Por Eduardo Garcia Aguilar
Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura 1969, se ha convertido poco a poco en una leyenda excéntrica de las letras del siglo XX y cada año que pasa su obra conquista más adeptos. Nada prefiguraba en él una futura gloria tan merecida, pues era un tímido casi autista con problemas mentales, pero los vasos comunicantes que tejió a lo largo del siglo entre poesía, novela, teatro, cine, circo y artes plásticas, prefiguraron el mundo mediático moderno pleno de intertextualidades y lo posicionaron como un renovador que desmontó los lugares comunes donde dormían los géneros.
Nació en 1906 en Foxrock, Irlanda, al sur de Dublín, en el seno de una familia protestante, y murió el 22 de diciembre de 1989. En su juventud descubrió la literatura francesa, a la que sería adicto hasta el punto de adoptarla: Molloy, Malone muere y El Innombrable fueron redactadas en la lengua de Proust. En los años 30 conoció a James Joyce en París y después de experimentar problemas de salud, vivir la guerra y acudir al psicoanálisis entre idas y venidas a su tierra nativa, decide quedarse a vivir definitivamente en la capital francesa. En 1953 escribe Esperando a Godot, obra que lo lanza a la fama mundial y desde entonces publicó sus libros en Editions de Minuit, editorial confidencial para públicos entendidos que sobrevivió contra viento y marea ante el auge arrasador de la literatura comercial.
Ahora el Centro Pompidou presenta una vasta exposición sobre ese recorrido excepcional que lo llevó al Nobel de Literatura. En un rectángulo dividido en siete espacios nos familiarizamos con la vida de este hombre silencioso y semiesquelético con aires de miope, que se encerraba solo en una casa de las afueras de la capital para concentrarse en la escritura de sus piezas teatrales y fraguar textos poéticos y libros de prosa que negaban las leyes fáciles del argumento y la amenidad. A la entrada nos topamos con la proyección de una boca enorme que pronuncia incesantemente, rindiendo así un homenaje a la voz y al placer de la lengua y la palabra que son degustadas con fruición. Porque más allá del argumento o la sucesión de historias triviales que vegetan en la novela convencional, se trata de dar protagonismo a la palabra, a sus sonidos y viscosidades, a la materia que emerge de ella en la oscuridad.
Más adelante hay un libro enorme cuyas letras han sido abiertas en una pared plástica gracias a la energía de un perfecto rayo láser y podemos ingresar a él y ser traspasados por los colores y las imágenes de la cámara oscura. Las palabras escritas en ese enorme libro adquieren otra dimensión: son materia, tienen vida propia, son arte por encima y más allá de lo que agencien o signifiquen. Las letras, palabras y oraciones que hay en las dos gigantescas páginas del libro se convierten en obras de arte, en elementos de un cuadro, residuos de una actividad literaria que se ha rebelado de su autor.
De la voz pasamos a la letra y de la letra seguimos al cuerpo que escribe con su propia materia sobre líquidos regados y que repta en silencio pronunciando sonidos guturales. Porque el cuerpo es la materia de sus novelas y piezas teatrales: una mujer enterrada que habla bajo la sombrilla, seres humanos que viven entre canecas de basura, hombres enfermos y paralíticos perdidos en el margen, sucios, grotescos, malolientes, corroidos en la basura de la existencia y de la historia. El catálogo nos dice que «los personajes son cuerpos burlescos poseídos por el frenesí de la palabra, cuerpos cómicos horadados por las reminiscencias del music-hall y del circo, arquetipos de una humanidad que corre implacablemente hacia su fracaso».
Todo ese mundo tan sugestivo de Beckett, que hizo explotar la literatura en los años 50 y 60 del siglo XX, encuentra cómplices en artistas como Pierre Alechinsky, Jaspers Johns, Robert Motherwell, Sean Scully, Bram van Velde, Richard Serra y Alberto Giacometti, entre otros, cuyas obras podemos ver entreveradas con grandes imágenes fotográficas del autor, retratos, cuadernos, manuscritos, documentos personales, fotografías de infancia y juventud, filmes sobre Dublín, Londres o París, ediciones originales, videos, filmes de Charles Chaplin, cartas y objetos personales.
Los curadores de la exposición han dado en el clavo: la literatura, la novela, el teatro se han escapado de su moldes y de la prisión donde la falta de crítica los encerraron. El argumento, la amenidad, la claridad, la utilidad, el éxito comercial, no tienen nada que ver con la verdadera exploración artística. Al recorrer esta muestra en torno a un autor revolucionario y excepcional, comprendemos que no todo está perdido. Mientras la trivialidad reina en la literatura comercial, el arte sigue su camino por otros subterráneos y laberintos. Allí encontramos la lúcida figura de Beckett acompañado por su admirado Charles Chaplin, otro artista del siglo XX cuyas pequeñas obras maestras y absurdas se proyectan en una pequeña pantalla, para mostrarnos que entre ambos hay más similitudes que diferencias. Así la voz y la palabra del texto literario se convierten en una fenomenal carcajada ante el mundo desquiciado.
