La reina Isabel II, Barack Obama, Agela Merkel, François Hollande y
Vladimir Putin, entre otros dignatarios mundiales, celebraron este
viernes el Día D, cuando en 1944, hace siete décadas, las fuerzas
aliadas desembarcaron en Normandía para acelerar la partida del invasor
nazi de Francia.
En una batalla cruenta que sembró miles de tumbas de
soldados ingleses y estadounidenses en las colinas frente al mar de la
Mancha, las fuerzas aliadas lograron la proeza de cruzar las líneas
enemigas instaladas en las costas francesas e iniciar el proceso
definitivo que condujo al rescate del continente de la bota
hitleriana.
La presencia de estos jefes de Estado, en su mayoría moderados, nos
muestra lo muy cerca que ha estado la guerra en este
continente que hoy goza de paz, pero que siempre vive amenazado por
tensiones que pueden desembocar tarde o temprano en otra
batalla sin fin.
La anciana e impecable reina, la moderada y sabia canciller alemana que
ha dado prosperidad a su país, el moderado presidente estadounidense
que no se ha metido en guerras gigantes como los Bush, pese a las
presiones, el
impopular pero honrado y tolerante mandatario francés y otros
representantes
europeos democráticos homenajearon a
los soldados aliados en jornadas de sol que a veces nos hacen creer a
todos
a salvo de otro apocalipsis.
No olvidemos que hace tres lustros sonaban las bombas en la terrible
guerra de los
Balcanes, que llegó a niveles indecibles de violencia y odio en
Sarajevo y dejó a
la ex Yugoslavia devastada sobre un territorio lleno de fosas comunes y
que ahora, en Ucrania, el conflicto amenaza de nuevo y cualquier chispa
puede encender el polvorín en el mismo lugar donde hace un siglo
estalló la
Primera Guerra Mundial y donde se llevaron a cabo las batallas
decisivas de Crimea y Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial.
Cuando uno camina feliz por las calles limpias de las ciudades europeas
o viaja en tren de un lado para otro gozando una libertad y una
seguridad al parecer sin límites, cuando disfruta del sol en parques,
lagos,
riberas fluviales, playas del Mediterráneo o mares
nórdicos, o cuando observa las cumbres nevadas alpinas o recorre los
valles del Danubio, el Rhin, el Duero, el Tajo o el Sena, olvida que
este continente ha vivido en la guerra incesante y que en esos
territorios hoy idílicos reposan decenas de millones de
muertos provocados por conflictos endémicos.
Me ocurre a veces, al pasearme por el Jardín de Luxemburgo o por las
Tullerías en tardes soleadas, que despierto de repente de la placidez
ambiente y siento angustia, pues no hace mucho, menos de un siglo
apenas, reinaba el terror en todos estos lugares.
Eso se ve en los miles de placas colocadas de manera discreta en
muros y plazas de París, donde se conmemora a los
resistentes muertos en combate o se ve en algunas escuelas
actuales, que siguen funcionando en los mismos edificios sombríos desde
donde
los nazis se llevaron a miles de infantes y adolescentes hebreos o
extranjeros para deportarlos a los campos de concentración nazis y
asesinarlos con los métodos más atroces posibles inventados por
Menguele, Goëbbels y Himmler.
Hace apenas dos semanas las fuerzas del ultraderechista Frente Nacional
--compuestas en
gran parte por personas de ideas afines al neonazismo y al fascismo,
sectores nacionalistas llenos de odio y con alma racista, muchos
descendientes de colaboradores nazis o nostálgicos de la Guerra de
Argelia---,
se convirtieron en las elecciones europeas en el primer partido
político de Francia, que obtuvo un triunfo profundo y devastador.
Muchos de sus
ingenuos votantes de hoy no saben lo que fue la guerra y la violencia
de hace siete décadas apenas, en la cercana década del 40 del siglo
pasado.
A lo largo de todo el continente esos partidos de extrema
derecha filofascista, agresivos, amantes de nuevos caudillos, crecieron
de manera alarmante, haciéndonos
recordar que algo parecido ocurrió en los años 20 y 30 del siglo XX,
cuando
desde Münich el joven caudillo Hitler
inició su ascendente carrera para llegar al poder con el apoyo del
pueblo, usando los métodos democráticos poco respetados por él, para
conducir luego a su patria y
a Europa toda a la mayor tragedia de su historia.
Uno camina por esos parques, lagos y calles, uno siente y disfruta de
esta paz milagrosa actual, pero no debe olvidar que en este momento
esas fuerzas vuelven a crecer con lentitud segura y que es muy
probable que un día no muy lejano retomen el poder e inicien desde las
riendas del Estado la loca carrera del odio.
Así ocurrió en aquellos tiempos cuando la gente de bien tenía
que huir de los chafarotes de Hitler y Mussolini, de las hordas airadas
de los fachos en uniforme o de los pájaros de la intolerancia que
solían hacer las famosas noches de los cristales rotos o de los
cuchillos largos. Intelectuales judíos como el gran Walter Benjamin,
quien en su huída hacia una Espana, también a punto de caer en manos de
Franco, prefirió suicidarse antes que caer en las manos los chacales de
la intolerancia.
Esos caudillos gritones, vigorosos e infatigables que eran Hitler y
Mussolini fueron adorados por el pueblo seducido por su discurso de
odio y ese pueblo los eligió y los apoyó con entusiasmo mezclado al
miedo,
pero al final ese mismo pueblo seducido fue triturado por sus hordas y
sus países se sumieron
en una guerra que casi los borra del mapa.
La frágil paz que vivimos está ahora amenazada. Pero hay quienes
prefieren apostar al desastre de
la débil democracia actual, como si fuera el único camino para una
hipotética refundación de Europa, sin saber que cada día dan más poder
a quienes ya fueron antes los heraldos del muerte.