El
guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992) cruzó el siglo XX sin
perder el aire de fronda juvenil dadaísta y vanguardista que vivió
cuando fue adolescente viajero. Participó en el dadaísmo, el futurismo y
el surrealismo y compartió en París habitación con el peruano César
Vallejo en los años locos de entreguerras. Autor precoz, publicó Luna
Park (1923), Maëlstrom (1926) y El sonámbulo (1937) y ya al final de su
vida El río: novela de caballerías (1986), su vasto volumen de memorias
irreverentes, que tuve la alegría de presentar en la Ciudad de México en
el Museo Tamayo.
Era
contemporáneo de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda, o sea que nació
cuando una extraña división internacional de la actividad literaria
imponía a los latinoamericanos el oficio de hablar de
dictadores, muchedumbres hambrientas, cocodrilos y serpientes
tropicales. Mientras menos ideas tuviera un
texto, mientras más subrayara el carácter supuestamente animista y
folklórico de nuestras tradiciones, más aceptación y regocijo entre los
buscadores de exotismo occidentales. Borges y Cardoza y Aragón se
rebelaron contra eso. Miguel Ángel Asturias y Neruda jugaron un poco el
juego.
Cardoza
y Aragón destruyó su propia estatua e invitó a incendiar los mausoleos y
los ataúdes donde los incrédulos sepultan las palabras y las ideas. Su
vida y obra nos invitan a perdernos en el bosque encantado, a no
conceder jamás ante a las tentaciones que la realidad tiende para
atrapar y apagar a los poetas. El escritor rebelde debe lanzarse
gritando al otro lado del espejo, para llegar a un mundo de donde jamás
habrá retorno.
Antes, otros
latinoamericanos intentaron rebelarse como José Asunción Silva, el
mexicano José Juan Tablada, el barroco uruguayo Julio Herrera y Reissig y
el chileno Vicente Huidobro, pero pocos lograron desaparecer al otro
lado del espejo y la mayoría de sus contemporáneos se guardaron una
llave para regresar al redil. Por eso lo que nos seduce de Cardoza y
Aragón es su creencia en el poder de las palabras en una época que las
perseguía. Y su obra fue incisiva y terrible, porque siempre dijo lo que
no se debía decir. Por eso no le dieron grandes premios.
La
generación modernista, tan criticada por "europeísta" y
"aristocratizante" fue la primera en dar voz universal al continente.
Llevando hasta sus últimas consecuencias el deseo de comerse al mundo
entero, los poetas y prosistas modernistas de fines de siglo XIX y
comienzos del XX se arrogaron el derecho de hacer exótico lo civilizado y
civilizado lo exótico. Viajando por conventos medievales, rocosas dunas
israelitas, bogando por el Mar Rojo, visitando la isla de Rodas, el
nicaraguüense Rubén Darío y el guatemalteco Gómez Carrillo conquistaron
un derecho al que otros renunciaron después.
Luis
Cardoza y Aragón, hijo de la señorial ciudad de Antigua, cruzó
silencioso el siglo XX como portaestandarte, médium, brujo, alquimista
de nuestra verdadera esencia latinoamericana: el viaje. Somos el fruto
de mil viajes y nuestro mundo es un puerto imaginado en cuyos muelles
atracan los barcos perdidos. Existimos en una dimensión que bien podría
estar al otro lado del espejo, donde el firmamento es el mar reflejado.
El autor de Pequeña sinfonía del nuevo mundo no hizo escuela y escribió
solitario en esa dimensión abstracta que pocos se atrevieron a
conquistar.
Al leer la
Poesía completa o El Río, ambos publicados por el Fondo de Cultura
Económica, uno descubre que entregó su vida a jugar con las palabras
convocando con ellas lo no dicho o lo inexistente. La obra del
guatemalteco brilla porque obdedece a dos pulsiones escasas: el deseo de
iluminarse, descubrir los goznes, tuercas, tornillos del misterio, y
por otro lado dejar pruebas del incendio y suscitar un destello en los
lectores que compartan el riesgo.
No
se puede catalogar a Cardoza y Aragón. Lo único que podríamos decir es
que está tan cerca de lo antiguo como de lo nuevo. Pudo sentarse en la
misma mesa con Safo, Virgilio, Ronsard, Breton o Maiakovski. A la
revolución de los modernistas agregó la conciencia cósmica que las
trompetas y los clarines del ritmo diluyeron y a la irreverencia de los
vanguardismos, a veces tan calculados y superficiales, le otorgó la
conciencia de la nada. A la pastelería de los alejandrinistas, para
quienes lo profundo es una congoja de payasos, le tiró un bote de
basura. A los poetas "comprometidos que escribían para el pueblo y otros
hastíos similares", como su amigo Pablo Neruda, los invitó a dejar de
negociar con el estómago vacío de los otros para llenar el suyo. Por eso
reivindicó a los derrotados y dijo: "admiro a los desconocidos que
crearon bien o mal, los diarios intimos que nadie leyó, las memorias
desaparecidas, los cuadros que nadie vio, las sinfonías nunca tocadas,
los poemas nunca leídos".
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 11 de febrero de 2024.
* Versión condensada de un texto más amplio leído en la presentación de El Río en Ciudad de México el 8 de noviembre de 1986 y publicado en Sábado, Unomásuno, Ciudad de México.