Por Eduardo García Aguilar
El Premio Nóbel J.M G. Le Clezio es un reconocimiento de la Academia sueca a los escritores que experimentan contra la corriente, se hacen preguntas, dudan en vez de vivir entre certezas y permanecen alejados de los circuitos habituales del poder, donde pululan autores oficiales inflados por intereses nacionales o corrientes ideológicas. Este se agrega a otros premios a escritores situados en la vena literaria experimental como Elfriede Jelinek, J. M. Coetze, o en el campo marginal de la poesía como Wislawa Szymborska, entre otros. Le Clezio es un nómada que escribe en francés, por lo que el galardón es también para los autores trasterrados y cosmopolitas, en cierta forma apátridas, que prefieren estar lejos y desconfían mucho de las mieles y el calor de los seguros hogares nacionales llenos de himnos y banderas y discriminación hacia del otro, el extranjero.
Algunos críticos del mundo anglosajón le reprochan cierta ingenuidad al idealizar las esferas "indígenas" frente al progreso descabellado de Occidente y dicen que él representa al típico europeo alto, blanco, rubio que huye de la "cerebralidad" escolar y se instalan en los mundos exóticos, a lo que él responde que "si hablo de los indios no me refiero nunca a una edad dorada. Entre los indios hay violaciones y crímenes". Otros consideran que Le Clezio es una versión menor del gran maestro y prosista de genio Claude Levi Strauss, autor de Tristes trópicos, una de las más grandes obras del siglo XX, quien sin duda merecía también el Nóbel de LIteratura y está vivo entre nosotros, casi centenario. Levi Strauss también dejó París y las grandes escuelas para irse a vivir entre los indios brasileños en la cuenca amazónica y como él tres décadas antes decidió vivir fuera y ser un extranjero profesional cuya obra en su totalidad está marcada por esos mundos exóticos y disimétricos.
Tengo desde hace muchos años una especial debilidad por este excéntrico y nómada autor francés, nacido en 1940 de padre británico y madre francesa, oriundos de la Isla Mauricio, junto a Madgascar, que llevaron al niño de un lado para otro en medio de los avatares de la guerra y la posguerra. Ya adulto, el autor de "El buscador de Oro" y "Viaje a Rodrígues" se instaló en lo más profundo de México, en Michoacán, y no por casualidad en Nuevo México (Estados Unidos), en tierras que fueron cercenadas en el siglo XIX por el imperio americano a su vecino del sur.
Puesto que Le Clezio vivió en la Ciudad de México y luego más de una década junto al volcán Paricutín, su presencia fantasmal en ese país la sentíamos quienes éramos habituales del Instituto Francés de América Latina (IFAL), cuya biblioteca, ya desaparecida por desgracia, era uno de los rincones más deliciosos de la metrópoli para los infectados por la literatura que pasábamos todo el día allí.Después de ser expulsado de Tailandia cuando cumplía una misión equivalente al servicio militar, por denunciar la prostitución infantil que se iniciaba en aquel paraíso turistico, Le Clezio fue mutado a México, país que se convirtió en punto central de su vida y su obra. Allí trabajó en el IFAL muy joven haciendo las fichas de la biblioteca y leyendo todos los libros en vez de cumplir con sus tareas burocráticas y en múltiples paseos en torno a la capital y las provincias mexicanas ingresó poco a poco en el mundo prehispánico con sus colores, leyendas y mitos milenarios, siguiendo la tradición de otros franceses como el padre Charles Brasseur, viajero en el mundo maya, Antonin Artaud, amante de los Tarahumaras y Jacques Soustelle, Louis Panabière y Jean Meyer, entre otros muchos.
