Hace tiempo tuve que cubrir de cerca varios segmentos de las negociaciones de paz realizadas en México entre las guerrillas salvadoreña y guatemalteca con sus respectivos gobiernos, después de varias décadas de atroz guerra caracterizada por las más espantosas escenas y la muerte de millares de personas, a lo que se agrega el estancamiento y la pobreza generalizados. Y por fortuna celebré como muchos los acuerdos de paz firmados entre los enemigos bajo la mediación internacional, lo que fue un bello espectáculo inolvidable y esperanzador para todos, crédulos y escépticos.
En El Salvador vi el Playón de la muerte, donde se depositaban y se descomponían centenares o tal vez miles de cadáveres de guerrilleros, soldados y civiles muertos en combates y vi gallinazos y perros gordos merodeando en ese esenario apocalíptico antes de devorar pedazos de cuerpos entre hebillas, botas y ropas podridas.
El Playón de la muerte en El Salvador, situado en las laderas de un volcán dormido, cubierto por ríos de lava negra petrificada, es probablemente la zona más horrible que haya visto en toda la vida y después de estar allí pasé varios días con náuseas y una sensación insoportable que me impidió comer durante días.
Antes de ver el hueco negro de una guerra contemporánea había leído muchos libros donde se hablaba del tema y clásicos griegos y latinos donde se contaban conflagraciones entre tribus, países, imperios y colonias. En la famosa Divina Comedia se asistía a través de la pluma de Dante a las escenas del infierno y miles de libros de poesía y narraciones, memorias o testimonios, cuentan el desangre de la humanidad, las guerras de Darío, Alejandro Magno, Julio César, Carlos V, Felipe II, Luis XIV, Napoleón y Hitler, entre muchos.
Europa ha sido un terreno permanente de batalla y hace apenas seis décadas millones de personas murieron en sus valles y montañas aplastadas por los bombardeos, atravesadas por las bayonetas, muertas de hambre o gaseadas en campos de concentración o fusiladas de manera sumaria. Pero al fin las guerras se terminaron y volvió la anhelada paz.
América Latina es el fruto de un genocidio sin nombre perpetrado por los españoles y Estados Unidos a su vez se construyó sobre el exterminio de los aborígenes que poblaron esos territorios desde siempre y fueron cazados y asesinados como insectos.
Ni que decir de las crueles guerras en las estepas rusas, y los millones de batallas y masacres perpretadas en los continentes asiático y africano, donde todavía reina la injusticia y la maldad humana en todo su esplendor. Hace apenas una década el imperio norteamericano hacía una guerra ilegítima en Irak dejando mas de un millón de muertos y sin duda se apresta o tiene en sus planes otras guerras que darán fuerza a la industria armamentista, sedienta de campos de batalla.
La guerra es pues la actividad estrella de la humanidad y pareciera que sin ella y sus generales y comandantes no se puede vivir, por lo que son excepcionales los tiempos de paz si los comparamos con los largos siglos de guerras enconadas que evolucionan según los avances tecnológicos.
Todos los países tienen y han tenido próceres y héroes que terminan por convertirse en personajes familiares en torno a los cuales se guardan lealtades y odios de generación en generación. En Estados Unidos tienen a Washington, Lincoln, Eisenhower, Kennedy, Luther King ; los rusos a los Romanov, Nicolás II, Rasputín, Lenin, Stalin, Trotsky y Jrushov.
Los chinos tienen a Confucio, Sun Yat Sen, Chan Kai Chek y Mao Tse Tung. Los franceses a Robespierre, Napoleón y a De Gaulle; los ingleses a la reina Victoria y a Churchill; los alemenes a Bismark, Rosa Luxemburgo y Adolfo Hitler; los italianos a Garibaldi y a Mussolini. Los indios veneran a Gandhi y a Nehru; los españoles rezan al caudilllo Francisco Franco o a la « pasionaria » comunista Dolores Ibárruri y los argentinos al prócer San Martín y a su Evita Perón y así sucesivamente, cada uno de los países posee a esos personajes familiares por los que sus pueblos se dividen, hacen guerras y se hunden en odios sin fin.
Burgueses y proletarios, campesinos y citadinos, blancos y negros, asistócratas y plebeyos, comunistas y fascistas. Al pronunciar sus nombres surgen ejércitos y marchas y estandartes y banderolas y en las plazas se enfrentan unos contra otros en las noches de los cristales rotos o los cuchillos largos.
En Colombia, nos tocaron el «Libertador » Simón Bolívar, Bolívar superbueno, todopoderoso, perfecto, heroico, inmortal, estatuario, mitad hombre, mitad pegaso, y al otro lado su malvado rival Francisco de Paula Santander, « el hombre de las leyes », odiado a muerte por los bolivarianos. Y más adelante los radicales, el general Mosquera, « Mascachochas », y el satánico ateo y panfletario Rojas Garrido versus, al otro lado, señores y señoras, ladies and gentlemen, el « godo », el hegemónico « traidor » Rafael Núñez , el de la Constitución de 1886 y el Concordato de 1887 con la Iglesia. Y antes de la terrible Guerra de los mil días, cuando se hacían pirámides de calaveras, generales de uno y otro bando, federalistas y centralistas, matándose aquí y allá.
Sus fantasmas nos asustan en las frías noches y se aparecen tras los árboles o en la esquinas solitarias. Y todos los héroes siguen ahí entre nosotros desde ultratumba, están vivos en sus discípulos, a través de ellos nos espantan, nos convocan, nos animan, nos deprimen, hablan, manotean, gesticulan, suben a las tarimas, levantan las manos, hacen la V de la victoria y nos llevan en fila al precipicio como el flautista de Hamelin.
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* En la foto Manuel Marulanda "Tirofijo", líder histórico de las FARC y Andrés Pastrana, ex presidente que intentó sin éxito lograr la paz con la guerrilla.