Por Eduardo García Aguilar *
Lo bueno de ya no ser joven ni promesa, es que el escritor recobra la libertad experimentada cuando en la adolescencia, al dar los primeros pasos en la lectura, escribía para nadie y para nada en los cuadernos escolares mientras terminaban las clases tediosas.
Diversas razones llevan a un individuo a convertirse en lo que otros denominan « un escritor » y que termina por convertirse en una terrible etiqueta de plomo que no deja vivir y es una impostura.
Cuando años después uno reflexiona sobre cómo ingresó de lleno a la literatura, trata de escrutar las influencias paternas o familiares en unos casos y en otros de maestros o extraños a través de los cuales se nos llamó la atención sobre las palabras y comprende entonces que el flechazo surgió siempre del contacto con los libros.
Cuando el padre o un conocido de la familia, o un maestro, o una tía amante de los libros, deja ver la joya entre sus manos y habla de ella con emoción, algún adolescente perdido entre los muchos que rodean el ámbito familiar o escolar pesca la oportunidad y se desboca hacia esas hojas que cambiarán su vida para siempre.
Al entrar en contacto con Las mil y una noches, La Biblia, las tragedias o comedias clásicas griegas o latinas, o las obras de Kafka, Dostoievsky, Herman Hesse, Oscar Wilde, Charles Baudelaire, Rimbaud, Withman, García Lorca, Gogol, Hemingway o Nietzsche, sabe que ya no habrá reversa alguna y que se entró en un terreno hecho para él.
Pienso en esas figuras y obras que de repente poblaron días y noches y nos fascinaron. En el caso de Rimbaud, surgía una identificación con la rebeldía del adolescente que conquistaba el mundo con palabras y se perdía tras de ellas. En el caso de Nietzsche era la voz lúcida del loco que gritaba en medio del desierto contra una humanidad que no lo entendía. Y con Withman, el viejo barbado de overol que cantaba a la naturaleza y a la vida normal, uno se identificaba con la insumisión y la libertad que emanaba de él.
En todos esos ídolos literarios el adolescente encuentra apoyos para enfrentar la estulticia e incomprensión ambientes, la pobreza de espíritu de la mayoría de las personas que lo rodean y no entienden que la luz interior emane como fuego fatuo e ilumine sus noches y su soledad.
Pero el escritor adolescente no ingresa a ese mundo por codicia ni avaricia, sino por insumisión y generosidad, no llega a la literatura para competir y odiar sino para ser y entender, para que sus ojos y su corazón vean y sientan más a medida que pasan los meses, que son eternidades en las arenas aciagas de la adolescencia.
Vive esa libertad, pero pronto, al destacarse entre los suyos y comenzar a publicar en periódicos y revistas o a ganar concursos escolares o nacionales, el joven escritor entra en un peligroso terreno donde puede perder su rumbo, como es el caso de muchos que fueron alguna vez «infectados » por la literatura.
De los primeros pasos titubeantes, del aprendizaje, de la escritura desbocada y caótica pasa entonces a ser estigmatizado con la etiqueta de « escritor », algo que lo separa de los otros, lo enceguece con la vanidad y la ambición y lo conmina a vivir en un terreno aparte, odioso, que lo pervierte y lo aleja de la vida y de la gente. Comienza a creerse un Buda viviente.
Al publicar sus primeros libros se convierte el pobre ex escritor adolescente, ese angel impuro e indómito, en una joven promesa de la tribu, que lo coopta, lo corrompe poco a poco y le hace creer que es distinto, superior a los otros.
Los honores y premios iniciales, la publicación de las primeras novelas o poemarios, la inscripción en listas aleatorias de promesas futuras, como si se tratara de una carrera de caballos, contaminará su existencia y lo convertirá en una bestia de competencia.
Nada peor que ser una joven promesa literaria de un país y ser cooptado por las fuerzas de un orgullo nacional o parroquial, nada más terrible que esa carga que pesa demasiado, cuando los corruptos negociantes del mundo editorial o el poder cultural los utilizan para jugar con ellos en la gallera internacional de las apuestas literarias.
Algunos sabios optan por volver a la vida y al silencio y otros son corroidos por la vanidad y la ambición, por esa fuerza odiosa de abrirse camino a toda costa contra los otros sin escuchar, sin sentirlos, sentados ya como batracios en vanos tronos literarios de donde los sacará la podedumbre.
Nada mejor para una joven promesa que huir a tiempo de ese reino de espejos donde se te rendirá pleitesía mientras corra en el hipódromo y otros hagan las apuestas. Si huye a tiempo será libre, escribirá por necesidad, para ser y revelar, no para rendir cuentas a las esperanzas bobas de una tribu, como si fuese una reina de belleza, un medallista olímpico o un cantante de moda.
La literatura, el pensamiento, la filosofía son algo distinto. Son procesos por los cuales un ser humano trata de entender el mundo y su propio lugar en él. Un escritor, un pensador, es un Diógenes desnudo e irónico que recorre el mundo indagando siempre sin encontrar respuestas. Un escritor etiquetado y autista no será mas que una atroz marioneta de vanidad y ambición que ha perdido y traicionado el brillo del Rimbaud que llevaba dentro en sus inicios.