Según el historiador franco-mexicano Jean Meyer, lejos de ser uno de esos intelectuales vanidosos que caminan pavoneándose por Saint Germain de Prés en París, Le Clezio andaba siempre de sandalias, camiseta y jeans entre los medios expatriados de México, cuando a fines de los 60 eso era todavía inadmisible para quien cumpliera alguna función profesoral por muy modesta que fuera. Precisamente, cuenta Meyer, Le Clezio fue enviado a hacer las fichas de la bibliotea del IFAL porque en clase cometió el crimen de hacer escuchar a Los Beatles a los estudiantes de francés de esa institución.
Además Le Clezio, que tiene pinta de galán nórdico de cine bergmaniano, siempre andaba elevado, cuentan quienes lo frecuentaban, embebido como estaba en las historias que escribe desde niño y lo hicieron ganar a los 23 años de edad, en 1963, el premio Renaudot. Escritor nato, su vida es como la de un arácnido que teje y desteje sus telarañas minuciosamente día a día y sin cesar, dando vía libre a la palabra tal y como ella sale del flujo de la memoria. O sea dar rienda suelta a la palabra como algo casi natural, como una emanación líquida desde el fondo de la imaginación. Tal vez por eso su obra es tan vasta e irregular y alguna vez, cuando vivía en su Niza, coincidió al hablar en una estación de autobuses con ese otro gran escritor frances llamado Michel Butor, que ambos "escribían demasiado".
México es pues punto central de su obra. En El Sueño mexicano, La fiesta cantada, Relación de Michoacán, en su libro sobre Frida y Rivera, y sus versiones de las profecías del Chilam Balam y otros textos sagrados, Le Clezio rinde homenaje a ese país adoptivo y en especial al misterioso estado de Michoacán, donde los pueblos tienen nombres como Uruapan, Tacámbaro, Puruándiro, Purépero y Pátzcuaro. También es clave su estadía con los emberas del Darién, entre Colombia y Panamá, donde, según cuenta el filósofo colombiano Edgar Bastidas Urresty, Le Clezio probó extracto de hojas de datura, guiado por un chamán en su viaje por un mundo lleno de árboles con ojos y donde su voz se transmutó en la del brujo. Debido a que la universidad francesa no quiso aceptarlo como investigador, acusándolo de ser poco científico, demasiado literario y escribir novelas, Le Clezio no tuvo más remedio que adoptar a América, desempeñándose allí como profesor en Nuevo México y en el Colegio de Michoacán, al lado del maestro Luis Gonzáles.
Su obra es inmersión y defensa en los mundos de la periferia que dieron la espalda al progreso y a la v ez es el relato de sus lejanos orígenes, las aventuras del abuelo buscador de oro, el viaje infantil en barco hacia Nigeria a conocer a su padre como Pedro Páramo, y la vida de los hombres del desierto africano, de donde proviene su esposa Jamia. Es también un homenaje a la infancia y a la adolescencia que parecen ser esferas a las que sigue fiel este Nóbel de la francofonía que en apariencia guarda todavía ese aire de inmadurez y liviandad de antes de la vida adulta, a la que siempre temió.
Desde El proceso verbal, la Fiebre y el Diluvio, pasando por La guerra, Los gigantes, Desierto, El buscador de Oro, Onitsha y Pawana, entre otros muchos de sus libros, Le Clezio ha ejercido la novela como una forma de revelación, pues afirma que el ejercicio de la literatura es "una religión en el sentido pascaliano del término", una forma de "afirmar la existencia" a través de las palabras. "Escribimos por una razón que desconocemos. Si comprendiéramos dejaríamos de escribir. Escribir es una necesidad. Está dentro de uno. Tiene necesidad de salir y sale de esa forma", dice en una vasta entrevista con Gerard de Cortanze.
Por eso este premio es un galardón a la literatura, a los escritores adolescentes, a los que viven elevados, a los escritores que no usan corbata ni traje ni andan haciendo antesala ante los poderosos y los políticos, gustan vivir junto a los volcanes y prefieren las sandalias cuando viajan a los territorios más alejados, o sea que es un Nóbel para los escritores que la academia, el periodismo y la diplomacia rechazan y que al final planean sobre la cultura como Aladino y Lámpara maravillosa.
