Por Eduardo García Aguilar
Uno de los aspectos más olvidados de la generación modernista en Latinoamérica es la prosa. Martí, Montalvo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, Gutiérrez Nájera, Darío y Silva, para sólo mencionar a unos cuantos, escribieron alucinantes páginas, como cuentos y crónicas de viaje, que fueron con razón eclipsados por el delirio poético.
Uno de los aspectos más olvidados de la generación modernista en Latinoamérica es la prosa. Martí, Montalvo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, Gutiérrez Nájera, Darío y Silva, para sólo mencionar a unos cuantos, escribieron alucinantes páginas, como cuentos y crónicas de viaje, que fueron con razón eclipsados por el delirio poético.
Enrique Gómez Carrillo, un guatemalteco famoso por sus aventuras galantes, dejó miles de cuartillas que hoy languidecen en los viejos anaqueles de las bibliotecas, pero que conforman un fresco de la época. Por primera vez en mucho tiempo, los latinoamericanos se negaban al provincianismo y se perdían en el exilio voluntario, deseosos de conquistar las metrópolis del lujo y el progreso.
Un vacuo nacionalismo criollo que reclamaba el reino de lo “autóctono” miró con malos ojos a estos enfermizos personajes que tuvieron como capital a París y como estilo el dandysmo en boga por aquellos tiempos. En sus crónicas de errancia, Gómez Carrillo, que fue, según dicen, amante de Mata Hari, nos lleva de la mano por Oriente, se nutre de desiertos, viaj a a monasterios de Judea, describe islas maravillosas, asiste a la guerra y ve la mortandad sin límites. Muchas de esas páginas tal vez no sean antológicas, pero algunas salen de los empolvados volúmenes como joyas de una época de transición que hoy maravilla. Los modernistas fueron los primeros en quitarse el complejo de un americanismo ingenuo y se sintieron con derecho a comerse el mundo con el pasaporte del talento.
Sus congéneres de Europa también iban en contra de la corriente. Huysmans, por ejemplo, se encerraba en la ficción de sus casas de sueño, a masticar la enfermedad de moda: la hiperestesia. Hartos del progreso y de la técnica, aburridos frente al culto de la razón, los modernistas de Europa se insurgieron en contra del utilitarismo con obras “decadentes, preciosistas, que se negaban a reflejar la realidad o a tomar posiciones científicas” frente a la sociedad, como lo hicieron Jules Vallès y Emile Zola. Nuestros modernistas no fueron, pues, simples repetidores de una moda metropolitana, sino los hermanos de un movimiento mundial en contra del utilitarismo y el positivismo. Rubén Darío, Silva y Martí, miraban con sorna la influencia cada vez mayor del im perio protestante del Norte con su confort y su sport y prefirieron la bohemia de la absenta con su delirium tremens.
José Asunción Silva (1865-1896), conocido por sus nocturnos y por ser uno de los más brillantes y malogrados representantes de esa generación, tuvo que soportar la pacatería de una ciudad colonial y brumosa, situada en las alturas de la cordillera andina, dedicado a un arte absurdo para entonces: la poesía. Heredero de un negoicio que no sabía manejar, requerido por compromisos sociales y chismografías de convento, el joven no resiste y se suicida a los treinta años, ante la indiferencia de sus contemporáneos. Antes vivió un tiempo en París, a donde viajó enviado por su padre en funciones comerciales. En Venezuela, de regreso a Colombia, naufraga el vapor Amérique, en donde viajaba también Gómez Carrillo. Silva pierde los manuscritos de los Cuentos negros y “lo mejor de mi o bra”.
Poco antes de morir rehace De Sobremesa, novela que reúne todas las características esenciales de su personalidad y su época. El prologuista a la edición de sus obras por la Biblioteca Ayacucho de Caracas, esgrime su lanza contra él, poeta, acusándolo de imitador y ”colonizado”, comos si el pobre estuviese condenado a escribir sobre chinchorros, chozas, serpientes, cuchilleros y monjas. Desconociendo el fenómeno subversivo del modernismo y sus efectos en la literatura posterior en castellano, Eduardo Camacho Guizado llega hasta el despropósito de acusar a Silva de mentiroso porque en su novela seduce a más de trece mujeres, aduciendo que éste era muy débil y tímido. El crítico olvidó en su pasión antimodernista, que estaba comentando una novela y no una autobiografía. El Fernández de la novela no es Silva. Todo novelista, por demás, es un mentiroso y nadie puede acusarlo de hacer invenciones.
La novela sucede durante la sobremesa. Fernández, que es un millonario decadente, le cuenta a sus amigos las dudas respecto a su actividad literaria y después de ser requerido comienza a leerles el relato de sus aventuras en Europa. Los primeros capítulos de ese diario están cargados de las lecturas de la época: María Bashkirtseff, Maurice Barrès, Max Nordau, Nietzsche, Swimburne, Verlaine, etcétera. Los amigos que lo escuchan en el exquisito ambiente de su mansión bogotana, son opacos personajes que admiran al poeta Fernández, pero que no pueden comprender sus angustias y frustraciones.
Sus congéneres de Europa también iban en contra de la corriente. Huysmans, por ejemplo, se encerraba en la ficción de sus casas de sueño, a masticar la enfermedad de moda: la hiperestesia. Hartos del progreso y de la técnica, aburridos frente al culto de la razón, los modernistas de Europa se insurgieron en contra del utilitarismo con obras “decadentes, preciosistas, que se negaban a reflejar la realidad o a tomar posiciones científicas” frente a la sociedad, como lo hicieron Jules Vallès y Emile Zola. Nuestros modernistas no fueron, pues, simples repetidores de una moda metropolitana, sino los hermanos de un movimiento mundial en contra del utilitarismo y el positivismo. Rubén Darío, Silva y Martí, miraban con sorna la influencia cada vez mayor del im perio protestante del Norte con su confort y su sport y prefirieron la bohemia de la absenta con su delirium tremens.
