Por Eduardo García Aguilar
Desde la fuente de Canaletas, donde deudos y paseantes colocan ahora flores, hasta el Liceo, frente al Café La Ópera, se ha escrito gran parte de la historia de La Rambla principal de Barcelona, larga vía en declive que va hacia el mar y se detiene ante la estatua de Colón, que señala desde ahí la lejanía americana.
Junto a las flores de siempre, en un tiempo hubo griterío de los pájaros que eran vendidos en sus jaulas para gusto de infantes y abuelitas. Y desde el largo siglo XIX, que amaba tanto el papel y las ideas, los kioscos de periódicos y revistas han hecho las delicias de los habitantes y viajeros llenos de ideas, sueños e ilusiones, esos que cruzan la calle y toman un café con leche y un croissant para desplegar el diario y enterarse de los chismes políticos o de las lejanas revoluciones o desastres.
Todas las generaciones de transeúntes y peatones, especialmente los parlanchines letrados, estudiantes y poetas, han ido de un extremo a otro conversando animadamente para arreglar el mundo o confesar las cuitas y las ilusiones y fracasos de la vida. Ninguna vía como esta apta entonces para aparecer en novelas o poemas o en crónicas y relatos orales o en las imágenes de los fotógrafos aficionados o los amantes de postales. Todo eso está en los libros de Josep Plá, Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza y Juan Marsé.
La Rambla es familiar. La abuela va con la hija o la nieta rumbo al mercado de Boquería con su ambiente colorido y ruidoso en busca del pescado o la carne fresca, frutas, legumbres o delicias de todo tipo, cuando no se desvía a buscar del pan en alguna de las legendarias pastelerías art nouveau de la zona o de algún medicamento, vino, vajilla, copa, joya, telas o prenda veraniega o de invierno.
El tío va con el sobrino, el padre con el hijo, los novios tomados de la mano y así todo allí se impregna de historias familiares, tanto de los oriundos catalanes que esgrimen sus apellidos de pureza en un largo algoritmo de ficciones nacionalistas, como de los inmigrantes que son la mayoría y vienen de Andalucía, Extremadura, Valencia, Murcia, Asturias, Navarra, Galicia, Canarias, Cuba o de América Latina toda.
La primera vez que la visité en 1975, cuando agonizaba el dictador Franco, fui testigo allí de la cabalgata violenta de los policías montados que perseguían a quienes protestaban por los ajusticiamientos crepusculares del tirano o manifestaban a favor de la democracia y la apertura. Los jóvenes corrían y se dispersaban en las callejuelas mientras los jinetes del apocalipsis franquista esgrimían sus armas y a veces lograban atrapar a algún desafortunado.
Ahora esta semana terrible fueron los jinetes del apocalipsis mahometano los que cruzaron raudos en una furgoneta aplastando a centenares de personas a su paso, sembrando el terror, el caos y la muerte y dejando lisiados para siempre a decenas de inocentes paseantes, locales y extranjeros. De repente la hospitalaria Barcelona se convirtió en un infierno al grito de Alá. He ido tantas veces que Barcelona es como mi casa y cada milímetro de La Rambla lo he recorrido miles de veces poseído por la alegría de volver al lugar de donde uno nunca se ha ido ni se irá.
En ese 1975 había sido invitado por mis amigos barceloneses Mari José López Touron, de la calle Duque de la Victoria, Antonio, del barrio San Rafael y Antoni Farreni i Pociello, el de la calle Sepúlveda, quienes se desvivieron todo ese verano para atendernos como reyes y comer como gigantes las más deliciosas exquisiteces gastronómicas. Cómo no enamorarse de Barcelona y de los barceloneses después de tanta hospitalidad en esos tiempos en que reinaba el boom latinoamericano en sus calles y todo era poesía y canción bajo el mando de Joan Manuel Serrat, cuyos conciertos multitudinarios nos convocaban con frecuencia.
Barcelona es y ha sido un polo cultural invaluable, centro de editoriales y librerías y con el tiempo se ha convertido en el balneario de los millones de turistas europeos que huyen del frío y buscan el sol mediterráneo, que nunca se va de la ciudad condal en ninguna temporada del año. La mayoría de los transeúntes son viajeros que llenan hoteles, bares y restaurantes y hacen bulla y se emborrachan, provocando la furia de muchos lugareños asfixiados por la ola de visitantes.
También Barcelona es y sigue siendo la capital cosmopolita, pese a que dos o tres generaciones de catalanes puros, no necesariamente mayoritarios, han sido poseídos lamentablemente por el delirio identitario y quieren separarse a toda costa de España y crear un diminuto país cerrado a una sola raza pura y a una lengua sola y única. Son los peligros absurdos del regionalismo ciego, el patriotismo y el nacionalismo obtusos que carcomen a la humanidad. En ese contexto, ya con las alas golpeadas por la división, la bella Barcelona ha recibido un golpe de magnitud extrema al grito de Alá, un golpe asestado por los sanguinarios soldados del Ejército Islámico.
Al día siguiente se vio una imagen impensable en la Plaza Cataluña. El rey Felipe VI, el presidente Mariano Rajoy, la alcaldesa Ada Colau, el ideólogo radical de Esquerra Republicana Oriol Junqueras y el presidente de la Generalitat local Carles Puigdemont juntos en un minuto de silencio urgente ante la tragedia y el dolor bajo un vuelo de aves blancas.
Quienes amamos a Barcelona y a Cataluña quisiéramos que ese momento de concordia entre el Estado español y los acalorados líderes del nacionalismo catalán se repita una y muchas veces. Y que el delirio independentista y absurdamente antiespañol de los nacionalistas catalanes se calme, porque ante la magnitud de la amenaza y lo sorpresivo del golpe asestado, deben saber ahora que el verdadero enemigo de Cataluña no es la España democrática y multinacional, sino el ejército del incendiario califato islámico infiltrado ya es sus pueblos profundos, barrios y callejuelas de ensueño.