El Premio Nóbel J.M G. Le Clezio es un reconocimiento de la Academia sueca a los escritores que experimentan contra la corriente, se hacen preguntas, dudan en vez de vivir entre certezas y permanecen alejados de los circuitos habituales del poder, donde pululan autores oficiales inflados por intereses nacionales o corrientes ideológicas. Este se agrega a otros premios a escritores situados en la vena literaria experimental como Elfriede Jelinek, J. M. Coetze, o en el campo marginal de la poesía como Wislawa Szymborska, entre otros. Le Clezio es un nómada que escribe en francés, por lo que el galardón es también para los autores trasterrados y cosmopolitas, en cierta forma apátridas, que prefieren estar lejos y desconfían mucho de las mieles y el calor de los seguros hogares nacionales llenos de himnos y banderas y discriminación hacia del otro, el extranjero.
Algunos críticos del mundo anglosajón le reprochan cierta ingenuidad al idealizar las esferas "indígenas" frente al progreso descabellado de Occidente y dicen que él representa al típico europeo alto, blanco, rubio que huye de la "cerebralidad" escolar y se instalan en los mundos exóticos, a lo que él responde que "si hablo de los indios no me refiero nunca a una edad dorada. Entre los indios hay violaciones y crímenes". Otros consideran que Le Clezio es una versión menor del gran maestro y prosista de genio Claude Levi Strauss, autor de Tristes trópicos, una de las más grandes obras del siglo XX, quien sin duda merecía también el Nóbel de LIteratura y está vivo entre nosotros, casi centenario. Levi Strauss también dejó París y las grandes escuelas para irse a vivir entre los indios brasileños en la cuenca amazónica y como él tres décadas antes decidió vivir fuera y ser un extranjero profesional cuya obra en su totalidad está marcada por esos mundos exóticos y disimétricos.
Tengo desde hace muchos años una especial debilidad por este excéntrico y nómada autor francés, nacido en 1940 de padre británico y madre francesa, oriundos de la Isla Mauricio, junto a Madgascar, que llevaron al niño de un lado para otro en medio de los avatares de la guerra y la posguerra. Ya adulto, el autor de "El buscador de Oro" y "Viaje a Rodrígues" se instaló en lo más profundo de México, en Michoacán, y no por casualidad en Nuevo México (Estados Unidos), en tierras que fueron cercenadas en el siglo XIX por el imperio americano a su vecino del sur.
Puesto que Le Clezio vivió en la Ciudad de México y luego más de una década junto al volcán Paricutín, su presencia fantasmal en ese país la sentíamos quienes éramos habituales del Instituto Francés de América Latina (IFAL), cuya biblioteca, ya desaparecida por desgracia, era uno de los rincones más deliciosos de la metrópoli para los infectados por la literatura que pasábamos todo el día allí.Después de ser expulsado de Tailandia cuando cumplía una misión equivalente al servicio militar, por denunciar la prostitución infantil que se iniciaba en aquel paraíso turistico, Le Clezio fue mutado a México, país que se convirtió en punto central de su vida y su obra. Allí trabajó en el IFAL muy joven haciendo las fichas de la biblioteca y leyendo todos los libros en vez de cumplir con sus tareas burocráticas y en múltiples paseos en torno a la capital y las provincias mexicanas ingresó poco a poco en el mundo prehispánico con sus colores, leyendas y mitos milenarios, siguiendo la tradición de otros franceses como el padre Charles Brasseur, viajero en el mundo maya, Antonin Artaud, amante de los Tarahumaras y Jacques Soustelle, Louis Panabière y Jean Meyer, entre otros muchos.
Según el historiador franco-mexicano Jean Meyer, lejos de ser uno de esos intelectuales vanidosos que caminan pavoneándose por Saint Germain de Prés en París, Le Clezio andaba siempre de sandalias, camiseta y jeans entre los medios expatriados de México, cuando a fines de los 60 eso era todavía inadmisible para quien cumpliera alguna función profesoral por muy modesta que fuera. Precisamente, cuenta Meyer, Le Clezio fue enviado a hacer las fichas de la bibliotea del IFAL porque en clase cometió el crimen de hacer escuchar a Los Beatles a los estudiantes de francés de esa institución.
