Por Eduardo García Aguilar
Son decenas y decenas de miles los muertos cada año por el narcotráfico, en las zonas calientes de las ciudades y en las fronteras de los países involucrados, sin contar los policías y soldados que son lanzados a la guerra contra los capos o los jóvenes que por miles son obligados por las mafias a engrosar sus ejércitos asesinos como sicarios en Colombia, México y América Central.
Y eso sin contar que las cárceles del mundo están llenas de "mulas" y pequeños traficantes que solo hacen parte de la escala menor del negocio, cuando los verdaderos responsables andan libres. Jóvenes, amas de casa, trabajadores desempleados y pobre gente engañada y asfixiada por la pobreza llenan las cárceles del mundo y pagan largas penas por haber llevado en el vientre cápsulas del enervante, en un desperdicio de vidas totalmente absurdo que no llama a la compasión de nadie.
Los capitales fabulosos de los narcotraficantes y sus socios circulan camuflados en bancos y grupos financieros de Suiza, Europa, Estados Unidos, monarquías árabes, potencias emergentes asiáticas y paraísos fiscales con la complicidad de los grandes de este mundo. Esos dineros sirven para financiar guerras, comprar gobiernos, financiar campañas políticas, incrementar el crecimiento de la industria inmobiliaria y automovilística de lujo y lubricar el crecimiento ficticio de países que luego se hunden como España o Irlanda. La industria armamentista norteamericana se frota las manos vendiendo armas libremente a los capos.
Estados Unidos y Europa, grandes consumidores de cocaína que financian al narcotráfico, exigen a países como México y Colombia derramar la sangre de decenas de miles de sus habitantes en una guerra inútil, pues mientras haya demanda en esas grandes potencias, mientras el consumo sea generalizado entre las clases altas y se pague un alto precio por el polvo en los balnearios de lujo del Mediterráneo y en las discotecas y playas de Estados Unidos, se seguirá produciendo cocaína.
Los ejércitos del narcotráfico son a veces más poderosos que los propios países involucrados e incluso se dan el lujo de comprar presidentes, gobernadores, alcaldes y jueces. Los nuevos barones de la droga superan con creces a Al Capone y a los mafiosos que en su tiempo se enriquecieron con el tráfico del alcohol prohibido.
Cuando cesó la prohibición del alcohol cesó el poder de esas mafias. Hoy el alcohol es libre. Si se hiciera lo mismo con la cocaína y otras drogas, el consumidor o el adicto las comprará en las farmacias y los gobiernos dejarían de gastar sumas fabulosas y de ofrendar vidas en una guerra absurda ante la indiferencia de las grandes potencias consumidoras. Esas sumas desperdiciadas hoy servirían para invertir en educación y salud y mejorar la vida de millones de colombianos, mexicanos y centroamericanos.
En México, la ejecución, asfixiados con cinta adhesiva, del joven hijo del poeta católico Javier Sicilia y cuatro de sus amigos cerca de Cuernavaca, provocó una excepcional conmoción nacional, punta del iceberg de un desangre generalizado que en cuatro años ha causado la muerte de más de 40.000 mexicanos en una guerra inútil contra las mafias del narcotrafico.
En Colombia, la ejecución de una parejita de biólogos enamorados cerca de San Bernardo del Viento, en la Costa Atlántica, también provocó una especial reacción en los medios capitalinos, conmovidos por la historia de amor novelesca de estas inocentes víctimas del narcotráfico y el paramilitarismo en Colombia.
El hijo del poeta Sicilia en México y la parejita de enamorados en Colombia pertenecían a la sociedad privilegiada y hacían parte de esa nueva generación mundial de muchachos nacidos en los años 80 y 90 que tratan de comprometerse con las realidades del mundo, lejos de los tiempos de la guerra fría, utilizando conceptos de mejoría ecológica y humanística del planeta. Es una generación de nuevos idealistas que creían poder circular libremente haciendo el bien sin ser pagados con la moneda del mal.
No se trató en ambos casos de muchachos privilegiados que buscaban solo la ganancia y el poder a toda costa como los adultos, sino jóvenes que buscaban un mundo mejor sin violencia. Los colombianos asesinados solo trataban de estudiar el comportamiento de los manatíes, buscar plantas fósiles y explorar las riquezas biológicas de su fabuloso país, mientras el joven mexicano era un militante humanista como su padre el poeta.
A los primeros los acribillaron a bala cuando caminaban tomados de la mano en medio de la naturaleza paradisíaca del departamento de Córdoba y al joven Sicilia y a sus amigos los asfixiaron y los dejaron metidos en la cajuela de un vehículo abandonado, con las manos y los pies atados como si fueran ganado.
Estos jóvenes idealistas exterminados en México y Colombia por las implacables fuerzas de los narcotraficantes son el símbolo de esta guerra atroz a la que nos obligan los países consumidores. Mientras ellos consumen felices una droga prohibida, seguirán muriendo decenas de miles de miserables e inocentes en nuestros países. Hay que legalizar las drogas para que cese el tráfico apocalíptico que llena de sangre los paraísos perdidos de la tierra.