* Expuesta hasta el 25 de junio en el Centro Pompidou
Nació en 1906 en Foxrock, Irlanda, al sur de Dublín, en el seno de una familia protestante, y murió el 22 de diciembre de 1989. En su juventud descubrió la literatura francesa, a la que sería adicto hasta el punto de adoptarla: Molloy, Malone muere y El Innombrable fueron redactadas en la lengua de Proust. En los años 30 conoció a James Joyce en París y después de experimentar problemas de salud, vivir la guerra y acudir al psicoanálisis entre idas y venidas a su tierra nativa, decide quedarse a vivir definitivamente en la capital francesa. En 1953 escribe Esperando a Godot, obra que lo lanza a la fama mundial y desde entonces publicó sus libros en Editions de Minuit, editorial confidencial para públicos entendidos que sobrevivió contra viento y marea ante el auge arrasador de la literatura comercial.
Ahora el Centro Pompidou presenta una vasta exposición sobre ese recorrido excepcional que lo llevó al Nobel de Literatura. En un rectángulo dividido en siete espacios nos familiarizamos con la vida de este hombre silencioso y semiesquelético con aires de miope, que se encerraba solo en una casa de las afueras de la capital para concentrarse en la escritura de sus piezas teatrales y fraguar textos poéticos y libros de prosa que negaban las leyes fáciles del argumento y la amenidad. A la entrada nos topamos con la proyección de una boca enorme que pronuncia incesantemente, rindiendo así un homenaje a la voz y al placer de la lengua y la palabra que son degustadas con fruición. Porque más allá del argumento o la sucesión de historias triviales que vegetan en la novela convencional, se trata de dar protagonismo a la palabra, a sus sonidos y viscosidades, a la materia que emerge de ella en la oscuridad.
Más adelante hay un libro enorme cuyas letras han sido abiertas en una pared plástica gracias a la energía de un perfecto rayo láser y podemos ingresar a él y ser traspasados por los colores y las imágenes de la cámara oscura. Las palabras escritas en ese enorme libro adquieren otra dimensión: son materia, tienen vida propia, son arte por encima y más allá de lo que agencien o signifiquen. Las letras, palabras y oraciones que hay en las dos gigantescas páginas del libro se convierten en obras de arte, en elementos de un cuadro, residuos de una actividad literaria que se ha rebelado de su autor.
De la voz pasamos a la letra y de la letra seguimos al cuerpo que escribe con su propia materia sobre líquidos regados y que repta en silencio pronunciando sonidos guturales. Porque el cuerpo es la materia de sus novelas y piezas teatrales: una mujer enterrada que habla bajo la sombrilla, seres humanos que viven entre canecas de basura, hombres enfermos y paralíticos perdidos en el margen, sucios, grotescos, malolientes, corroidos en la basura de la existencia y de la historia. El catálogo nos dice que «los personajes son cuerpos burlescos poseídos por el frenesí de la palabra, cuerpos cómicos horadados por las reminiscencias del music-hall y del circo, arquetipos de una humanidad que corre implacablemente hacia su fracaso».
Todo ese mundo tan sugestivo de Beckett, que hizo explotar la literatura en los años 50 y 60 del siglo XX, encuentra cómplices en artistas como Pierre Alechinsky, Jaspers Johns, Robert Motherwell, Sean Scully, Bram van Velde, Richard Serra y Alberto Giacometti, entre otros, cuyas obras podemos ver entreveradas con grandes imágenes fotográficas del autor, retratos, cuadernos, manuscritos, documentos personales, fotografías de infancia y juventud, filmes sobre Dublín, Londres o París, ediciones originales, videos, filmes de Charles Chaplin, cartas y objetos personales.
Los curadores de la exposición han dado en el clavo: la literatura, la novela, el teatro se han escapado de su moldes y de la prisión donde la falta de crítica los encerraron. El argumento, la amenidad, la claridad, la utilidad, el éxito comercial, no tienen nada que ver con la verdadera exploración artística. Al recorrer esta muestra en torno a un autor revolucionario y excepcional, comprendemos que no todo está perdido. Mientras la trivialidad reina en la literatura comercial, el arte sigue su camino por otros subterráneos y laberintos. Allí encontramos la lúcida figura de Beckett acompañado por su admirado Charles Chaplin, otro artista del siglo XX cuyas pequeñas obras maestras y absurdas se proyectan en una pequeña pantalla, para mostrarnos que entre ambos hay más similitudes que diferencias. Así la voz y la palabra del texto literario se convierten en una fenomenal carcajada ante el mundo desquiciado.
* Expuesta hasta el 25 de junio en el Centro Pompidou