El
modesto y discreto soldado Rochus Mish pasó de 1940 a 1945 al lado de
Adolfo Hitler, como miembro del equipo de escoltas y ayudantes del
trágico líder alemán, tanto en la Cancillería, como en su nido de
águilas de Berschtesgaden en los Alpes o en otros lugares a donde fue
enviado como guardaespaldas, telefonista y mensajero.
Fue
el último en salir del bunker de la Cancillería el 2 de mayo de 1945
después del suicidio de Hitler, Eva Braun y otros dignatarios del
régimen, luego de la toma de Berlín por las tropas soviéticas, que lo
tuvieron preso durante nueve años en Rusia.
Al
terminar su cautiverio, Mish regresó a Berlín, donde transcurrió su
longeva vida en el relativo anonimato, hasta cuando se decidió a contar
la experiencia al periodista de Le Monde Nicolas Bourcier en 2005, 60
años después de que terminó su aventura en el centro de una mítica
leyenda.
En el libro Yo fui escolta de Hitler, publicado originalmente en Francia por la editoral Cherche Midi,
cuenta con lujo de detalles lo que le ocurrió y los azares y misterios
que lo llevaron, como si nada, a compartir la vida de Hitler durante los
cinco años más importantes de la historia de la humanidad en el último
siglo, cuando el delirio de un hombre, del partido creado por él y su
propio pueblo seducido por su magnetismo, llevó a practicar uno de los
más espantosos exterminios conocidos por la humanidad y condujo al
planeta a una guerra mundial atroz de la que aun no se recupera y que
teme se repita en este siglo XXI de incertidumbres.
Huérfano
desde niño, Mish, quien nació en 1917, creció con sus abuelos en
Silesia escuchando historias de otras guerras anteriores como la que
hubo contra Francia en 1871 y la muy devastadora Primera mundial de
1914-18, en las que su ancestro participó y sobre las que discurría a la
hora del almuerzo y la cena.
El
muchacho fue formado en la disciplina y la obediencia, la discreción y
el esfuerzo de los pobres por esos viejos de otra época, durante los
años del ascenso de Hitler iniciados desde desde 1923 en Munich y
después de hacer estudios de impresión y gráfica conoció los años de
auge del canciller y los tiempos de gloria de los Juegos Olímpicos de
1936 de Berlín, donde vio por primera vez llegar al Führer, quien era
aclamado como un dios por el país entero.
Nunca
imaginó Mish cuando lo vio por primera vez desde lejos en compañía de
su tía en ese Berlín esplendoroso diseñado por el arquitecto Albert
Speer y lloró de emoción, que unos años después habría de estar junto a
sus aposentos día a día, listo a realizar cualquier gestión o necesidad
de quien por su empecinamiento y locura habrá de ser recordado para
siempre por la humanidad al lado de otros sanguinarios sátrapas
destructores como Nerón o Atila.
Mish
ingresó poco después al ejército y participó en las primeras
movilizaciones del imperio nazi como la ocupación entre flores y vítores
multitudinarios de Austria, de donde era oriundo el Führer, que fue,
según él, un paseo donde no sonó ni una bala y donde incluso los
soldados alemanes se daban el lujo de broncearse en los parques de
Viena.
Resultó
herido por el contrario durante la ocupación de Polonia, en el marco de
la cual recibió balazos que le perforaron un pulmón y un brazo, por lo
que fue considerado herido de guerra y enviado a recuperarse en diversos
lugares donde lo atendieron como héroe.
En
uno de esos hospitales conoció a otro soldado, hermano de un comanante
nazi, que los invitó a reposarse en su finca durante unas semanas
felices. Ese azar incomprensible habría de cambiar su destino. Debido a
que el hermano de su amigo, cercano a quienes reclutaban los escoltas
para Hitler, guardó una muy buena impresión del soldado invitado, Rochus
Mish fue llamado a presentarse cuando hubo una vacante en el cuerpo del
Begleitkommando de escoltas de Hitler, que debía ser llenada con urgencia.
Mish
fue llevado a la Cancillería y el asunto se definió en minutos. Poco
después ya estaba a las órdenes del equipo como mensajero por los
corredores del edificio o encargado de recibir a los invitados, guardar sus abrigos y estar pendiente para todo, siempre a unos pasos de Hitler.
La
primera vez que lo vio por sorpresa al abrir una puerta para que su
jefe inmediato saliera, descubrió que ese hombre a quien todos aclamaban
era de voz suave, afable, quien al saber que era silesiano y hacía poco
había sido reclutado para su cuerpo, lo envio como primera misón
exterior a llevarle una carta y un pastel a la hermana del líder,
residente en Viena, quien lo invitó a su vez al té y le preguntó como
estaba su hermano.
Así
transcurrieron los días y los años de Mish. Supo que Hitler recibía
siempre un paquete con un pan especial que le enviaba una mujer del
campo, conoció su gusto por la películas de Holywood, como Lo que el viento se llevó, y que una vez incluso vio la película donde Charles Chaplin se burlaba de él.
Estaba
al tanto de los invitados que llegaban a acompañarlo en almuerzos y
cenas de distracción, donde nunca se hablaba de política ni de guerra y
varias veces coincidió a solas con Goëring o Rommel, con quienes
conversaba mientras hacían antesala.
Y
una vez por inadvertencia, porque nadie le dijo que ella estaba en la
Cancillería, cuando iba a dejar cartas en los apsentos privados de
Hitler, se llevó la sorpresa de encontrar en su cama a la bella Eva
Braun, semidesnuda, con una pequeña camiseta nada más, quien con signos
le dio a entender que no era grave y sobre lo cual nunca más se habló.
En
el nido de águilas de Bershtesgaden, la residencia personal situada en
los Alpes y a unos kilómetros de Salzburgo, Mish presenció las fiestas
que hacía Eva Braun con sus amigas cuando Hitler estaba lejos, durante
las cuales se bailaba fox trot hasta muy tarde.
Hitler
conoció a Eva en una tienda fotográfíca de Munich, a donde iba a
hacerse captar en poses diversas y desde entonces fue su amada no
oficial hasta cuando, según la leyenda, sellaron su pacto suicidándose
cuando todo estaba perdido. El fiel Rochus Mish sería el último en ver
su cadáveres en un sofá antes de salir del búnker y ser detenido por los
rusos. Y como muchos otros nazis, este hombre modesto, vivió una larga
vida tranquila en Berlín, no lejos de donde experimentó la más
extraordinaria aventura que le pueda ocurrir a un mediocre.