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Lo bueno de ya no ser joven ni promesa, es que el escritor recobra la libertad experimentada cuando en la adolescencia, al dar los primeros pasos en la lectura, escribía para nadie y para nada en los cuadernos escolares mientras terminaban las clases tediosas.
Diversas razones llevan a un individuo a convertirse en lo que otros denominan « un escritor » y que termina por convertirse en una terrible etiqueta de plomo que no deja vivir y es una impostura.
Cuando años después uno reflexiona sobre cómo ingresó de lleno a la literatura, trata de escrutar las influencias paternas o familiares en unos casos y en otros de maestros o extraños a través de los cuales se nos llamó la atención sobre las palabras y comprende entonces que el flechazo surgió siempre del contacto con los libros.
Cuando el padre o un conocido de la familia, o un maestro, o una tía amante de los libros, deja ver la joya entre sus manos y habla de ella con emoción, algún adolescente perdido entre los muchos que rodean el ámbito familiar o escolar pesca la oportunidad y se desboca hacia esas hojas que cambiarán su vida para siempre.
Al entrar en contacto con Las mil y una noches, La Biblia, las tragedias o comedias clásicas griegas o latinas, o las obras de Kafka, Dostoievsky, Herman Hesse, Oscar Wilde, Charles Baudelaire, Rimbaud, Withman, García Lorca, Gogol, Hemingway o Nietzsche, sabe que ya no habrá reversa alguna y que se entró en un terreno hecho para él.
Pienso en esas figuras y obras que de repente poblaron días y noches y nos fascinaron. En el caso de Rimbaud, surgía una identificación con la rebeldía del adolescente que conquistaba el mundo con palabras y se perdía tras de ellas. En el caso de Nietzsche era la voz lúcida del loco que gritaba en medio del desierto contra una humanidad que no lo entendía. Y con Withman, el viejo barbado de overol que cantaba a la naturaleza y a la vida normal, uno se identificaba con la insumisión y la libertad que emanaba de él.
En todos esos ídolos literarios el adolescente encuentra apoyos para enfrentar la estulticia e incomprensión ambientes, la pobreza de espíritu de la mayoría de las personas que lo rodean y no entienden que la luz interior emane como fuego fatuo e ilumine sus noches y su soledad.
Pero el escritor adolescente no ingresa a ese mundo por codicia ni avaricia, sino por insumisión y generosidad, no llega a la literatura para competir y odiar sino para ser y entender, para que sus ojos y su corazón vean y sientan más a medida que pasan los meses, que son eternidades en las arenas aciagas de la adolescencia.
Vive esa libertad, pero pronto, al destacarse entre los suyos y comenzar a publicar en periódicos y revistas o a ganar concursos escolares o nacionales, el joven escritor entra en un peligroso terreno donde puede perder su rumbo, como es el caso de muchos que fueron alguna vez «infectados » por la literatura.
De los primeros pasos titubeantes, del aprendizaje, de la escritura desbocada y caótica pasa entonces a ser estigmatizado con la etiqueta de « escritor », algo que lo separa de los otros, lo enceguece con la vanidad y la ambición y lo conmina a vivir en un terreno aparte, odioso, que lo pervierte y lo aleja de la vida y de la gente. Comienza a creerse un Buda viviente.
Al publicar sus primeros libros se convierte el pobre ex escritor adolescente, ese angel impuro e indómito, en una joven promesa de la tribu, que lo coopta, lo corrompe poco a poco y le hace creer que es distinto, superior a los otros.
Los honores y premios iniciales, la publicación de las primeras novelas o poemarios, la inscripción en listas aleatorias de promesas futuras, como si se tratara de una carrera de caballos, contaminará su existencia y lo convertirá en una bestia de competencia.
Nada peor que ser una joven promesa literaria de un país y ser cooptado por las fuerzas de un orgullo nacional o parroquial, nada más terrible que esa carga que pesa demasiado, cuando los corruptos negociantes del mundo editorial o el poder cultural los utilizan para jugar con ellos en la gallera internacional de las apuestas literarias.
Algunos sabios optan por volver a la vida y al silencio y otros son corroidos por la vanidad y la ambición, por esa fuerza odiosa de abrirse camino a toda costa contra los otros sin escuchar, sin sentirlos, sentados ya como batracios en vanos tronos literarios de donde los sacará la podedumbre.
Nada mejor para una joven promesa que huir a tiempo de ese reino de espejos donde se te rendirá pleitesía mientras corra en el hipódromo y otros hagan las apuestas. Si huye a tiempo será libre, escribirá por necesidad, para ser y revelar, no para rendir cuentas a las esperanzas bobas de una tribu, como si fuese una reina de belleza, un medallista olímpico o un cantante de moda.
La literatura, el pensamiento, la filosofía son algo distinto. Son procesos por los cuales un ser humano trata de entender el mundo y su propio lugar en él. Un escritor, un pensador, es un Diógenes desnudo e irónico que recorre el mundo indagando siempre sin encontrar respuestas. Un escritor etiquetado y autista no será mas que una atroz marioneta de vanidad y ambición que ha perdido y traicionado el brillo del Rimbaud que llevaba dentro en sus inicios.
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* En la foto Gabriel García Márquez recién golpeado por el joven Mario Vargas Llosa.