En la foto que le tomó la
joven Berenice Abbot poco antes de su muerte, el fotógrafo Eugene Atget
(1857-1927), que pasó gran parte de su vida en las calles de la ciudad
trabajando con una explosiva vieja cámara de trípode, se ve como un
desgarbado artesano pobre y viejo de mirada escéptica y leve guiño de
cinismo. Atget parece tolerar a esa bella joven admiradora
estadounidense, discípula del gran Man Ray y amiga de los surrealistas,
que fotografió a los grandes artistas de su época antes de convertirse
ella misma en ícono del siglo XX y a quien debe su fama posterior, pues
compró a su muerte casi 2000 fotografias del viejo y las llevó a Nueva
York para que fueran expuestas y publicadas con rigor académico,
admiración y cuidado.
A lo largo de su vida vendió sus fotos y "documentos" a pintores, museos y oficinas de gobierno, que las utilizaban para sus propios fines, pero nunca se consideró un artista. De joven, Atget, después de pagar su servicio militar y viajar como marinero incluso hasta América del Sur y Oriente, soñó con ser actor y pintor y tras fracasar en ambos objetivos, se dedicó tardíamente, a los 32 años, a practicar la fotografia como una forma simple y algo divertida de ganarse la vida en aquellos años difíciles de precariedad, guerra y desempleo.
Sencillo, sin elegancia ni altivez, este artista al final de su vida fue objeto de admiración de los surrealistas, fascinados por sus fotografías de vitrinas, fachadas, calles, cabarets, burdeles y prostitutas desnudas y su minuciosa captación de los rincones más antiguos de la ciudad que estaban a punto de desaparecer. En algunas portadas de la revista "La Revolución Surrealista", los seguidores de Breton reprodujeron imágenes suyas y los artistas de Montparnasse comenzaron a comprar y a coleccionar algunas de sus impresiones. Como en un juego de sueños y pesadillas, el hombre rechazó fijarse en las grandes avenidas que abría la modernidad o fotografíar paisajes brumosos o castillos de sueño para concentrarse en fijar para siempre los rincones más sucios y perdidos de los barrios, allí donde pululaban miserables, marginales, borrachines, poetas y personajes pintorescos. Para un latinoamericano, estas imágenes impresionan además porque vemos con detalle la ciudad callejera que vivieron personajes nuestros como Rubén Darío o Jose María Vargas Vila o leyendas locales como los poetas Verlaine y Mallarmé.
Con Atget y su cámara uno pasa por los orinales públicos visibles en cada esquina de las plazas, mira las carretas de tracción animal afectadas por el surgimiento del auto, observa los afiches de licores que fueron prohibidos luego como la absenta o la Kola-Coca y aprecia fachadas de viejas tiendas que incluso sobrevivían desde los tiempos de la Revolución, con sus preciosas vitrinas llenas de muñecas, pefumes, sombreros, ropas de época, jabalíes, conejos, perdices, vinos, quesos y frutas. Se ven entradas de famosos bares y cabarets desaparecidos como el legendario Infierno, escaleras de casas a punto de ser derruidas, así como la miseria de los que recopilaban basura en los extramuros de la ciudad, colocaban el novedoso asfalto sobre las avenidas o vivían en las periferias hacinados en abandonadas caravanas de inmigrantes y gitanos. La ciudad en 1898 y 1899 estaba siendo abierta para instalar el metro subterráneo y crear nuevas vías aéreas y avenidas, por lo que Atget pudo captar en directo las ruinas del pasado que se iba, la vida antigua que se diluía. La ciudad se convierte así en un escenario desolado lleno de muros caídos, ropas destrozadas, ollas rotas, juguetes dañados y muebles abandonados. Mientras otros fotógrafos más famosos tomaban fotos de nobles, funcionarios o cortesanas en fiesta palaciega o se dedicaban a medrar en los sitios del poder y el dinero, él estaba del lado de los pobres y de la ciudad normal de la vida cotidiana.
Atget vendió baratas esas fotografías a la Biblioteca Nacional de Francia, que ahora, con motivo de los 150 años de su nacimiento las saca al fin de sus archivos y las expone en la primera gran retrospectiva hecha por sus compatriotas y compuesta por unas 350 piezas de un total de casi diez mil imágenes acumuladas a lo largo de su vida. Su modernidad radica precisamente en que utilizó la magia de este arte para ver la realidad en vez de esconderla o dulcificarla. La fotografía, inventada ya desde los años 30 del siglo XIX, se había convertido en una práctica de moda entre gentes adineradas que viajaban o captaban sus festines o en empresa aplicada al retrato, por lo que este loco que pasaba horas fotografiando calles y plazas sucias, clochards, vendedores y prostitutas fue un personaje algo risible y olvidado que nunca imaginó su fama futura. Lo que prueba una vez más que no son siempre los más famosos y triunfadores en vida los que pasan a la historia, sino los auténticos creadores que tienen otra mirada sobre las cosas ante la indiferencia de sus contemporáneos y los expertos del momento.
