La desaparición de Germán Espinosa deja llena de dolor a toda una esfera de la literatura colombiana, al interior de la cual florecía y florece un concepto muy alto de lo que es escribir y vivir contra la corriente de la trivialización ambiente reinante en el país y en el mundo. Como principal figura de una vasta generación de autores que vivían con intensidad y dignidad por y para la literatura, el autor de Los Cortejos del diablo y La tejedora de coronas quedará como el ejemplo máximo de ese combate con las palabras, tan necesario siempre en un mundo dominado por la plutocracia, la violencia, la mezquindad, el arribismo y la maldad en todas sus variantes siniestras.
Quizás las generaciones recientes -que a comienzos del siglo XXI sólo conocen el repugnante cocido pútrido compuesto por la literatura autobiográfica de escándalo para asustar monjas y la narrativa y la poesía rosas impuestas en Colombia en los cenáculos borreguiles de la vanidad, el arribismo y la moda reinantes en la era de la narco-para-política- podrán ahora acercarse a esa figura de Espinosa, quijotesca de bastón y bufanda de seda, para saber lo que significa y ha significado en verdad ser escritor a través de los tiempos.
Conocí a Espinosa gracias a la crítica, que es el emblema del quehacer intelectual y literario de todas las épocas. Cuando llegué a Bogotá a los 18 años para estudiar en la Universidad Nacional tuve la fortuna de que el joven Enrique Santos Calderón me publicara en las páginas de Lecturas Dominicales artículos sobre diversos temas literarios. Y en ese ejercicio precoz tuve el honor de ser llamado a duelo por Germán Espinosa desde las páginas del Magazín de El Espectador.
Como tantos jóvenes inquietos de aquel tiempo dominado por la ilusión de la revolución socialista, había adoptado en un artículo llamado “El intelectual: un animal raro y curioso” cierto tono de comisario izquierdista, por lo que Espinosa respondió de inmediato con una defensa de la libertad de la crítica del escritor en cualquier circunstancia y bajo cualquier régimen. Caminando por la Séptima con mis amigos trotskistas, en esas largas jornadas diurnas y nocturnas de amistad, descubrí con alegría absoluta que Espinosa tenía toda la razón y por eso nunca respondí a su andanada. El poeta, que va a la esencia y profundidad de las cosas y de lo humano, tiene que ser rebelde ante todos los regímenes, sean de izquierda o derecha y su espada literaria está allí para incomodar antes que elogiar en las antesalas de los poderes.
Mucho tiempo después, cuando nos vimos en Guadalajara, me confesó que él estaba convencido de que yo era uno de esos viejos mamertos petrificados en un pensamiento ideologizado y estalinista y no el joven de 18 que era entonces, por lo que él y Josefina me ofrecieron su amistad y el afecto en los encuentros que se iban sucediendo en viajes comunes a México o París o en su casa de las Torres de Pekín, en Bogotá, a donde fui a llevarle con R. H. Moreno-Durán mis libros y la antología Veinte ante el milenio, donde aparecía su cuento El ocaso de los viejos racimos.
Espinosa era crítico, pero como bien lo dice Óscar Collazos, tenía un alto concepto de la amistad, tal y como la practicaban los caballeros salidos del Amadís de Gaula y otras novelas del género. Y por ejercer la crítica cultivó en Colombia, como lo debe hacer con honor todo hombre de letras que se respete, el arte de ganarse muchos enemigos. No hay nada más fácil que elogiar sistemáticamente, nada más fácil que encerrarse en un nacionalismo tarado que elogia de oficio todo lo que proviene de la tribu, nada más fácil que callar ante los amigos que se desvían y medran en las esferas del poder literario y de lo políticamente correcto.
Pero más allá de este ejercicio de la crítica como un acto de voluntad caballeresca, lo más importante de Espinosa fue el ejercicio de eso tan pasado de moda que es el estilo. Toda su vida peleó con la máquina de escribir para fraguar algunos de los libros más extraordinarios del siglo XX, como La tejedora de coronas (1982) y Los cortejos del diablo (1970), a los que sea unían miles de páginas de crítica, poesía y narrativa.A los 15 años publicó Letanías y crepúsculos y entre sus libros figuran La noche de la trapa (1965), Claridad subterránea (1974), El signo del pez (1987), La tragedia de Belinda Elsner (1991) y Los ojos del basilisco (1990), entre muchos otros.
Si todo eso se reuniera como lo hacen en México con sus autores en una serie de volúmenes de Obras Completas, descubriríamos a un gran autor latinoamericano de la estirpe de los grandes, como Alfonso Reyes, José Lezama Lima y Severo Sarduy. Es probable que algunos aspectos de su obra hayan sido fieles a cierta estética modernista de los tiempos simbolistas, en cuyos ámbitos se formó como poeta, pero el resto de su obra ejerció ese gran delirio barroco de quien teje una prosa llena de variantes y de ángulos y abismos inagotables, donde el lenguaje mismo puede ser protagonista.
Nada que ver con esta literatura impuesta ahora en Colombia por un medio intelectual que carece de crítica y ha renunciado a los valores esenciales de la literatura: la rebelión y la innovación permanentes contra la corriente y la moda. Por esta y muchas otras razones, cuando vi la noticia del fallecimiento de este gran colombiano, sentí ese dolor que se siente cuando muere un justo, que a la vez era un guerrero con adarga de caballero andante en una Colombia de corruptos y de frívolos cómplices del holocausto. Y recordé los momentos que vivimos en su adorada París en el marco de un encuentro de narradores colombianos.
La última vez que lo vi a él y a su simpática y original esposa Josefina fue en la embajada de Francia en Bogotá, en una fiesta organizada para los poetas por el embajador colombianófilo de entonces Daniel Parfait. Daba gusto ver esa elegancia clásica impecable y el aura que lo rodeaba como uno de los más grandes escritores colombianos de todos los tiempos. Era un clásico sin lugar a dudas cuando se sentó en alguno de esos abullonados sofás, rodeado de quienes los admirábamos. Ahí me volvió a reiterar que en una nueva edición de la Liebre en la luna, donde figura esa diatriba contra mí que me honra, haría una referencia a nuestro duelo sin duelo de hace tiempos y a las coincidencias posteriores.
Por eso, porque era un francófilo como yo, porque en París habíamos caminado con él y Josefina hace un lustro y porque sus libros principales fueron publicados en Francia por la editorial La Différence, caminé solitario la tarde de su muerte como tributo a su memoria por los patios del Louvre, el Pont des Arts, la rue de Seine, las callejuelas de Saint Germain y la rue de Saint Peres, donde por un guiño del azar encontré a Umberto Eco esperando en el lobby del hotel del mismo nombre al equipo televisivo del periodista cultural Franz Olivier Giesbert. Y al escuchar hablar a Eco con el humor y el énfasis que lo caracterizan, no tuve duda que ese era un mensaje del difunto Espinosa, en quien pensaba con dolor en esos instantes. Gracias a él vi por primera vez a Eco, que es uno de los de su estirpe: un renacentista, un barroco, un crítico, un rebelde, un humorista, un amante del vino. Y pensé que si Espinosa hubiera sido italiano o francés hubiera ganado el Premio Nóbel. Sólo en Colombia creen todavía los tontos que los payasos de la autobiografía y el escándalo y los cultivadores de fácil realismo neocostumbrista de pacotilla son más importantes que este barroco universal que dio nuestro país a las letras del mundo.