Por Eduardo García Aguilar
Las colas eran interminables en la famosa y centenaria Alameda central cercana al Palacio de Bellas Artes, donde reposaba el cuerpo de uno de los hombres más importantes del siglo XX en México y América Latina, el maravilloso Cantinflas, cuyo personaje inolvidable f ue y es la versión hispanoamericana del Quijote y una metáfora mordaz de la vida humana, con sus triunfos vanos y fracasos.
A lo largo de medio siglo, este hombre humilde, este peladito que se inició desde Tepito en las carpas y los burlesques de las barriadas y ascendió a la fama mundial como pocos, caracterizó el absurdo destino humano y a los personajes típicos de nuestro universo folclórico de corrupción, como presidentes, curas, militares, bandidos, policías, políticos, mafiosos y tantos otros caracteres que constituyen el ser esencial hispanoamericano desde el trascendental Quijote de la Mancha y los pícaros encabezados por el Buscón y el Lazarillo de Tormes.
De una ternura sin par y sin que fuera perseguido gracias a su popularidad, pocos lograron como él burlarse de los poderes: su sarcasmo no tenía límites al usar ese lenguaje incomprensible y barroco, sincrético, macarrónico, mordaz, con el cual curas, poíiticos, militares, sindicalistas corruptos "charros" y ladrones nos engañan desde hace siglos.
Y con él todos reíamos: abuelas, bisabuelas, tías, primos y niños de la ya lejana época inicial de la televisión, cuando todavía para presentar una película se debía armar un tinglado dinosáurico de proyectores y pesadas latas amenazadas siempre por la avería en las plazas de pueblo o en los viejos teatros sobrevivientes del cine mudo y los clásicos en blanco y negro, nostálgicos de Charles Chaplin, los Hermanos Marx y El Gordo y el Flaco.
En las salas de cine de todas las ciudades y pueblos latinoamericanos las colas para ir a verlo fueron siempre tan nutridas como ese día final en que su cuerpo inmortal fue llevado a esa sala de hombres ilustres vivos y muertos que es el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, situado no lejos de El Colonial y otras carpas donde al final del siglo XX seguían presentándose los héroes del burlesque semiburdelesco que hacía desternillar de risa a los amantes de lo lépero y lo obsceno, a los pobres borrachines de barriada y a los habitantes de los inquilinatos.
Nació el 12 de agosto de 1911 y murió el 20 de abril de 1993, cuando se paralizaron México y América Latina enteros para rendirle homenaje a su ídolo. Bajo la llovizna la gente esperaba todas las horas necesarias en un silencio casi espectral que se observaba desde las alturas de la Torre Latinoamericana, y ese era el silencio de la gente del pueblo, las tías, abuelas, madres, hijos, padres, niños provenientes de todos los puntos cardinales de la urbe metálica: la familia continental en pleno. Ahí estaban de pie con sus bolsas llenas de tacos, tamales y refrescos, hasta que por fin accedían al Palacio a inclinarse ante su féretro. Y así fue hasta que por fin se lo llevaron al Panteón Español, lo que parecía mentira para quienes lo creían inmortal. Un pueblo entero quedaba huérfano.
En toda América Latina nos reíamos con Tintán, Clavillazo, Viruta y Capulina, con Sara García, pero nadie igual a él, con esa malicia ladina del que todo lo dice sin decir nada. Su sola aparición en la pantalla ya nos emocionaba y nos hacía estallar de risa, su lenguaje llegaba a todo el continente como la metáfora del absurdo novelesco de nuestra existencia. Diríase que Diógenes Bravo, Úrsulo, Sócrates García, el padre Sebas, Fidencio Barrenillo, Lopitos, Rogaciano, Feliciano Calloso, el portero, el piloto inocente, son los verdaderos personajes de la gran novela latinoamericana surgidos desde México. Habría que reunirlos a todos y ellos solos se encargarían de hacer palidecer las mejores novelas y obras coronadas, pues su autenticidad no tiene límites. Oir, ver y reir, he ahí el asunto primordial.
Un año antes, el día de su cumpleaños, hablé con él por teléfono para pedirle declaraciones. Al otro lado del auricular la voz del mito se escuchaba en esa oficina de un decadente viejo edificio de Insurgentes donde tenía su oficina. Se oía el cruce de los autos afuera, en medio del polvo, en ese rincón detenido del progreso mexicano donde se había refugiado entre las Colonias Roma y la Condesa. Lo había visto alguna veces desde lejos en medio del ajetreo de la gloria y la prensa y desde niño en el cine, pero otra cosa era escucharlo al otro lado del teléfono tratando de responder con chistes malos e incomprensibles a mis preguntas con la amabilidad y generosidad del senecto humorista que se acercaba al final. Le seguí la corriente un buen rato, pues sabía que estaba hablando con la historia.
Cómo olvidar en blanco y negro Ahí está el detalle (1940), Gran Hotel (1944), A volar joven (1947), El supersabio (1948), El bombero atómico (1950), Abajo el telón (1954), Si yo fuera diputado (1951), Entrega inmediata (1963), vistas en el viejo teatro Olympia de mi ciudad natal Manizales, a las que siguieron las películas a color, tal vez menos logradas, como La vuelta al mundo en ochenta dias (1956), Sube y baja (1958), El Padrecito (1964), Su excelencia (1966), El profe (1970) y El Quijote cabalga de nuevo (1972), entre otras muchas. En esos filmes todo el continente aprendió a conocer los profundos laberintos humanos, políticos, sociales y culturales de un país que ha sido y sigue siendo el hermano mayor de América Latina, como múltiple civilización prehispánica y Nueva España que fue, así como vecino del Imperio que lo desmembró y lo devoró, pero que al fin vuelve tal vez a ser conquistado por estas lenguas y este sentido de la autoburla y la irrisión que nos domina, en una comedia interminable de caudillos, dictadores, mafiosos y autoridades corruptas.
Habría que haber visto a esa muchedumbre en las interminables colas de la Alameda Central para comprender el amor de todo un pueblo por quien supo representar sus miserias y expectativas y decir en voz alta, a través de la risa, la profunda indiferencia que sienten los de abajo por quienes los dominan y los explotan a lo largo de vidas anónimas, dominadas por la carencia, la desesperanza y la lucha. Con Cantinflas el mundo se ponía al revés y el pelado era el rey, el "chato" verdadero que nutre y hace la cultura de un país y lo hace vivir a pesar de su vampiros multinacionales.