Tengo muy presente el día de la muerte de André Malraux, el 23 de noviembre de 1976, cuando yo tenía 23 años y pasaba mis días de estudiante en el estudio que me había prestado mi amiga Flora en el elegante y burguesísimo suburbio de Neuilly, que exploraba entonces con algo de estupor, pues antes y después residiría en animados y coloridos barrios populares de la zona de Belleville.
Ese día lluvioso de invierno la noticia cayó como hielo, pues el deceso de Malraux (1901) era considerado como la prolongación de la muerte del general Charles de Gaulle, seis años antes, figura a la que el escritor fue leal durante toda su vida con una incondicionalidad y devoción de cortesano que impresionaba dada la grandeza como escritor y figura del propio subordinado, para muchos uno de los grandes autores franceses de todos los tiempos, y equiparable al gran Víctor Hugo por sus militancias e hiperactividad.
En La condición humana, La esperanza, Los conquistadores, las Antimemorias y otros muchos libros escritos con una prosa admirable, Malraux estaba presente cada día, pues sus libros e imagen se nos cruzaban en todas partes con don de ubicuidad. Pero además de esa riqueza literaria, el personaje siempre estaba vivo en los reportajes u homenajes que se le hacían en revistas, televisión y claustros universitarios, donde se abordaba su participación en la Guerra de España al lado de los republicanos o sus actividades en Indochina, del lado de los anticolonialistas.
Malraux era pues un típico hombre de letras del siglo XX, comprometido con la historia y la vida real, hasta el punto de ser el ministro de Estado encargado de la Cultura del general de Gaulle durante lustros y una especie de canciller bis de lujo para misiones especiales de seducción en lejanos confines, desde América Latina hasta Asia, Europa del Este, Oriente Medio y Africa.
Su figura también estaba impresa en la memoria contemporánea pues fue él quien encabezó las manifestaciones de la derecha y de los gaullistas republicanos, cuando el país estuvo a punto de derrumbarse durante las jornadas revolucionarias de mayo de 1968, cuando De Gaulle casi cae derribado por la fuerza aliada de la juventud y los obreros, después de un reino como semidiós de unos 25 años en el poder o con él tras bambalinas.
De Gaulle era la historia, el último personaje del rango de Napoleón, hombre de armas que liberó a su país de la invasión nazi en alianza con los ingleses y norteamericanos, arregló la independencia de Argelia, y que durante sus gobiernos dio el nuevo impulso económico fenomenal a un país que todavía se consideraba potencia mundial, independiente y con fuerza nuclear e influencia cultural innegable que despues se fue a pique.
Malraux y De Gaulle, que también fue escritor y grande en sus Memorias, eran del mismo rango y por eso su dupla fue inseparable durante esos tiempos, como dos pilares de mármol en lo alto del partenón del Estado. Figuras de unos tiempos que ya no volverán. Tiempos de gloria más cercanos a las gestas de Napoleón y Bolívar y que a la contemporaneidad mediática y veloz del siglo XXI.
Por eso tengo ese día nítido, con cierta luminosidad brumosa y las calles mojadas y los diarios con sus ediciones especiales dedicadas a la gran figura ideal, hombre secreto, neurasténico y frágil que sufría de depresión y había experimentado tragedias familiares atroces como la muerte de sus hijos y otros dolores y duelos puntuales que lo hacían un ídolo, un coloso de Rodas con pies de barro, un ser real encerrado en los aposentos de su gloria.
Mi novia de entonces se había ido por dos meses y estaba solo en ese barrio burgués de Neuilly, en el escenario central de la burguesía republicana de derechas, a la que pertenecía Malraux entonces, después de haber sido un joven rebelde de izquierdas. Era curioso que recibiera la noticia y percibiera el duelo nacional en ese lugar tan alejado del tradicional París popular. Caminando por esas avenidas de soberbios edificios y mansiones de millonarios y figuras de Estado, incluso más poderosos que los habitantes del tradicional barrio XVI, me acerqué a un kiosko y compré Le Monde y otros diarios dedicados al hombre, donde se pasaba revista a la iconografía del adusto personaje, aquejado en su vejez de terribles dolores y cefaleas y sombras, el mismo que esperó el Nobel y nunca lo obtuvo, tal vez por esa cercanía suya tan patente con el poder.
Ahora retomo el número de la Nouvelle Revue Fraçaise publicada un año después en su homenaje y reviso algunos textos luminosos y otros menos, donde por lo regular prima la hagiografía y la inclinada reverencia que se tiene con los poderosos.
Figuran allí un texto de fuego de su amigo Chagall, y múltiples testimonios de colaboradores y hombres de su corte inmediata como médicos, ayudantes y algunos escritores, de donde se pueden sacar datos reales del hombre preso de sus ceremonias y sus alguaciles.
En ese 1976 el reino era todavía de Jean Paul Sartre, Louis Aragon y las ideologías de izquierda marxista, aunque ya surgía el antitotalitarismo. Seguíamos en plena guerra fría y las figuras de los revolucionarios de América Latina, el Che a la cabeza, eran el ejemplo a seguir. El golpe a Allende por Pinochet era reciente y la Unión Soviética aun era poderosa. Acababa de morir Mao Tse tung.
Los intelectuales en general eran de izquierdas. Solo Malraux había seguido del otro lado y su liderazgo anti mayo de 1968 era odiado por la juventud. El viejo y grande carcamán burgues había terminado de lado del establecimiento y en ese barrio de Neuilly donde leía la prensa y escuchaba la radio con la noticia de su muerte percibía el fin de una época, la muerte definitiva del general de Gaulle y el inicio de la decadencia francesa, lejos de su panteones y sus discursos, lejos de su adusta figura inaccesible.
Pero quedó su obra como en su tiempo quedaron las de Chateabriand y Victor Hugo, también militantes comprometidos como él en las luchas de su tiempo. Malraux, el burgués, pero demócrata y republicano al fin y al cabo, el hombre ilustrado de derecha moderada, antitotalitario y escéptico, alertó sobre los peligros del fanatismo ideológico y supo expresar con palabras las ideas más concisas y transparentes. Salvado por su prosa, el político en él fue solo un adorno de su fuerza verdadera.