Por Eduardo García Aguilar
La última vez que lo vi fue en el Hotel Dann Colonial de La Candelaria.
Una mañana nos encontramos en el ascensor, en el sexto piso, y
descubrimos que estábamos en el mismo corredor y que nuestros cuartos
estaban frente a frente. El mío tenía vista a los cerros y a Monserrate y
al delicioso paisaje frío de la Bogotá nocturna. El cuarto de Manuel
daba al silencio de los patios centenarios.
Había recalado ahí después de un Festival Internacional de Poesía
organizado por el Instituto Caro y Cuervo, al que me había invitado
Ignacio Chávez. Y al final dejé el Tequendama y me refugié en el Dann
para decansar y leer en la Bogotá fría donde están sepultados mis
padres, esa Bogotá a donde fui una vez de niño con ellos a un hotel
cercano a la Casa del Florero y el Capitolio, el ya desaparecido Savoy.
Manuel había polemizado conmigo en Valledupar durante la clausura de un
encuentro dedicado a García Márquez, organizado por La Cacica. Furioso,
la había emprendido contra mí, haciéndome pagar a mí solo la supuesta
soberbia racista de los académicos que ignoraban la literatura negra de
Colombia. Yo pagué los platos rotos por todos los conferencistas venidos
de Estados Unidos y de otras partes del mundo y como di el discurso
final, me cayó la furia injusta de Manuel, como más tarde él lo
reconoció al honrarme con unas disculpas inmerecidas.
Atiné a decirle que a lo mejor yo tenía sangre quimbaya o pijao, sangre
árabe o judía, y que siempre he estado del lado de los mestizajes, el
derrumbe de las fronteras y contra los nacionalismos y racismos. Mis
argumentos eran inútiles, porque a él no le faltaba razón: Colombia es
un país racista y clasista donde el color de la piel y la clase
determinan muchas cosas y las famas y las glorias se definen por la
pertenencia a ciertos nichos de privilegio. Salvo contadas excepciones,
las clases dirigentes a nivel nacional o local no han dejado jamás a un
indio o a un " negro " desempeñar un papel importante y al único " indio
" que estuvo a punto de llegar al poder, el "negro" Jorge Eliécer
Gaitán, lo mataron.
Recordé entonces al poeta Candelario Obeso, que no resistió en el siglo
XIX esa discriminación de los capitalinos y que tuvo la equivocación de
enamorarse de una blanca de familia bien; recordé a Arnoldo Palacios, el
precoz autor de " Las estrellas son negras ", quien prefirió el exilio
en Francia; pensé en la obra de Carlos Arturo Truque y de tantos otros
que trataron de expresarse en la literatura del país desde su obvia
condición marginal y murieron en el intento.
Colombia fue injusta con Manuel Zapata Olivella. Desde muy joven
escribió espléndidos libros de viaje, dirigió la revista Letras
Nacionales, en la que ayudó a la eclosión de nuevas generaciones, antes y
después de la irrupción de Gabriel García Márquez. Como folklorista
reivindicó los aportes de la negritud colombiana y siempre ondeó esa
bandera. Como a la mayoría de quienes se aventuran con generosidad en
los campos literarios, terminó sus días lúcido y sabio en ese refugio
donde vivía rodeado de libros y de recuerdos y de decepciones.
Murió el 19 de noviembre de 2004 a los 84 años y pidió que sus cenizas
fueran lanzadas al río Sinú, para que regresaran por el Atlántico al
continente africano de sus ancentros. Había nacido en Lorica (Córdoba)
el 17 de marzo de 1920 y dejó una vasta obra con títulos como Los pasos
del indio, Hotel de vagabundos, El retorno de Caín, Tierra mojada,
Pasión vagabunda, Chambacú, corral de negros y Changó, el gran putas.
Pasé entonces a su guarida y me abrió una botella de vino con su manos
temblorosas y su inefable cachucha. Las décadas que nos separaban
desaparecieron de inmediato. Con la bondad del nuevo amigo que me
llevaba 30 años, me habló de sus días de México cerca de Diego Rivera,
quien lo pintó en un mural como pago por una consulta médica y pasamos
revista a la literatura del país y a sus nuevas tendencias, mientras
acabábamos esa botella y reíamos en pleno centro de Bogotá, en la
Candelaria. Nos unía el México entrañable donde vivimos ambos.
La primera vez que lo vi fue en 1995 en el Festival de Biarritz, donde
andaba siempre con el legendario fotógrafo Leo Matiz, convertido hoy en
una figura mundial del lente del siglo XX, al lado de Brassai y de
Cartier Bresson. Por ahí estaban Alvaro Mutis y García Márquez, tocados
ellos por la gloria en vida, mientras Zapata Olivella dejaba ver sus
largas patillas encanecidas en los salones de un Palacio frente al mar y
al famoso faro pintado por Picasso.
Más tarde lo volví a ver en Valledupar donde, en un almuerzo al aire
libre, en una estancia en el campo caliente del Cesar, nos contó del
matriarcado ejercido por las indias de la zona y tarareó canciones
frente a los críticos José Miguel Oviedo, Raymond Williams y Michael
Palencia-Roth.
Con él caminamos por las calles y escuchamos nuevos grupos de
Vallenatos, antes de que con un grito dolido hablara de la negritud y
pronunciara un discurso sobre las frustaciones de su gente en Colombia.
Su protesta estaba justificada: al final la literatura termina
confiscada por los profesores y los críticos de las universidades que la
desmenuzan con el helado bisturí de la indiferencia. No vale para ellos
la lucha de quienes como él batallaron desde el margen y no obtuvieron
la gloria ni el poder ni la prostituida fama que todo lo corrompe. La
crítica se vuelve la previsible loa al éxito y los congresos literarios
una ceremonia absurda de vanidades de donde siempre se excluyen los
derrotados.
Tenía razón Manuel Zapata Olivella en gritar al viento contra todo y
contra nada, ante la incomodidad de la Cacica, los profesores y los
altos funcionarios. Por eso al convertirme por una semana en su vecino y
amigo en el Hotel Dann y acompañarlo mientras caminaba con su paso
lerdo de octogenario, comprendí todo lo que le debíamos en Colombia a
este moderno que exploró las más profundas sabias mestizas de nuestro
país y quiso dejar por escrito el testimonio de quienes llegaron
esclavizados en barcos y luego aportaron la crucial alegría y la
tristeza de su cánticos y la plasticidad de su danza.