Una de las divas pop más inolvidables de la canción francesa del último medio siglo es la escéptica Françoise Hardy, cuya belleza natural impactó en su tiempo a una generación que rompía los moldes del pasado y dejaba atrás las proezas de Édith Piaf, el perfume oriental de Sheila, o los peinados ridículos, sostenidos con gomina y cemento por lagrimeantes estrellas sucesivas y efímeras, marionetas al servicio de cursis tonadas de amor.
Las canciones de Hardy (1944), escritas por ella, eran poemas de sílex y piedra, interpretados con la frescura de una juventud que nació después de la guerra y creció en medio de un progreso económico que parecía no tener fin, mientras las dos potencias mundiales en coexistencia pacífica luchaban con símbolos tan lúdicos como la conquista del espacio y la carrera por llegar a la Luna.
El cantante y compositor emblemático de la época fue el terrible borracho Serge Gainsbourg, autor de la exitosa Je t’aime moi non plus, interpretada por él con sus amantes Brigitte Bardot y Jane Birkin, y el novelista del grupo era el joven melenudo Patrick Modiano (1945), quien acaba de obtener el Nobel de Literatura 2014. Modiano, además, se paseaba con ella en un pequeño bote, en una especie de noviazgo de manitas tomadas, irrealizado y de compositor, pues le escribía canciones a la Hardy y a otros intérpretes. Una foto atestigua ese romance imaginario de dos bellos iconos de moda: el futuro Nobel y la diva, a solas en barcaza, sobre las aguas del Sena o en algún idílico canal aledaño.
Hardy nació en un barrio del centro de la ciudad, el noveno, en uno de esos recodos normales donde la vida está lejos de los palacios de la riqueza o los ghettos de la pobreza magrebí, cerca de todo y lejos de nada, en medio de edificios uniformes y venerables donde ha transcurrido la vida de las generaciones locales antes y después de Proust. Ella tenía algo de lo que carecían las demás. Ningún grito exagerado, alejamiento puntual de todo histrionismo vulgar y toda mueca, en el estricto límite de la naturalidad postexistencialista y prepunk.
Ella aspiraba a ser cantante en esa adolescencia triste de la clase media, salida de una escena de la película Los 400 golpes, de Francois Truffaut, en una casa sin padre, donde la madre corría en las mañanas al trabajo y la muchacha deambulaba entre el colegio y las plazas con su uniforme, las medias tobilleras y una mirada calurosa frente a la irrupción de la modernidad que venía de las calles obreras de Londres o Liverpool, donde ya apuntaban los Beatles y los Rolling Stones y Antonioni filmaba Blow up, basado en el cuento Las babas del diablo, de Cortázar, en el que un fotógrafo cabalgaba sobre cuerpos de ninfas indecibles como Twiggy, ella misma o Jane Birkin.
Ahora que ya se encuentra vieja y se dice con naturalidad condenada a la fealdad de la senectud por un cáncer de linfoma, pelo canoso, rostro demacrado, pero igual de menuda como en sus veinte, la Hardy es aún más bella y crepuscular, como su colega mayor, la existencialista Juliette Gréco, pero una Juliette Gréco rock que usa chaquetas gruesas de cuero, gafas oscuras y tiene el pelo corto, un jean viejo de bota campana y una actitud ante la vida que rompe con el arribismo bling blig de la era neoliberal impuesta por Nicolas Sarkozy, afín a casi todos los miembros de su generación, encabezada por Gérard Depardieu y Johnny Hallyday y las estrellas que hacen tintinear sus joyas y sus autos de lujo en medio de un séquito de esclavos de la apariencia que adoran como nadie la vulgaridad y huyen del país para no pagar impuestos.
Desde el fondo del tiempo uno la ve a ella decir sus canciones como representante discreta de los ligeros años 60 y 70 surgidos de una sicodelia ejemplar, antes del sida y el renacimiento de las religiones y los fanatismos degolladores y unanimistas. Todos la amaban. Madres, abuelas, jóvenes, observaban en ella algo como la ventana a la fragilidad y a la fuerza de la autenticidad.
La que todos desearon como la novia ideal de los años de rock, cortejada por las estrellas del pop inglés y los millonarios relajados de los tiempos de Brigitte Bardot, se casó al fin con su versión masculina, Jacques Dutronc, el cantante de Paris s’eveille (París se despierta), canción que todos tarareaban en el ebrio amanecer en los tiempos de Julien Clerc y Maxime Leforestier, quien soñaba a su vez en el viaje a San Francisco al otro lado del mundo, frente al Océano Pacífico y entre las olas del surf. Dutronc, escéptico como ella, maestro del humor negro, cuyas canciones fueron una burla a las verdades recibidas, se quedó con la bella para siempre, una bella que afirmaba aspirar a convertirse pronto en una viuda joven y deseable, y nunca lo pudo ser.
Pero ahora, aterrorizada ante su delgadez, las dificultades para caminar y el vientre que le crece como si estuviera embarazada, publica en la editorial Equateurs el libro Opiniones no autorizadas, donde cuenta su vida y decepciones y se enfrenta a la vida y a la muerte con la lucidez de muchas décadas de sicoanálisis. Jacques Dutronc sigue ahí vivo y coleando con su humor negro y odioso que la saca de quicio, ambos viejos y ricos, entre París y Córcega, donde tienen la casa de campo, unidos por la alegría de tener un hijo músico y simpático que canta e intepreta la guitarra como el mito gitano del jazz Django Reinhardt.
En tiempos de racismo, guerra, resurgimiento de la extrema derecha y atentados, le han salido muchas sucesoras, algunas muy similares que cantan en diminutos bares y escriben letras precisas y escépticas. Pero entre todas, una émula muy distinta ha aparecido, igual de rebelde y astral. Es la joven cantante popular Zaz (1980), que viene del pueblo y del sur y se ha convertido en dos años en una estrella con sus canciones contra lo que se llama aquí el bling bling. Una intérprete que cantaba muy pobre hace poco en las calles de Montmartre, acompañada de un guitarrista gitano y un bajista negro, y ahora lo hace en todas partes del mundo sin cesar y no sabe qué hacer con tanto dinero en la cuenta del banco.
La nueva cantante Zaz posee otra belleza y otra sencillez popular distinta a la de ángel terrible citadino que Hardy tuvo en su tiempo, pero tiene la naturalidad a flor de piel que estremece e invita a rebelarse. Hardy puede morir tranquila, porque Zaz, tan distinta a ella, casi opuesta a ella en sus gestos y actitudes, va contra la corriente también y no se deja manipular, arisca e imprevisible como todo verdadero artista. Zaz y otras muchas cantan ahora como Hardy contra los corazones helados de sílex, porque necesitan cantar como los pájaros y nada más.
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* Publicado en Expresiones. Excélsior. México D.F. 5 de abril de 2015