Por Eduardo García Aguilar
Todos los
escritores y filósofos del mundo, amantes de la cultura, la poesía, el arte y
el pensamiento, las actividades menos rentables y más incomprendidas del
planeta, deberían leer y releer con frecuencia las cartas de Charles Baudelaire
(1821-1867) a su madre desde Bruselas, escritas de abril de 1864 a julio de
1866, cuando regresa a París para continuar su agonía en el sanatorio dirigido
por el doctor Emile Duval, cerca del Arco del Triunfo.
El genial autor de Las flores del mal
había viajado a Bélgica para huir de los acreedores que lo perseguían en París,
ciudad donde por esa razón residió en cuarenta direcciones diseminadas por
todos los barrios, calles y avenidas. Pese a ser reconocido por los entendidos
como gran autor, Baudelaire vivió toda su vida angustiado por las deudas y los
problemas económicos, casi siempre a merced de la ayuda puntual de su querida
madre, casada en segundas nupcias con un militar que no quería mucho a su
hijastro, amante del vino, las mujeres, la escritura, las drogas y la vida
nocturna.
Cuando huyó a Bruselas ya había escrito
Las flores del mal y preparaba nuevos libros como El Spleen de París, Los paraísos
artificiales, un volumen sobre Bélgica y una colección de ensayos sobre arte,
que pretendía vender en bloque a los editores por una suma importante que le generara
alguna renta para vivir sus últimos años de manera modesta y sin angustias.
A través de esas Cartas de Bélgica a su
madre (Ramsay, París, 2011), que residía en Honfleur, somos testigos de la vida
cotidiana del extraordinario autor en El Gran Hotel del Espejo, donde trata de
evitar a la dueña que le cobra insistentemente a causa de los retardos, a medida
que se extiende la estadía obligada en el vecino país.
Baudelaire quería regresar a París cuando
tuviera dinero suficiente para pagar las deudas y hubiera concretado la
reedición de Las flores del mal y los otros cuatro volúmenes, o sea que deseaba
regresar triunfante y no derrotado. Al principio se ilusiona con la posibilidad
de ganar algunos francos dando conferencias y recitales en Bélgica, pero pronto
se da cuenta de que los organizadores de esas veladas incumplen y al final le
pagan mucho menos de lo esperado.
Las personas que están encargadas de
negociar los derechos de sus libros en París tardan en responderle y Baudelaire
pierde todas las ilusiones, hasta creer que ninguna de sus obras será
reeditada y que pese a todos sus esfuerzos terminará en el olvido y que “nunca
jamás ninguno de mis libros se venderá”, como dice en misiva del 13 de
noviembre de 1865.
A medida que pasan los meses la situación
se agrava pues las deudas aumentan. No solo tiene que pagar el hotel, sino las
comidas diarias y los medicamentos para sus males, que detalla con exactitud.
Aquejado por la sífilis y diversos males estomacales, reumatismos y neuralgias,
el cuarentón suda la gota amarga y ve como van disminuyendo sus fuerzas para
avanzar en la escritura y la corrección de sus libros.
Además, descubre que detesta a los belgas
por lo que él percibe como vulgaridad y estulticia y comprende que está solo, carece de
interlocutores de su nivel, salvo su amigo Poulet-Malassis, y que sus días se
agotan en la lucha por obtener préstamos y por la espera de los giros que le
hace el apoderado de la familia, Narcisse Ancelle, o su pobre madre, la señora
Aupick, que nunca lo abandonó y le hacía llegar sumas para que no se sumiera en
la más absoluta miseria. Sus amigos Victor Hugo y Saint Beuve, que no son
tampoco sus santos de devoción, lo estiman y tratan de recomendarlo a medida
que conquistan todas glorias, medallas y los honores del momento.
La correspondencia dirigida a su madre es
pues el testimonio cotidiano del absoluto fracaso en vida de un gran poeta y
escritor, de un esteta soñador, hombre de buen corazón, traductor de Edgar
Allan Poe, conocedor de las artes plásticas y lector inagotable, amante de las
buenas prendas y que a los 45 años ya se ve como un viejo que tiene nostalgia
de los pasados años de efervescencia, vanidad y gloria, cuando era un dandy
bien vestido que frecuentaba buenos restaurantes y bares y salones en una
ciudad que vivía los mejores años de espelendor, a mediados del portentoso siglo
XIX. De ese efímero bienestar quedan las fotografías que lo muestran bien
ataviado, como la que le tomó Charles Neyt y, donde se le ve con el cigarro en
la mano y la mirada penetrante y profunda.
Al
final logra un contrato para editar sus libros con la editorial Garnier, pero
la suma solo servirá para cubrir parte de las deudas y pagar los gastos de viaje,
hospitalización y agonía del poeta durante meses en un sanatorio hasta la
cercana muerte, acaecida el último día de agosto de 1867. Baudelaire fue
enterrado el 2 de septiembre en el cementerio de Montparnasse, después de una
ceremonia religiosa en la iglesia Saint Honoré de Passy. Unas cien personas de
la cultura, amigos, escritores y familiares estuvieron presentes cuando su ataúd
fue introducido en el mausoleo donde ya se encontraba desde hacía diez años su
padrastro y en el que reposa el poeta junto a sus familiares. Pronunciaron
discursos sus amigos Asselineau y Banville. Su madre le sobrevivió hasta agosto
de 1871. Sus Obras completas, cuidadas por Asselineau y con prólogo de Téophile
Gautier aparecieron en 1868 y desde entonces sus libros han conocido un rotundo éxito
editorial permanente. El pobre poeta no gozó en vida ni de la gloria ni el
dinero que ha generado su obra hasta nuestros tiempos y que probablemente
seguirá produciendo hasta el final de los siglos.
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* Publicado en la sección Expresiones de Excélsior. Ciudad de México. 7 de agosto de 2016.
+ Foto de Baudelaire, de Charles Neyt.