Además Le Clezio, que tiene pinta de galán nórdico de cine bergmaniano, siempre andaba elevado, cuentan quienes lo frecuentaban, embebido como estaba en las historias que escribe desde niño y lo hicieron ganar a los 23 años de edad, en 1963, el premio Renaudot. Escritor nato, su vida es como la de un arácnido que teje y desteje sus telarañas minuciosamente día a día y sin cesar, dando vía libre a la palabra tal y como ella sale del flujo de la memoria. O sea dar rienda suelta a la palabra como algo casi natural, como una emanación líquida desde el fondo de la imaginación. Tal vez por eso su obra es tan vasta e irregular y alguna vez, cuando vivía en su Niza, coincidió al hablar en una estación de autobuses con ese otro gran escritor frances llamado Michel Butor, que ambos "escribían demasiado".
México es pues punto central de su obra. En El Sueño mexicano, La fiesta cantada, Relación de Michoacán, en su libro sobre Frida y Rivera, y sus versiones de las profecías del Chilam Balam y otros textos sagrados, Le Clezio rinde homenaje a ese país adoptivo y en especial al misterioso estado de Michoacán, donde los pueblos tienen nombres como Uruapan, Tacámbaro, Puruándiro, Purépero y Pátzcuaro. También es clave su estadía con los emberas del Darién, entre Colombia y Panamá, donde, según cuenta el filósofo colombiano Edgar Bastidas Urresty, Le Clezio probó extracto de hojas de datura, guiado por un chamán en su viaje por un mundo lleno de árboles con ojos y donde su voz se transmutó en la del brujo. Debido a que la universidad francesa no quiso aceptarlo como investigador, acusándolo de ser poco científico, demasiado literario y escribir novelas, Le Clezio no tuvo más remedio que adoptar a América, desempeñándose allí como profesor en Nuevo México y en el Colegio de Michoacán, al lado del maestro Luis Gonzáles.
Su obra es inmersión y defensa en los mundos de la periferia que dieron la espalda al progreso y a la v ez es el relato de sus lejanos orígenes, las aventuras del abuelo buscador de oro, el viaje infantil en barco hacia Nigeria a conocer a su padre como Pedro Páramo, y la vida de los hombres del desierto africano, de donde proviene su esposa Jamia. Es también un homenaje a la infancia y a la adolescencia que parecen ser esferas a las que sigue fiel este Nóbel de la francofonía que en apariencia guarda todavía ese aire de inmadurez y liviandad de antes de la vida adulta, a la que siempre temió.
Desde El proceso verbal, la Fiebre y el Diluvio, pasando por La guerra, Los gigantes, Desierto, El buscador de Oro, Onitsha y Pawana, entre otros muchos de sus libros, Le Clezio ha ejercido la novela como una forma de revelación, pues afirma que el ejercicio de la literatura es "una religión en el sentido pascaliano del término", una forma de "afirmar la existencia" a través de las palabras. "Escribimos por una razón que desconocemos. Si comprendiéramos dejaríamos de escribir. Escribir es una necesidad. Está dentro de uno. Tiene necesidad de salir y sale de esa forma", dice en una vasta entrevista con Gerard de Cortanze.
Por eso este premio es un galardón a la literatura, a los escritores adolescentes, a los que viven elevados, a los escritores que no usan corbata ni traje ni andan haciendo antesala ante los poderosos y los políticos, gustan vivir junto a los volcanes y prefieren las sandalias cuando viajan a los territorios más alejados, o sea que es un Nóbel para los escritores que la academia, el periodismo y la diplomacia rechazan y que al final planean sobre la cultura como Aladino y Lámpara maravillosa.