Por Eduardo García Aguilar
El 10 de julio, día de su nacimiento en 1871, es otra de las fechas que celebran cada año los lectores de Marcel Proust, autor al parecer insuperable que todos los narradores deberían leer y releer para sentirse humildes y saber que la tarea de escribir es una quimera, como todas, imposible.
En una librería de viejo frente al jardín de Luxemburgo, en el bulevar Saint Michel, encontré los dos volúmenes de la primera edición en francés de la biografía de Pinter y después de adquirirla, el encargado me dijo que, respecto a Marcel Proust (1871-1922), todos los libros de él o sobre él que se exponen allí o se guardan en las estanterías se venden tarde o temprano como si fueran chocolates, panecillos o croissants.
Un siglo después de publicado el primer volumen de En busca del tiempo perdido, la actualidad de Proust sigue intacta y como por arte de magia parece aun más viva que entonces, pues surgen nuevas biografías, estudios, reediciones, comentarios, iconografías y ensayos que no agotan nunca el acercamiento a ese monumento literario, verdadera comedia humana de la Belle Epoque, cuando un mundo terminaba y otro emergía entre el fuego de la terrible Primera Guerra Mundial, tras lo cual todo sería distinto para siempre.
Proust es para muchos un Balzac del fin del siglo y su obra, decandente y esteticista, esnob, se convirtió en la más contundente demolición de las aristocracias y las burguesías decimonónicas que dominaban entonces con sus códigos de clase y de casta.
El enfermizo narrador, un "pequeño burgués" arribista como lo denominaba el Baron de Charlus, crece en varios ambientes, el pueblo de los abuelos cercano a Chartres, los balnearios de la costa normanda y los barrios adinerados de París, donde conviven la aristocracia aun remanente del Antiguo Régimen, la nueva aristocracia napoleónica y la poderosa burguesía extranjera o local que se mezcla con la nobleza para presumir de títulos nobiliarios, algunos de ellos ficticios o comprados.
Proust se convirtió en su juventud en periodista mundano de Le Figaro que recorría todos los salones regentados por damas de alcurnia, donde alternaban jóvenes artistas arribistas de talento con lo más granado de la alta sociedad exquisita, amante de las artes y el pensamiento, que accedía a conversar con ellos para alegrar sus vidas vacías e inútiles.
Entre esos invitados figuraban filósofos, historiadores, pintores, poetas, novelistas, cantantes, músicos, actrices y actores que conformaban un mundillo de chismografías, amores contrariados, historias libertinas, secretos incontables y desgracias y triunfos sin fin. Se veían en los salones de París, pero también se encontraban en los burdeles de lujo homosexuales y heterosexuales que pululaban en la ciudad, o en los balnearios cercanos donde transcurría el ocio de todos en los tiempos de verano.
Todo ese mundo es descrito de manera magistral por Proust, quien teje un entramado de historias y un intrincando entrevere de personajes de múltiples estratos, desde príncipes, duques, marqueses y barones a domésticos y rufianes de bajo y alto pelo. Con una inteligencia psicológica sinigual capaz de desvelar todos los sentimientos y traiciones humanas y una pluma dotada gracias a la cual la realidad y la irrealidad, lo objetivo y lo subjetivo emergían por medio de palabras y frases largas flexibles y cinceladas, Proust retrató su época infame y triunfó ante el descreimiento de sus contemporáneos.
Así como Propercio en Roma hizo eterna a la infiel Cyntia que lo despreció, Proust pasó a la gloria y todos esos pelagatos falsos que observó en los salones pasaron con él a la historia por medio de la más exquisita venganza de asmático.
En busca del tiempo perdido es un tratado sociológico, una reflexión histórica sobre los acontecimientos del momento como el caso Dreyfus o la guerra, un compendio de medicina y de naciente psicoanálisis, al mismo tiempo que una disertación sobre las diversas expresiones del arte.
Pero en especial un tratado de amor y erotismo, pasión y celos, un estudio profundo de lo que antes se llamó el alma humana. Ese frágil hombre que murió a los 50 años y fue atendido en su última década por su fiel ama de llaves Celeste Albaret, se irguió de su modesto papel de mundano escribidor de crónicas sociales intonsas hacia la gloria literaria, puliendo como un loco cada una de sus frases, pero antes que todo analizando como entomólogo lo que vio a lo largo de una vida acosada por la enfermedad, el amor y el deseo.
Podría uno llevarse a la isla desierta En busca del tiempo perdido y ser feliz, pues hay de todo allí: una soberbia poesía y una prosa que como pocas supo devorar el mundo circundante para convertirlo en la seda magistral de la palabra.
Nada se le escapó a su ironía y lucidez: el homo sapiens quedó desnudo allí en su grandeza y mezquindad, en su frágil aliento y su maldad infinita. Por eso cada 10 de julio deberíamos releerlo para saber que la literatura es un grito solitario ante el precipicio para nada y para nadie, el testimonio de lo que nunca fuimos ni seremos.