Por Eduardo García Aguilar
La década termina con el intento fallido de los poderosos del mundo en Copenhague por tratar de reducir la contaminación del planeta y la destrucción de los recursos naturales, que supuestamente nos llevan al calentamiento global. La reunión, que fue preparada durante mucho tiempo y tuvo propaganda a diestra y siniestra, en un bombardeo asfixiante de temas por radio, prensa y televisión multinacionales, concluyó en el caos, ya que las potencias y los grandes grupos económicos no podían aceptar medidas que fueran en su detrimento en tiempos de crisis económica.
Las potencias ya instaladas de Europa y América, que basaron su progreso en la destrucción del planeta en el último medio milenio de guerras y colonizaciones, no desean bajarse del tren de consumismo y riqueza en el que viajan cómodamente y que uno puede percibir en los aires cuando viaja de noche en avión sobre el orbe y ve la impresionante mancha lumínica que cubre a todos los países ricos del norte. Las potencias emergentes como China, India y Brasil y los países pobres que apenas comienzan a saquear sus riquezas de manera atónoma, no quieren renunciar a ese usufructo a cambio de nada, cuando los ricos ya están asentados cómodamente desde hace siglos en la explotación indiscriminada del planeta.
Las naciones asiáticas y mediorientales ricas, donde la gente viajaba hasta hace poco en bicicleta, quieren ahora ir en autos enormes y construir rascacielos y nuevas copias de Nueva York, como ocurre en Shangai, Dubai y Singapur. En América Latina el sueño de las ciudades y los pueblos es hacer avenidas y puentes de cemento, llenarse de autos y celebrar felices que el esmog las cubra hasta la asfixia. Zonas enteras del pasado con riquezas culturales invaluables son arrasadas cada día para hacer estacionamientos y construir urbanizaciones que son hongos interminables de cemento.
Las familias latinoamericanas no quieren tener un solo auto en casa sino un carro por persona y no poseer uno de esos vehículos es considerado un verdadero fracaso vital en los países del tercer mundo. La vida de los hombres pobres se reduce a ahorrar para comprar un carro, ojalá el más grande y contaminador posible. En las ciudades los gobernantes son felices derrumbando los barios antiguos e inaugurando cada semana puentes, rascacielos y avenidas. Un alcalde o un gobernador latinoamericano que no cubra de cemento sus campos y no abra boquetes para dar paso al dios automóvil es un funcionario fracasado. En una megalópolis monstruosa como la Ciudad de México, la locura llega hasta construir autopistas de varios pisos donde los habitantes son felices pasando horas y horas atrapados por el congestionamiento en los viaductos y en los periféricos en medio del estrés.
Los ríos están contaminados y son caños hediondos de detritus y desperdicios innombrables, las montañas nevadas se derriten y los bosques se vuelven desiertos ante la indiferencia de los humanos que celebran ese apocalipsis como el signo del desarrollo y el progreso y el aumento del PIB. Los cielos están inundados de aviones y el turismo de masa ha banalizado el viaje dejando una estela de basura por donde pasa la muchedumbre devastadora de los vacacionistas agitados, cuya mente manipula la propaganda de las grandes agencias de viajes. Ya estamos muy cerca de los paisajes impresionantes de Blade Runner, esa gran película de culto que imagina el mundo a donde nos conduce la idea de progreso y desarrollo que ha dominado las políticas gubernamentales a lo largo del siglo XX.
Aunque ya fue un progreso que en todo el mundo se planteara cambiar de actitud frente al derroche de agua, la deforestación, el crecimiento del parque vehicular y la idea de progreso a toda costa, la confusión de los representantes de las distintas regiones del mundo, como si estuviesen en una Torre de Babel, nos muestra que la humanidad sigue su camino ineluctable a la autodestrucción.
Pero hay algo también sospechoso en la súbita unanimidad neo-ecologista de las grandes multinacionales que mostraron esta semana la propaganda de sus nuevos inventos, al parecer con la anuencia de las grandes potencias y los grandes capitales multinacionales. Tal vez ya se están preparando para aprovechar el próximo agotamiento de los combustibles fósiles, subirse al rentable tren de las nuevas tecnologías alternativas e instaurar así una nueva hegemonía que apenas podemos imaginar los habitantes de este comienzo de siglo que por desgracia, a no ser que nos clonen, ya no estaremos vivos en 2050.
Asustan esas propagandas idílicas de los molinos de viento eólicos del futuro, las placas de energía solar y otras supuestas maravillas que vimos en estos últimos días en publicidad por la cadena mundial televisiva CNN. También es extraña la imposición televisiva de esa nueva religión neo-ecológica para ricos que se impone poco a poco y que puede ser una cortina de humo para esconder el verdadero problema de la pobreza y la miseria extremas que reinan en todos los países subdesarrollados del sur y en los suburbios repletos de inmigrantes en las grandes potencias. Es sospechoso que de repente todos los tiranos, magnates y presidentes del mundo se hayan convertido en ovejitas neo-ecológicas en Copenhague y que mientras hacen la guerra y gastan miles de millones en armamentismo propugan por jugar a la lechera bucólica de Vermeer o a la campesina lavandera junto a idílico riachuelo nórdico y el paisaje de estampa ideal.
Todos esos maleantes hipócritas que gobiernan el planeta nos han engañado en Copenhague. Durante una semana hablaron de ecología y energías alternativas, pero al regresar a sus atribulados países seguirán haciendo la guerra, enviando tropas, bombardeando, destruyendo el campo y llenando sus países de aviones, tanques, autos, avenidas, supermercados y productos de consumo innecesarios que ellos mismos fabrican y venden a una población hipnotizada por la propaganda de la televisión.