Por Eduardo García Aguilar
Tarde
 o temprano los poetas, cuando llegan a su crepúsculo, se ven
 abocados a solicitud de amigos o editores a reunir en un volumen los 
poemas que han escrito y publicado a lo largo de sus vidas, descartando 
por supuesto aquellos que escribieron en su adolescencia y les parecen 
impublicables. Armar la Poesía Reunida es una tarea difícil para los 
autores más rigurosos y exigentes, que aplican una autocrítica severa a 
sus producciones. El rigor de estos autores es benéfico porque no solo 
en cada volumen publicado con anterioridad han aplicado un tamiz 
implacable sino que ahora, mirando con la perspectiva del fin, pasan 
revista a lo creado en esos extraños instantes de iluminación que 
constituye el ejercicio poético en las diversas etapas de la vida, en 
tiempos de dolor o de júbilo, enfermedad o vigor.
Por lo regular los poetas salvan algunos poemas escritos entre los 20 y los 25 años cuando ya han encontrado un atisbo de voz y practican la palabra poética con mayor conocimiento de causa. En otras ediciones posteriores se arrepienten y arrancan esos textos para colocarlos en el desván de la Juvenilia, que sería una muestra de lo escrito por el muchacho loco que rellena cientos de hojas con textos donde trata de imitar a otros autores que ha leído y fracasa de manera estruendosa en el intento, porque aun no han vivido ni han recorrido el gran tobogán errático de la existencia que nutre las obras maduras.
Por lo regular los poetas salvan algunos poemas escritos entre los 20 y los 25 años cuando ya han encontrado un atisbo de voz y practican la palabra poética con mayor conocimiento de causa. En otras ediciones posteriores se arrepienten y arrancan esos textos para colocarlos en el desván de la Juvenilia, que sería una muestra de lo escrito por el muchacho loco que rellena cientos de hojas con textos donde trata de imitar a otros autores que ha leído y fracasa de manera estruendosa en el intento, porque aun no han vivido ni han recorrido el gran tobogán errático de la existencia que nutre las obras maduras.
En general para los poetas el modelo de Arthur 
Rimbaud, ejemplo proverbial de precocidad y genialidad, es un peso 
terrible para alimentar su incertidumbre y por lo tanto todo lo que 
escribieron antes de los 20 les parecen textos impresentables, 
imitaciones, balbuceos escatológicos o románticos que observan con 
ternura pero no se atreven a publicar nunca en volumenes. Otros poetas 
estusiastas que desde muy temprano publicaron sus producciones iniciales
 se avergüenzan después de haberlos dado a la luz y recogen como pueden 
los ejemplares de esas colecciones para esconderlos. Otros que nunca 
entendieron el camino de la poesía producen a lo largo de sus vidas 
miles y miles de poemas que dan a la luz al instante, sin dar a esas 
palabras la posibilidad de cristalizarse ante el paso del tiempo. Los 
grandes poetas por lo regular son aquellos que se caracterizan por obras
 reducidas donde cada texto es una gota de vida marcada por el tamiz del
 tiempo. Su obra poética es además su propia vida lejos del instante y 
el bullicio de los reflectores. 
Los grandes poetas del siglo XX y
 los contemporáneos importantes de este siglo XXI prefieren macerar y 
añejar en las gavetas durante mucho tiempo los textos escritos y cada 
década o cada tres lustros deciden revisar y seleccionar los textos más 
salvables para publicar un libro. El oficio poético requiere del autor 
una conciencia absoluta del silencio y el olvido al que están condenados
 en vida, lo que les otorga una paciencia que los acerca a la sabiduría 
de los santos. Los grandes poetas  se han dedicado y se dedican siempre a
 otros oficios en sus largas vidas: son abogados, banqueros, maestros, 
profesores universitarios, traductores, editores, burócratas en 
ministerios y saben que nada pueden esperar de sus libros más que el 
placer de pulir gota a gota esos instantes en que la voz aparece para 
captar el mundo y la vida que en ella circula. 
A diferencia de 
los novelistas que participan en la agitada industria editorial y deben 
estar presentes en los medios para existir y competir por preseas y 
honores o lograr muchas ventas, escribiendo incluso contra su voluntad 
para que no los olviden, los poetas saben que están olvidados de 
antemano y son una anomalía en las sociedades de hoy y por eso caminan 
largas travesías del desierto dedicados a las pequeñas cosas de la vida,
 a su trabajo, la familia y la vida cotidiana. De repente los poetas 
sentados en un café o en una roca frente al mar o contra el río escriben
 esos textos que surgen del instante como estalacticas en cavernas sin 
tiempo. Los más afortunados logran en su vejez el reconocimiento 
apasionado de las nuevas generaciones y aceptan los honores con humildad
 y con cierta ironía.
Tal ha sido el destino de los colombianos 
Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara y de tantos magistrales poetas 
latinoamericanos desde José Asunción Silva y Julio Herrera y Reissig 
hasta Enrique Molina, Pablo de Rokha, Gonzalo Rojas, Carlos Martínez 
Rivas o Jorge Tellier y otros muchos del mundo como Rilke y Cavafis 
cuyas obras son reducidas a unos cuantos puñados de poemas inolvidables.
 Y ese ha sido el destino de todos los poetas del mundo cuyas obras a 
veces solo han sido publicadas después de muertos, como fue el caso de 
Porfirio Barba Jacob y Fernando Pessoa y tantos otros que dejaron 
cientos de páginas en los baúles del olvido.      
En el prólogo a
 su antología poética personal, el gran poeta anglo-alemán Michel 
Hamburguer (1924-2007), quien además fue el mayor traductor al inglés de
 Goethe, Hölderlin y otros muchos autores alemanes de todos los tiempos,
 explica con detalle la dificultad que encontró al armar su poesía 
reunida y como al final decide publicarla en orden cronológico guardando
 poemas juveniles escritos cuando era soldado y que ahora le parecían 
demasiado marcados por las influencias del momento. Al final cede de 
nuevo y como homenaje a ese joven inexperto y aun carente de muchas 
experiencias vitales los rescata de la Juvenilia y los coloca al 
principio junto a los otros textos de madurez. 
Sus reflexiones 
sobre tarea de ser el propio antólogo en el crepúsculo son un ejemplo más
 de ese rigor ejercido desde siempre por los grandes poetas. Y la 
lectura de esos volúmenes son una verdadera delicia para los amantes de 
la poesía, porque al abrirlos parece que saliera de ellos una 
refrescante bocanada de aire marino o cruzaran corrientes de aire o agua
 cargadas de los aromas de la naturaleza y la vida. La poesía es el arte
 máximo de la palabra y en su contacto nos enriquecemos como los árboles
 de la savia que extraen de la tierra.      
---
* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 6 de noviembre de 2016.    ---

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
