Por Eduardo
García Aguilar
Este 3 de agosto,
cuando se conmemora el centenario del inicio de la terrible Primera Guerra
Mundial, que de 1914 a 1918 dejó decenas de millones de muertos y otros tantos
mutilados y heridos, coincide
no por casualidad con un panorama mundial similar al que condujo de manera
ineluctable al inicio de las hostilidades en ese entonces. Los contemporáneos de
este 2014 vemos ahora como las guerras estallan por todas partes con sangrientas
imágenes y balances tanáticos, en Siria, Gaza, Irak, Libia, Ucrania, mientras
continúan los conflictos en Afganistán y otros lugares de Asia y Africa donde no
cesa el sonido de las ametralladoras y los misiles ni el tráfico permante de
todo tipo de elementos bélicos.
Como en los
tiempos bíblicos, en este momento son millones los humanos conducidos al éxodo
en Gaza, Irak, Ucrania, Libia, e incluso la guerra religiosa iraquí ha logrado
lo que desde hace 1800 años no ocurría: que los cristianos fueran expulsados de
Mosul, puestos en la terrible alternativa de convertirse al Islam o morir. Ya
son imágenes normales las de millones y millones de niños sedientos y
hambrientos que lloran mientras caminan por senderos polvorientos con sus padres
y abuelos, ante la indeferencia del mundo, que ve ese espectáculo como un
trivial divertimento televisivo.
Lo curioso es que
esos lugares citados donde hoy se ve el movimiento de los tanques y de los
ejércitos han sido escenarios de guerras desde hace milenios, porque son lugares
de encrucijada, puertas hacia territorios con grandes riquezas que siempre
despertaron codicias. Cerca a Crimea se encuentra Estambul, antes Bizancio,
ciudad de sueño que fue visitada por todas las guerras, y que en 1453 fue tomada
a Occidente por los islamistas, iniciándose así el gran reino del Imperio
Otomano, potencia poderosísima a lo largo de los siglos ante la cual muchos
tocaron la gloria, como en esa famosa batalla de Lepanto, donde el genial manco
Miguel de Cervantes participó. Y en esa zona también se dieron las guerras entre
mundos que llevaron a la creación de la Ilíada de Homero, relato de la guerra de
Troya, otra de las tantas que a lo largo de los milenos se han dado en torno a
lo que hoy es Turquía, siempre codiciada puerta hacia el Oriente.
Los sucesores de
Osama bin Laden sueñan con la restauración de ese gran califato otomano que
dominó todo el Oriente Medio durante cinco siglos y fue pulverizado después de
la Primera Guerra Mundial por medio de una guerra donde brilló Lawrence de
Arabia, autor de Los siete pilares de la sabiduría, libro imprescindible para
comprender lo que sucede hoy en el Oriente Medio. Las fronteras artificiales que
en la actualidad vuelven a cuestionarse en Irak, Siria, Líbano, Arabia Saudita,
Sudán, Yemen, la antigua tierra Santa, Egipto y el norte de Africa, surgieron de
la rebatiña que hicieron los imperios en los años 20 del siglo pasado, asunto
bien relatado por Lawrence de Arabia en su magistral obra.
El asesinato del
heredero de la corona autro-húngara en Sarajevo habría sido la chispa que
encendió el fuego en aquella ocasión en el este europeo, pero en la actualidad
el polvorín está a punto de estallar en el este de Ucrania, donde una Europa
débil incitada por los estadounidenses presiona en las fronteras de un viejo
imperio ruso que trata de renacer bajo la batuta del nuevo zar, Vladimir Putin,
y considera con el apoyo de China que no debe ceder ante los intentos
occidentales de quitarle sus cotos vedados.
Siguen los
combates en el mismo lugar donde fue derribado un avión de Malaysia Airlines
lleno de holandeses que se dirigían a las tierras del Extremo Oriente,
convirtiéndose en víctimas colaterales de un conflicto que apenas comienza y se
desarrolla al lado de los países balcánicos que se han caracterizado por ser
escenario de las primeras chispas de conflictos territoriales entre las grandes
potencias: Alemania, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y el desaparecido
imperio Austro-Húngaro, a los que se agregan hoy China y los nostálgicos del
desaparecido Imperio Otomano y de ese gigantesco califato soñado donde se espera
reinarán las leyes islámicas de la implacable sharia y el canto interminable de
los muecines aupados en las torres de las mezquitas, mientras se lapida a las
adúlteras y se mutila a los ladrones de gallinas.
El éxodo de los
desplazados, la destrucción de ciudades enteras y pueblos en Libia, Irak, Gaza,
el este de Ucrania y Siria, lugares que de nuevo deberán ser reconstruidos desde
la nada cuando se apaguen por un tiempo los cañones y los bombardeos, el llanto
e los niños, las madres y los abuelos aterrorizados, el silencio de los muertos
y la tristeza de los mutilados, todas esas tragedias generales o personales,
están siendo observadas en estos momentos en directo por una humanidad de
zombies manipulados por la imagen y las noticias permanentes que impiden toda
posibilidad de análisis y cualquier distancia filosófica ante la maldad infinita
de los poderosos.
En la exposición
que la Biblioteca Nacional de Francia presenta sobre los últimos días de antes
del estallido de la Primera Guerra Mundial en el verano de 1914, el visitante
queda espantado ante la similitud de ambos momentos históricos: 1914 y 2014.
Vemos como en las ciudades seguía la vida normal, los paseos, las carreras de
caballos, los pic-nics, las fiestas, mientras afuera se daban todos los signos
de un conflicto decidido allá lejos, en las altas esferas de poder, por los
grandes líderes que mandan a sus pueblos a la guerra como carne de cañón. Y lo
peor, que las noticias provenían de lugares familiares que hoy resuenan en
nuestros oídos como si la historia se estuviese repitiendo.
Es impresionante
ver como millones de soldados salían felices a la guerra como un juego sin
imaginar un instante que el conflicto duraría cuatro años y dejaría al
continente herido bajo el horror de las armas químicas, los gases y el sonido de
tanques, bombarderos y fusiles. Ahora, un siglo después, se sabe que zonas
enteras son camposantos donde reposan millones y millones de jóvenes triturados
por la máquina infernal de una guerra que el hombre parece convocar de manera
cíclica, como si la muerte y el éxodo tuvieran permiso eterno a través de los
siglos.