Por Eduardo García Aguilar
Uno de los recuerdos más nítidos de la infancia es la muerte de John F. Kennedy, asesinado hace medio siglo el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas, por Lee Harvey Oswald, quien a su vez fue acribillado frente a policías y periodistas por el mafioso Jack Ruby. Me acuerdo que estaba en el patio interior en la vieja casa del centro de mi ciudad en la carrera 19 y la información se sentía por todas partes, en el colegio, en la radio, en los comentarios de los adultos y en la precepción de que algo excepcional estaba ocurriendo, de lo cual pendían muchas cosas en el mundo.
Tal vez como un anticipo de una vocación escritural que nunca me abandonaría, dejé los juegos y anoté con una tiza blanca en una ventana de madera el nombre del presidente muerto y el año, 1963, que sucedía a otro donde en la ciudad habíamos vivido un fuerte terremoto que tumbó una de las torres de la Catedral y nos estremeció a todos, moviéndonos literalmente el piso. Ver por primera vez algunas de las ruinas de la ciudad natal, la torre caída, pedazos de muros en las calles, la noticia de algunos muertos, me había dejado entre traumatizado y deslumbrado al descubrir la fuerza implacable de la naturaleza.
En esa edad, los 9 años, es cuando todo lo aspiramos con una facilidad extraordinaria y los conocimientos y las noticias y los problemas familiares, personales o nacionales se nos revelan con una claridad que aumenta con la malicia terrible de la infancia desbordada que se caracteriza por el voyerismo permanente.
Veo claro ese luminoso día de noviembre de 1963, las circunstancias del escrito con tiza y la magnitud de la noticia como un primer contacto real con la historia y la realidad mundiales. Tardaría muchos años para vivir con igual intensidad, pero ya en las alturas de la madurez, otro acontecimiento que marcó a todas las generaciones, o sea a los niños del momento y a los adultos, que de repente nos volvimos niños en ese instante, al ver caer las Torres Gemelas de Nueva York en directo y a todo color.
Escuché entredormido en la tarde europea a dos chicas adolescentes que en el cuarto contiguo comentaban el suceso y decían como en un juego que venía la guerra mundial. No entendía yo porqué las niñas decían eso, cuando sonó el teléfono y respondí entredormido por la siesta a mi amigo, el escritor bogotano Luis H. Aristizabal, quien me preguntaba si no me había enterado de lo que estaba pasando y posponía una cita que teníamos para la noche.
Hice el cambio con el mando del televisor y ahí estaba la tragedia en directo, segundos antes de que se cayera la segunda torre y el mundo se estremeciera como nunca, dando un giro brutal a la época, lo que significó el fin del siglo XX y el comienzo de un siglo XXI ominoso que nos trae cada año sorpresas y nos traerá sin duda tragedias y catástrofes bélicas impensables a lo largo de la centuria. Porque en juego están las riquezas energéticas y las definiciones de las potencias que cogobernarán el planeta por otro gran lapso de la historia futura.
Lo ocurrido en Nueva York fue un hecho histórico decisivo, como lo fue en cierta forma la muerte de Kennedy, después de un agitado periodo presidencial que estuvo a punto de desencadenar una tercera guerra mundial a causa de los misiles rusos en Cuba y el rompimiento de los pactos tácitos de la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
En ese contexto se dio ese excepcional magnicido del presidente demócrata, joven y glamoroso, amante de Marilyn Monroe y amigo del cantante Franck Sinatra y otros mafiosos, un personaje de galán cinematográfico a lo Gran Gatsby, de la alta aristocracia norteamericana, que en el fondo era un pequeño demonio. A su figura se adosaba la de Jackie Kennedy, la primera dama moderna muy al estilo de los años sesenta, que hasta el final de su vida y después de casarse con el multimillonario griego Onassis sería una estrella de la era pop.
Kennedy nos seguiría marcando, pues fue el quien lanzó la carrera hacia la conquista de la Luna, que nos traería en julio de 1969 otro de los momentos estelares de la vida, cuando todos los adolescentes de la época nos maravillamos y vimos en directo por televisión en blanco y negro la llegada del hombre a la Luna, algo inigualable como proeza humana hasta ahora nunca repetida y que mostraba la prosperidad del Imperio estadounidense antes de la derrota en la guerra de Vietnam, a manos del gran general Giap, que murió hace poco muy lozano a los 102 años de edad.
Ahora, con motivo del cincuentenario del suceso, vuelven a reproducirse las imágenes icónicas como la grabación de un espectador que se volvió un clásico del video, donde se ve a Jackie saltar atrás con su traje colorido y su sombrero chic para tratar de recuperar un pedazo del cráneo de su marido. Reaparecen libros clásicos, comentarios del informe Warren, nuevos testimonios y versiones desde los diferentes ángulos, para llegar a la conclusión de que como en todo gran magnicido político, nunca se sabrá la verdad.
Qué lejos estamos ya de aquel tiempo y qué negras son las perspectivas en un mundo sin liderazgos claros y la palpable sensación de que los imperios conocidos pierden fuerza ante nuevos emergentes que se pelearán por el predominio del planeta. La Rusia vencida después del fin de la URSS vuelve a contar al mando del nuevo zar Putin, China es una potencia impresionante y ordenada al mando de una gran nomenclatura de tecnócratas, Europa y Japón declinan, India, Brasil, Sudáfrica y otros emergentes sorprenden y disperso por el mundo, crece el movimiento islamista fanático que expresa el malestar de todo un pueblo alienado y humillado y presagia un vivero de guerras futuras. Y Estados Unidos tiene ahora en vez de Kennedy a Obama, quien trata de mantener el equilibrio en la cuerda floja de la historia.