Junto a las flores de siempre, en un tiempo hubo griterío de los pájaros que eran vendidos en sus jaulas para gusto de infantes y abuelitas. Y desde el largo siglo XIX, que amaba tanto el papel y las ideas, los kioscos de periódicos y revistas han hecho las delicias de los habitantes y viajeros llenos de ideas, sueños e ilusiones, esos que cruzan la calle y toman un café con leche y un croissant para desplegar el diario y enterarse de los chismes políticos o de las lejanas revoluciones o desastres.
Todas las generaciones de transeúntes y peatones, especialmente los parlanchines letrados, estudiantes y poetas, han ido de un extremo a otro conversando animadamente para arreglar el mundo o confesar las cuitas y las ilusiones y fracasos de la vida. Ninguna vía como esta apta entonces para aparecer en novelas o poemas o en crónicas y relatos orales o en las imágenes de los fotógrafos aficionados o los amantes de postales. Todo eso está en los libros de Josep Plá, Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza y Juan Marsé.
La Rambla es familiar. La abuela va con la hija o la nieta rumbo al mercado de Boquería con su ambiente colorido y ruidoso en busca del pescado o la carne fresca, frutas, legumbres o delicias de todo tipo, cuando no se desvía a buscar del pan en alguna de las legendarias pastelerías art nouveau de la zona o de algún medicamento, vino, vajilla, copa, joya, telas o prenda veraniega o de invierno.
El tío va con el sobrino, el padre con el hijo, los novios tomados de la mano y así todo allí se impregna de historias familiares, tanto de los oriundos catalanes que esgrimen sus apellidos de pureza en un largo algoritmo de ficciones nacionalistas, como de los inmigrantes que son la mayoría y vienen de Andalucía, Extremadura, Valencia, Murcia, Asturias, Navarra, Galicia, Canarias, Cuba o de América Latina toda.
La primera vez que la visité en 1975, cuando agonizaba el dictador Franco, fui testigo allí de la cabalgata violenta de los policías montados que perseguían a quienes protestaban por los ajusticiamientos crepusculares del tirano o manifestaban a favor de la democracia y la apertura. Los jóvenes corrían y se dispersaban en las callejuelas mientras los jinetes del apocalipsis franquista esgrimían sus armas y a veces lograban atrapar a algún desafortunado.
Ahora esta semana terrible fueron los jinetes del apocalipsis mahometano los que cruzaron raudos en una furgoneta aplastando a centenares de personas a su paso, sembrando el terror, el caos y la muerte y dejando lisiados para siempre a decenas de inocentes paseantes, locales y extranjeros. De repente la hospitalaria Barcelona se convirtió en un infierno al grito de Alá. He ido tantas veces que Barcelona es como mi casa y cada milímetro de La Rambla lo he recorrido miles de veces poseído por la alegría de volver al lugar de donde uno nunca se ha ido ni se irá.
En ese 1975 había sido invitado por mis amigos barceloneses Mari José López Touron, de la calle Duque de la Victoria, Antonio, del barrio San Rafael y Antoni Farreni i Pociello, el de la calle Sepúlveda, quienes se desvivieron todo ese verano para atendernos como reyes y comer como gigantes las más deliciosas exquisiteces gastronómicas. Cómo no enamorarse de Barcelona y de los barceloneses después de tanta hospitalidad en esos tiempos en que reinaba el boom latinoamericano en sus calles y todo era poesía y canción bajo el mando de Joan Manuel Serrat, cuyos conciertos multitudinarios nos convocaban con frecuencia.
Barcelona es y ha sido un polo cultural invaluable, centro de editoriales y librerías y con el tiempo se ha convertido en el balneario de los millones de turistas europeos que huyen del frío y buscan el sol mediterráneo, que nunca se va de la ciudad condal en ninguna temporada del año. La mayoría de los transeúntes son viajeros que llenan hoteles, bares y restaurantes y hacen bulla y se emborrachan, provocando la furia de muchos lugareños asfixiados por la ola de visitantes.
También Barcelona es y sigue siendo la capital cosmopolita, pese a que dos o tres generaciones de catalanes puros, no necesariamente mayoritarios, han sido poseídos lamentablemente por el delirio identitario y quieren separarse a toda costa de España y crear un diminuto país cerrado a una sola raza pura y a una lengua sola y única. Son los peligros absurdos del regionalismo ciego, el patriotismo y el nacionalismo obtusos que carcomen a la humanidad. En ese contexto, ya con las alas golpeadas por la división, la bella Barcelona ha recibido un golpe de magnitud extrema al grito de Alá, un golpe asestado por los sanguinarios soldados del Ejército Islámico.
Al día siguiente se vio una imagen impensable en la Plaza Cataluña. El rey Felipe VI, el presidente Mariano Rajoy, la alcaldesa Ada Colau, el ideólogo radical de Esquerra Republicana Oriol Junqueras y el presidente de la Generalitat local Carles Puigdemont juntos en un minuto de silencio urgente ante la tragedia y el dolor bajo un vuelo de aves blancas.
Quienes amamos a Barcelona y a Cataluña quisiéramos que ese momento de concordia entre el Estado español y los acalorados líderes del nacionalismo catalán se repita una y muchas veces. Y que el delirio independentista y absurdamente antiespañol de los nacionalistas catalanes se calme, porque ante la magnitud de la amenaza y lo sorpresivo del golpe asestado, deben saber ahora que el verdadero enemigo de Cataluña no es la España democrática y multinacional, sino el ejército del incendiario califato islámico infiltrado ya es sus pueblos profundos, barrios y callejuelas de ensueño.