Por Eduardo García Aguilar
El 19 de agosto de 2014 se cumplieron 2.000 años de la muerte del emperador Augusto, motivo por el cual el Gran Palais de París realizó una exposición monumental sobre la vida, obra y el tiempo del prócer romano, sobrino e hijo adoptivo de Julio César, que llegó al poder luego de deshacerse poco a poco de sus rivales, tras la decisiva batalla de Actium y su proclamación como Augusto en el año 27 antes de nuestra era.
Fui el último día de la exposición para no perderme la coincidencia afortunada de tantos objetos, estatuas, estelas, muebles, bustos, vasijas y mil otras pruebas de que aquello no fue ficción, provenientes de museos de todo el mundo, lo que hizo posible tocar casi con las manos la grandeza de aquellos tiempos de esplendor romano, cuando casi todo el mundo conocido era dominado y administrado por el longevo gobernante, un dios para los hombres de su tiempo que supo imponer la paz.
Nació el 23 de septiembre de 63 antes de cristo y murió el 19 de agosto del ano 14, a los 76 años, una edad excepcional para un hombre de su época. Los individuos todos sin distingo de clases morían por lo regular jóvenes a causa de las guerras o las enfermedades y las múltiples vicisitudes de la vida violenta e implacable en la que solían transcurrir sus vidas.
Esa larga vida y el hecho de sobrevivir a tantos peligros y eliminar a centenares de encarnizados enemigos, entre ellos el famoso Antonio, esposo de Cleopatra, le confirió en vida esa estela mítica que se veía reproducida con exactitud en todos los confines del Imperio Romano. Hombre que según los testimonios era muy apuesto, desde temprano fue modelo de escultores y artesanos, por lo que su figura nos es muy familiar y sobrevivió en estatuas monumentales de mármol, bustos de piedra o bronce, monedas, camafeos, intaglios, frescos y por supuesto en las palabras de Suetonio.
Bajo su gobierno el Imperio vivió los momentos más largos de estabilidad, paz y gloria, solidificando con mano dura las conquistas del gran Julio César. Los más lejanos países fueron conquistados a la vez con mano dura y blanda, merced a una diplomacia brillante y una burocracia mundial bien preparada que sabía dar autonomía necesaria y poder a los habitantes y aristocracias locales, a cambio de aplicar en aquellos lugares el modelo central de la pax romana y la imagen de marca cultural, además de pagar sus impuestos y mandar riquezas a la metrópoli.
Por eso cuando viajamos a los más lejanos lugares de aquel imperio, como lo que hoy se conoce como Marruecos, las costas españolas del mediterráneo, Inglaterra, Francia o los países del este, descubrimos siempre ruinas de las ciudades de impronta romana, caracterizadas por la Vía máxima y la Vía mínima, avenidas desde las cuales surgía el entramado de la ciudad con sus templos, ágoras, escuelas, baños termales y viviendas confortables a donde llegaba el agua y que gozaban de una perfecta red de alcantarillado, caminos y acueductos.
Hasta en un lugar tan lejano del imperio, como la hoy capital marroquí Rabat, la ciudad romana crecía con sus funcionarios, recaudadores, jueces, prefectos, representantes del estado central y en su plazas brillaba siempre bajo el sol la imagen en mármol, tamaño natural y gigantesca de Augusto. A lo largo del tiempo, e incluso recientemente, del fondo de los mares y de los ríos y los campos, merced a nuevas pesquisas arqueológicas, el patrimonio iconográfico del héroe se ha acrecentado.
En los pueblos y ciudades no solo había esas figuras impresionantes que recordaban a los súbditos quién era su divino emperador, sino que en las casas de notables y pobres su figura también estaba presente a través de bustos, relieves o monedas. Su presencia virtual daba unidad, estabilidad y solidez a ese gran imperio cuya estabilidad nos sorprende hoy en un mundo lleno de inestabilidades y guerras sin fin.
La exposición da lugar destacado a los relieves, especies medios de prensa iconográficos donde se contaban las batallas o los acontecimientos centrales de la vida imperial ,así como a los edictos o comunicados escritos en piedra que daban cuenta de órdenes imperiales, informes de gobierno, tal y como hoy los mandatarios, gobernadores y alcaldes rinden informes finales de sus gestiones y el destino de los denarios públicos surgidos de la recaudación o el saqueo. Muchas de esas piedras u obeliscos escritos se conservan en los museos.
Visitar la exposición nos deparó sensaciones muy especiales, la primera de ellas la certeza de que el mundo ha avanzado muy poco y que aquel gran imperio ya había descubierto las cosas elementales necesarias para la vida cotidiana en la urbe y que las pasiones políticas y los conflictos sociales son muy similares a los nuestros. La ciencia y la medicina han avanzado y se han perfeccionado hasta el asombro en estos 2000 años todas las ciencias y las tecnologías, pero ya entonces existían los galenos y los instrumentos necesarios para la práctica de tal ejercicio, los astrónomos, botánicos y teólogos, y por supuesto escritores, filósofos, poetas y oradores como el contemporáneo Cicerón. Existía la ciencia militar, la marina, la estrategia política y bélica, así como autores de memorias, juristas, notarios, senadores, constitucionalistas, geómetras, matemáticos, arquitectos, agrimensores, marineros, economistas, banqueros, comerciantes y sus infaltables contables o expertos en finanzas.
Nada es nuevo pues bajo el sol y al rozar esas estatuas y bustos tamaño natural de Augusto y sus familiares contemporáneos, al ver los frangmentos de los frescos de sus viviendas en Roma y ver todo tipo de objetos como mesas de comer o de juego, asientos, vasijas y adornos de vidrio, platos, cubiertos, recipientes para vino o cereales, vasos para la libación y mil cosas más, sentimos la hermandad humana que no borra el tiempo. Esos hombres de aquel tiempo son en parte nuestros ancestros. De ellos procedemos sin duda alguna y esa emoción nos confunde y nos anima.
A lo largo de dos o tres horas tenemos tiempo para ver los bustos de amigos y rivales, esposas y descendientes o ascendientes de la augusta persona, observarlos con atención, porque aquellas figuras eran las fotografías de la época, el testimonio de sus penas y temperamento, de su juventud y su decadencia. Y al mirarlos de frente casi sentimos que podrían despertarse del mármol y hablar y caminar en el ágora, rumbo al senado o a la taberna o al burdel.
La exposición sobre Augusto reunió por unos meses los retazos de una época, provenientes todos ellos de muchos museos del mundo y al abandonarla el último día sabemos que hemos deambulado dos milenios atrás como en un sueño que es realidad, que hemos estado ahí muy cerca de Antonio y Cleopatra, de Cicerón, Mecenas y Augusto y que palpamos de lleno y en la piedra el instante de un poder omnímodo que desapareció pero se reproduce de manera intermitente cada siglo en los nuevos imperios que surgen en el largo camino de la humanidad hacia lo que puede ser un día el desastre o la utopía.