 1899 estaba siendo abierta para instalar el metro subterráneo y crear nuevas vías aéreas y avenidas, por lo que Atget pudo captar en directo las ruinas del pasado que se iba, la vida antigua que se diluía. La ciudad se convierte así en un escenario desolado lleno de muros caídos, ropas destrozadas, ollas rotas, juguetes dañados y muebles abandonados. Mientras otros fotógrafos más famosos tomaban fotos de nobles, funcionarios o cortesanas en fiesta palaciega o se dedicaban a medrar en los sitios del poder y el dinero, él estaba del lado de los pobres y de la ciudad normal de la vida cotidiana.
Atget vendió baratas esas fotografías a la Biblioteca Nacional de Francia, que ahora, con motivo de los 150 años de su nacimiento las saca al fin de sus archivos y las expone en la primera gran retrospectiva hecha por sus compatriotas y compuesta por unas 350 piezas de un total de casi diez mil imágenes acumuladas a lo largo de su vida. Su modernidad radica precisamente en que utilizó la magia de este arte para ver la realidad en vez de esconderla o dulcificarla. La fotografía, inventada ya desde los años 30 del siglo XIX, se había convertido en una práctica de moda entre gentes adineradas que viajaban o captaban sus festines o en empresa aplicada al retrato, por lo que este loco que pasaba horas fotografiando calles y plazas sucias, clochards, vendedores y prostitutas fue un personaje algo risible y olvidado que nunca imaginó su fama futura. Lo que prueba una vez más que no son siempre los más famosos y triunfadores en vida los que pasan a la historia, sino los auténticos creadores que tienen otra mirada sobre las cosas ante la indiferencia de sus contemporáneos y los expertos del momento.