José Asunción Silva (1865-1896), conocido por sus nocturnos y por ser uno de los más brillantes y malogrados representantes de esa generación, tuvo que soportar la pacatería de una ciudad colonial y brumosa, situada en las alturas de la cordillera andina, dedicado a un arte absurdo para entonces: la poesía. Heredero de un negoicio que no sabía manejar, requerido por compromisos sociales y chismografías de convento, el joven no resiste y se suicida a los treinta años, ante la indiferencia de sus contemporáneos. Antes vivió un tiempo en París, a donde viajó enviado por su padre en funciones comerciales. En Venezuela, de regreso a Colombia, naufraga el vapor Amérique, en donde viajaba también Gómez Carrillo. Silva pierde los manuscritos de los Cuentos negros y “lo mejor de mi o bra”.
Poco antes de morir rehace De Sobremesa, novela que reúne todas las características esenciales de su personalidad y su época. El prologuista a la edición de sus obras por la Biblioteca Ayacucho de Caracas, esgrime su lanza contra él, poeta, acusándolo de imitador y ”colonizado”, comos si el pobre estuviese condenado a escribir sobre chinchorros, chozas, serpientes, cuchilleros y monjas. Desconociendo el fenómeno subversivo del modernismo y sus efectos en la literatura posterior en castellano, Eduardo Camacho Guizado llega hasta el despropósito de acusar a Silva de mentiroso porque en su novela seduce a más de trece mujeres, aduciendo que éste era muy débil y tímido. El crítico olvidó en su pasión antimodernista, que estaba comentando una novela y no una autobiografía. El Fernández de la novela no es Silva. Todo novelista, por demás, es un mentiroso y nadie puede acusarlo de hacer invenciones.
La novela sucede durante la sobremesa. Fernández, que es un millonario decadente, le cuenta a sus amigos las dudas respecto a su actividad literaria y después de ser requerido comienza a leerles el relato de sus aventuras en Europa. Los primeros capítulos de ese diario están cargados de las lecturas de la época: María Bashkirtseff, Maurice Barrès, Max Nordau, Nietzsche, Swimburne, Verlaine, etcétera. Los amigos que lo escuchan en el exquisito ambiente de su mansión bogotana, son opacos personajes que admiran al poeta Fernández, pero que no pueden comprender sus angustias y frustraciones.
El protagonista de la novela se enreda con una bella mujer, la Orloff, a quien encuentra después en el lecho dedicada al arte de Lesbos con una de sus amigas: “Al hacer saltar la puerta de la alcoba que se deshizo al primer empujón brutal y cedió rompiéndose, un doble grito de terror me sonó en los oídos y antes de que ninguna de las dos pudieran desenlazarse, había alzado con un impulso de loco duplicado por la ira el grupo infame, lo había tirado al suelo, sobre la piel de oso negro que está al pie del lecho, y lo golpeaba furiosamente con todas mis fuerzas, arrancando gritos y blasfemias, con las manos violentas, con los tacones de las botas, como quien aplasta una culebra”.
Después de la decepción, Fernández huye a Whyl y delira inventando un sistema apto para su país. Es una metáfora del progreso, donde “las monstruosas fábricas nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde, a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen, extienden sus ramas las colosales ceibas”. Al sueño político que en De sobremesa adquiere los contornos del ensayo dentro de la novela, el personaje vive sus conquistas amorosas: Nini Rousset, Helena de Scilly Dancourt, Lady Viviann, Fanny Green, etcétera, y prueba el cloroformo, el éter, la morfina y el hachish.
Personaje disimétrico, telúrico, caprichoso, malvado, Fernández es la encarn ación del espíritu de una época que iba rumbo a la catástrofe. ¿Mientras los industriales organizaban ferias mundiales y en ciertos cabarets se hablaba de la belle époque, los modernistas, más en la prosa que en la poesía, palpaban el malestar del fin de siglo.
A nivel formal, Silva no se queda atrás y nos ofrece un texto fraccionado, absurdo, que contrasta con las novelas realistas y sus tramas ordenadas con moraleja y broche de oro. En ciertos pasajes uno cree ver ya en José Asunción Silva elementos formales que hicieron novedoso a Cortázar setenta años después.
Después de la decepción, Fernández huye a Whyl y delira inventando un sistema apto para su país. Es una metáfora del progreso, donde “las monstruosas fábricas nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde, a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen, extienden sus ramas las colosales ceibas”. Al sueño político que en De sobremesa adquiere los contornos del ensayo dentro de la novela, el personaje vive sus conquistas amorosas: Nini Rousset, Helena de Scilly Dancourt, Lady Viviann, Fanny Green, etcétera, y prueba el cloroformo, el éter, la morfina y el hachish.
Personaje disimétrico, telúrico, caprichoso, malvado, Fernández es la encarn ación del espíritu de una época que iba rumbo a la catástrofe. ¿Mientras los industriales organizaban ferias mundiales y en ciertos cabarets se hablaba de la belle époque, los modernistas, más en la prosa que en la poesía, palpaban el malestar del fin de siglo.
A nivel formal, Silva no se queda atrás y nos ofrece un texto fraccionado, absurdo, que contrasta con las novelas realistas y sus tramas ordenadas con moraleja y broche de oro. En ciertos pasajes uno cree ver ya en José Asunción Silva elementos formales que hicieron novedoso a Cortázar setenta años después.
(Tomado de Textos Nómadas. Publicado originalmente en Unomásuno de México. 1986)