Por Eduardo García Aguilar
Entre las callejuelas nocturnas de Las Palmas de Gran Canaria aparece de repente la iglesia donde oraba Cristóbal Colón antes de partir tras la escala técnica hacia tierras de América, en una aventura que para entonces era casi intergaláctica. El templo, construido en 1477, está ahí en una plazoleta medieval arropada por el céfiro de los alisios que recorre por los islotes de las Canarias, una de las tierras más cercanas a América, y roza aquí los empedrados laberínticos y las paredes viejas de las casonas de antes del Descubrimiento.
No queda otro remedio que recogerse entonces emocionado e invocar las almas de los viajeros, convocar los espíritus de los aventureros que en aquellas épocas abrían el mundo por los mares como si fueran trochas por montañas de agua, arriesgándose a la muerte y al olvido. Y uno dice: Colón estuvo aquí y durmió en la casona de enfrente que es ahora el museo que lleva su nombre. Uno lo ve hablando con sus marineros, ajustando los últimos detalles, arreglando los problemas de las naves o aceptando los últimos viajeros, muchos de ellos canarios, que son nuestros antepasados. Y en la gente que pasa con su habladito inconfundible de musicales ondas uno cree distinguir a un tío o a una tía, de lo parecidos que son los canarios a los habitantes de las tierras cafeteras de los Andes colombianos.
Uno se imagina entonces ahí al genovés arrodillado ante las imágenes de las vírgenes o los nazarenos, orando y pidiendo buena suerte para cada una de las etapas decisivas de tres de los cuatro viajes que emprendió hacia las Indias, que entonces no eran todavía las Américas maravillosas que alegraron el mundo con su tabaco y lo salvaron de la hambruna con la papa y el chocolate, entre tantos otros productos novedosos y nutritivos que salieron del cuerno de oro de su abundancia y se regaron como milagro por la antigua empobrecida Europa.
El griterío de jóvenes muchachos y chicas hermosas empieza a sonar cuando bajo hacia las calles cercanas al puerto y al mercado de la Mojana, entre olores de pescado frito. En la taberna de los Sobrinos, que huele a siglos y a intimidad de poetas y de artistas, me paro a tomar un vino blanco y a degustar un delicioso jamón serrano con mis amigos Dasso Saldívar y Luis Armando Soto, después de gozar uno de los días más calurosos del año en la isla, con casi 40 grados centígrados.
En la tarde habíamos hablado en el Gabinete Literario, un edificio modernista donde pasaba horas Benito Pérez Galdós, de literatura colombiana y de las aventuras de ese canario ideal y absoluto que es el Nóbel Gabriel García Márquez, nuestro maestro y nuestro tormento, que al parecer nunca ha venido por aquí. En uno de los salones de este espléndido palacio art-nouveau tropical se realiza una exposición de fotografías de la vida del Premio Nóbel, curada por Santiago Mutis Durán, y que Colombia ha traído a estas islas para que los amantes de la literatura y los estudiantes vean al prodigio desde los años infantiles de Aracataca hasta sus años de gloria y fama mundial.
Nos acompaña pues el espíritu de Gabriel García Márquez en estas calles que podrían ser las de cualquier puerto colonial del Caribe, idénticas a La Habana Vieja o Veracruz, con sus muros de piedra, sus ventanales de madera y sus techos de teja española por donde fluye el agua de la lluvia. Porque en las islas Canarias uno se siente en los pueblos imaginarios del realismo mágico y entre el sopor del Macondo inmortal. Los promotores y conservadores del Gabinete Literario que nos ha acogido hablan con este acento suave y musical que hace amar por sobre todas a la lengua castellana y nos llevan a mirar el Salón Dorado donde cantaban los cantantes de Ópera de los tiempos de Rubén Darío y las salas en donde desde hace más de un siglo juegan a las cartas las señoras elegantes de abanico o departen políticos y comerciantes sobre las estrategias a seguir, hundidos en mullidos muebles de otra época.
Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad próspera y fuerte donde se siente el esplendor comercial de más de medio milenio y en las aguas del puerto reinan los mástiles y las gavias como en 1492 reinaron La Niña, La Pinta y La Santamaría de Cristóbal Colón antes de que partieran a descubrir al otro lado del Atlántico el Nuevo Mundo que cambiaría la faz de la tierra. En los parques de palmeras los niños juegan en bellas réplicas de madera de aquellas naos descubridoras, mientras en la playa los habitantes locales gozan hacia la tarde del sol de las playas en un griterío que trae la música de una lengua viva donde sin duda podrían pronunciarse las mejores palabras de amor.
Más tarde en la XX Feria del Libro en el Parque de San Telmo, dedicada a Benito Pérez Galdós, me he encontrado con el poeta Leopoldo María Panero y me ha recitado de memoria poemas de Porfirio Barba Jacob para mostrarme que sabe de Colombia, pues uno de sus hermanos fue novio de la ya fallecida poeta colombiana María Mercedes Carranza. Me ha dedicado su bello primer libro "Así se fundó Carnaby Street" donde dice cosas tan maravillosas como "todos temen que el gigante vuelva a entrar en acción". Hablar con Panero, uno de los grandes autores españoles vivos, un hombre que ha asumido la sabia locura como la única solución al desastre, entre tantos libros de poesía, y después leerlo saboreando una cerveza Dorada es una forma milagrosa y mágica de terminar el día.
Con el poeta Panero, que como todo poeta loco nos salva en este mundo de marcas, cifras, dinero y burócratas fríos, terminamos un día más en Canarias, un archipiélago de sueños literarios y de viajes colocada en el centro de un Océano Atlántico que nos baña y nos nombra. Y comprobamos que no hay nada más nutritivo que el viaje y la errancia, los exilios de los mares y los continentes.