A lo largo de su vida vendió sus fotos y "documentos" a pintores, museos y oficinas de gobierno, que las utilizaban para sus propios fines, pero nunca se consideró un artista. De joven, Atget, después de pagar su servicio militar y viajar como marinero incluso hasta América del Sur y Oriente, soñó con ser actor y pintor y tras fracasar en ambos objetivos, se dedicó tardíamente, a los 32 años, a practicar la fotografia como una forma simple y algo divertida de ganarse la vida en aquellos años difíciles de precariedad, guerra y desempleo.
Sencillo, sin elegancia ni altivez, este artista al final de su vida fue objeto de admiración de los surrealistas, fascinados por sus fotografías de vitrinas, fachadas, calles, cabarets, burdeles y prostitutas desnudas y su minuciosa captación de los rincones más antiguos de la ciudad que estaban a punto de desaparecer. En algunas portadas de la revista "La Revolución Surrealista", los seguidores de Breton reprodujeron imágenes suyas y los artistas de Montparnasse comenzaron a comprar y a coleccionar algunas de sus impresiones. Como en un juego de sueños y pesadillas, el hombre rechazó fijarse en las grandes avenidas que abría la modernidad o fotografíar paisajes brumosos o castillos de sueño para concentrarse en fijar para siempre los rincones más sucios y perdidos de los barrios, allí donde pululaban miserables, marginales, borrachines, poetas y personajes pintorescos. Para un latinoamericano, estas imágenes impresionan además porque vemos con detalle la ciudad callejera que vivieron personajes nuestros como Rubén Darío o Jose María Vargas Vila o leyendas locales como los poetas Verlaine y Mallarmé.
Con Atget y su cámara uno pasa por los orinales públicos visibles en cada esquina de las plazas, mira las carretas de tracción animal afectadas por el surgimiento del auto, observa los afiches de licores que fueron prohibidos luego como la absenta o la Kola-Coca y aprecia fachadas de viejas tiendas que incluso sobrevivían desde los tiempos de la Revolución, con sus preciosas vitrinas llenas de muñecas, pefumes, sombreros, ropas de época, jabalíes, conejos, perdices, vinos, quesos y frutas. Se ven entradas de famosos bares y cabarets desaparecidos como el legendario Infierno, escaleras de casas a punto de ser derruidas, así como la miseria de los que recopilaban basura en los extramuros de la ciudad, colocaban el novedoso asfalto sobre las avenidas o vivían en las periferias hacinados en abandonadas caravanas de inmigrantes y gitanos. La ciudad en 1898 y 1899 estaba siendo abierta para instalar el metro subterráneo y crear nuevas vías aéreas y avenidas, por lo que Atget pudo captar en directo las ruinas del pasado que se iba, la vida antigua que se diluía. La ciudad se convierte así en un escenario desolado lleno de muros caídos, ropas destrozadas, ollas rotas, juguetes dañados y muebles abandonados. Mientras otros fotógrafos más famosos tomaban fotos de nobles, funcionarios o cortesanas en fiesta palaciega o se dedicaban a medrar en los sitios del poder y el dinero, él estaba del lado de los pobres y de la ciudad normal de la vida cotidiana.
Atget vendió baratas esas fotografías a la Biblioteca Nacional de Francia, que ahora, con motivo de los 150 años de su nacimiento las saca al fin de sus archivos y las expone en la primera gran retrospectiva hecha por sus compatriotas y compuesta por unas 350 piezas de un total de casi diez mil imágenes acumuladas a lo largo de su vida. Su modernidad radica precisamente en que utilizó la magia de este arte para ver la realidad en vez de esconderla o dulcificarla. La fotografía, inventada ya desde los años 30 del siglo XIX, se había convertido en una práctica de moda entre gentes adineradas que viajaban o captaban sus festines o en empresa aplicada al retrato, por lo que este loco que pasaba horas fotografiando calles y plazas sucias, clochards, vendedores y prostitutas fue un personaje algo risible y olvidado que nunca imaginó su fama futura. Lo que prueba una vez más que no son siempre los más famosos y triunfadores en vida los que pasan a la historia, sino los auténticos creadores que tienen otra mirada sobre las cosas ante la indiferencia de sus contemporáneos y los expertos del momento.
2 comentarios:
Estaeszl gente que ale mucho
Esta es la gente que vale mucho, sin pergaminos.
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