Eduardo García Aguilar
Me siento muy orgulloso de haber sido un adolescente con sensibilidad social y amante de la cultura en los colegios de bachillerato, de donde me expulsaron por ser rebelde y luchar contra las injusticias. En vez de ser un avorazado pichón de "empresario" en busca del enriquecimiento fácil, pensaba con algunos compañeros idealistas que valía la pena rebelarse y estar del lado de los humillados y ofendidos en un país tan desigual como el nuestro, cargado de viejas taras coloniales.
Sé que tener conciencia social es mal visto en estos tiempos en que se admira el becerro de oro de la corrupción, el dinero fácil, el arribismo, la apariencia, la para-narcocultura, el consumo desbordado y donde un ser humano vale más por el auto y las joyas que lleva que por sus sentimientos humanos y su generosidad para con los suyos o los otros.
Desde muy temprano en el Instituto Universitario de Manizales* participé en manifestaciones y reuniones agitadas donde nos enfrentábamos a la desigualdad social y el apartheid racial y clasista que dominaba y domina todavía nuestro país. Llenábamos el Teatro Fundadores para escuchar a Pablo Neruda y celebrar su extraordinario Canto General, que imitábamos en nuestros poemas. Devorábamos libros sobre América Latina y estábamos al tanto de la ola cultural latinoamericana que se imponía por el mundo. Pero pronto viví en carne propia lo que es hablar alto y esgrimir con independencia ideas propias. En una alianza de autoridades y profesores obtusos, los rebeldes que habíamos agitado el ambiente con nuestros centros culturales, fuimos triturados en los exámenes y expulsados del colegio.
Guardo todavía la libreta de notas de cuarto de bachillerato donde todas las materias, hasta las que me gustaban, aparecían marcadas en rojo mientras en negro se veía el sello fatídico de la expulsión. Con toda claridad a los 15 años recibí de parte del poder el bautismo de fuego al que están condenados quienes en Colombia luchan contra la injusticia. Después, en el Instituto Manizales, al lado de un grupo extraordinario de adolescentes lectores e inteligentes, seguimos difundiendo la cultura en semanas culturales llenas de teatro, conferencias y arte que promovíamos con un empeño generoso, que por fortuna encontraba eco en la ciudad. Hacíamos teatro y lo presentábamos en barrios de la periferia y en la cárcel. Pero ahí también la alianza de profesores y autoridades pendencieras selló mi destino con la expulsión del colegio por hacer cultura.
Otra vez como un judío errante, el muchacho de izquierda se encontraba de nuevo en la calle al terminar el quinto de bachillerato, sin comprender que los colegios públicos pusieran tanto empeño en destrozar la vida de un alumno que amaba la cultura, el arte, la poesía y lo decía en voz alta. Como los nazis de Goebbels, en ese colegio, cuando escuchaban la palabra cultura, de inmediato el rector y los prefectos de disciplina sacaban la pistola.
Pero mientras los colegios públicos me lanzaron con odio al despeñadero, los únicos que entendieron mi accionar fueron los padres franciscanos del colegio Gemelli, al comprender que en la rebeldía y las palabras del adolescente de izquierda lo que había era generosidad y talento y ningún peligro para la sociedad. Ellos me abrieron las puertas de ese colegio situado en el barrio La Francia, con vista a los paisajes inolvidables del Valle del Cauca y las montañas de la cordillera oriental, e hicieron posible que obtuviera el diploma de bachillerato. Allí también encontré jóvenes generosos y juntos sacamos un periódico llamado Conflictos, que los padres franciscanos nos dejaron hacer libremente, pese a que no estaban de acuerdo con el tono y los reportajes encendidos que hacíamos al introducirnos en los lugares más oscuros de la ciudad, como zonas de tolerancia y tugurios para tratar de entender los problemas del país. En una de esas incursiones en los tugurios en busca de la realidad profunda del país, varios compañeros fuimos detenidos y llevados al calabozo por varios días.
Si en Colombia las autoridades hubieran aplicado desde hace tiempo la generosa actitud de los padres franciscanos del Colegio Gemelli de Manizales, que no vieron en el rebelde muchacho a un "peligroso terrorista criminal" sino a un ser lleno de posibilidades y sensibilidad social, las cosas serían muy distintas. Ahora, cuando comienzan a detener como a "grandes criminales" a profesores y alumnos de las universidades y se busca llevar a toda costa a prisión a los jóvenes opositores y se estigmatiza como enemigos del país a los artistas y a los intelectuales que viven al interior o en el extranjero, vale la pena pensar en el desperdicio que ha significado para el país llenar cárceles, calles y cementerios de jóvenes soñadores de izquierda.
Todavía se escucha el eco de las balas que exterminaron a miles de miembros de la UP o el asesinato a mansalva el 19 de mayo de 1997, hace exactamente 12 años, de gente tan generosa y noble como el ex jesuita Mario Calderón, miembro del Centro de Investigación y Educación Popular, CINEP, organización no gubernamental colombiana, a quien no debemos olvidar. Y eso sin mencionar la muerte del gran humorista Jaime Garzón y de tantos otros miles de colombianos jóvenes, llenos de humor, que partieron mucho antes de que pudieran dar al país y a la sociedad todo el despliegue de su talento.
Un estadista debe ser alguien que entiende los dolores del país y busca la concordia de sus connacionales. Su tarea, antes que azuzar la violencia, amenazar y dividir con rictus de odio, es extraer la savia generosa de la nación para que dominen ideales distintos al enriquecimiento fácil y el unanimismo de los gamonales, los arribistas y los terratenientes enfurecidos. Y en cada colegio o universidad pública o privada las directivas deberían a su vez actuar con grandeza ante los jóvenes, o sea como esos padres franciscanos que me salvaron el bachillerato y no como los pequeños personajes que trataron a toda costa en los colegios públicos de cerrarle el camino a un adolescente inundado de sensibilidad social y amor por su país y su pueblo.
Han pasado muchos años desde que recibí por fin mi diploma de bachiller, pero ahora siento que nada ha cambiado desde entonces y que en universidades y colegios públicos del país, en este crepúsculo del régimen autoritario, debemos todos estar muy alertas y no oír los mensajes de odio que desde el poder se hacen para perseguir, investigar, judicializar y si es posible detener a jóvenes que no tragan entero y sueñan con un país distinto. No les creamos el cuento a los halcones: en los jóvenes lo que hay es grandeza de corazón y un gran deseo de hacer grande a Colombia.
*Manizales. Ciudad cafetera de la cordillera de los Andes en Colombia, capital del departamento de Caldas, situada a 2.200 metros sobre el nivel del mar.