LOS 30 AÑOS DEL CENTRO GEORGES POMPIDOU
Como esos viejos patriarcas de bastón que recuerdan sordos y semiciegos las batallas y emboscadas de hace medio siglo, debo decir con estupor que estuve presente el 31 de enero de 1977 en la inauguración del Centro Pompidou, enorme factoría de tubos y turbinas que cumple 30 años de existencia, aún más moderno e inquietante que al principio. Tenía 23 años, estudiaba simultáneamente en ese entonces en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en el seminario de un experto en Keynes y en la hoy legendaria Universidad París VIII, situada en el bosque de Vincennes, y para redondear mis fines de mes trabajaba como ayudante en la sección femenina de moda de la famosa revista L´Express, situada en ese entonces en la rue de Berri, junto a los Campos Elíseos.Me encargaba allí de entregar a modelos y fotógrafos trajes y productos que las marcas de moda enviaban a la revista para ser reseñadas en la sección y luego recibirlos de las mismas preciosas manos, empacarlos y hacerlos regresar a Pierre Cardin, Yves Saint Laurent, Castelbajac, Armani, Kenzo, Dior y otras estrellas de la industria del lujo. La revista, que era entones mucho más importante de lo que es hoy, fue el primer semanario moderno francés, inventado por Jean Jacques Servan-Schreiber y Françoise Giroud y constituía el centro de la noticia y un verdadero faro de la modernidad y la ideología liberal atlantista en la Francia del pesidente Valery Giscard d´Estaing, que acaba de autorizar el aborto y aplicaba en leyes las exigencias en materia de sociedad de los revolucionarios de mayo de 1968.Había llegado a Francia en abril de 1974, poco después de la muerte súbita de Georges Pompidou y cuando el país estaba en plena campaña para las elecciones presidenciales que oponían a Giscard y al socialista François Mitterrand. Pompidou, cuya esposa era una larguilínea experta en materias de arte contemporáneo quiso pasar a la historia al crear un museo ultramoderno que terminara para siempre con los lúgubres antros llenos de polilla y abriera puertas a la muchedumbre entre cafeterías, luces de neón, proyecciones cinematográficas, música y un ambiente de modernidad. Pero murió antes y la inauguración le correspondió a Giscard, acompañado por varios presidentes africanos, entre los que estaba el intelectual y poeta senegalés Leopold Sedar-Sengor.Alice Morgaine, que dirigía Madame Express, me pasó a mí y una bella amada mulata la invitación para entrar y después de un escarceo con los policías que ejercían el racismo anti-extranjero, anti-negro y anti-árabe en las puertas del museo que acaba de admitir a los presidentes africanos, pudimos subir por las escaleras entubadas que causaban conmoción mientras afuera reinaba como siempre un lóbrego clima invernal. Toda la zona estaba arrasada después de la destrucción del mercado de Les Halles descrito por Zola en El vientre de París, por lo que la inauguración del Museo Beaubourg, como también se le llama, constituyó un ensayo general para reanimar una zona deprimida, suscitando las críticas más feroces. Pero sólo basta viajar a esos instantes ahora históricos que mojan tantas páginas en la prensa europea para entender la electricidad que reinó allí como un parteaguas: a un lado policías racistas que nos molestaban y nos pedían regresar de donde veníamos, señoras elegantes con abrigos de visón y al otro presidentes africanos y jóvenes de cabellos largos despeinados vestidos de todos los colores y recién levantados después de días de sexo, peace and love, Pink Floyd, In a Gadda da Vida, Cream y Doors. Diseñado por Rogers y Piano, que hicieron la maqueta como chiste y juego de azar, el edificio ha logrado pasar las décadas con éxito habiendo admitido al parecer 189 millones de visitantes. En su vida ya respetable abrió vasos comunicantes con Moscú, Berlín y Nueva York, redefinió y revisitó movimientos como dadaísmo, cubismo, expresionismo, situacionismo y todas las tendencias del pop art desde Marcel Duchamp y su orinal hasta Andy Warhol y los nuevos que revisan la explosión artística de los años sesenta y setenta. Esas dos décadas llenas de sorpresas y revoluciones artísticas fueron sin duda parteaguas a nivel mundial, como en su momento lo fueron los años 20. Son épocas de rebelión que marcan tendencias para largo y redefinen la relación del hombre con su tiempo derrumbando íconos y abriendo nuevas puertas para la cultura humana.Ahora, tal y como lo hacen el Guggenheim y el Louvre, el Pompidou se clona en otras partes del planeta, lo que muestra su actualidad en tiempos de derrumbe de fronteras y muros. Haber estado presente ahí en ese momento que hoy se analiza desde diversos ángulos anima en la lucha por defender la iconoclastia, el espíritu crítico, la tolerancia y la alerta permanente hacia lo nuevo que surge de los artistas rebeldes de ciudades y suburbios. Con el arte y la libertad de expresión artística se puede luchar contra el unanimismo de las fuerzas macabras que en pleno siglo XXI creen todavía que estamos en tiempos de Hitler, Franco y Musolini.
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Sunday, January 28, 2007
LA AMADA SALVADOREÑA DE SAINT EXUPERY
Eduardo García AguilarPoco a poco crece el mito de la diva Consuelo Suncín, una pequeña salvadoreña que desde su humilde pueblo natal de El Salvador, en América Central, saltó de amante en amante y de esposo en esposo, hasta ser la tributaria de la obra de Antoine de Saint- Exupéry y la musa que lo llevó a crear El Principito, uno de los libros más famosos del siglo XX.Según la leyenda, Consuelo salió de su tierra natal, un pueblo llamado Armenia, hacia a México, a donde llegó en los albores del siglo XX en busca de fortuna. Allí, después de unas aventuras poco felices, encantó al entonces Ministro de Educación, el escritor José Vasconcelos, quien dedicó a la mujer páginas inflamadas de sus Memorias, iniciadas con el famoso volumen Ulises Criollo. La mujer quedó plasmada para siempre en esa obra, que es una de las más bellas escritas en el siglo XX por un mexicano, ya que es un himno a su patria, escrito con una prosa llena de efectos, deslumbrante y auténtica como pocas, gracias al talento y la emoción con que describe su tiempo y los paisajes de su extenso y variado país. Cualquier diva quedaría feliz con ser sólo la inspiración de estas páginas memorables, pero ella nos guardaría aún mayores e increíbles sorpresas amorosas.A lo largo de las páginas de Vasconcelos fluye la pasión secreta que suscitó en él esta diminuta mujer, que en apariencia no tenía gracia muy especial. Enloquecido de deseo por su nueva amada salvadoreña y lleno de culpas atroces por ser infiel a su esposa -una abnegada matrona de la bella tierra de Oaxaca-, la llevó de viaje a París, en un juego de laberintos, pues a su vez traicionaba a otra de sus amantes, la muy intelectual y muy aristocrática Antonieta Rivas Mercado, que despechada por la traición del tribuno, se suicidó lanzándose desde las alturas de la catedral de Notre Dame, en un melodrama de crónica roja que inundó los titulares de los periódicos amarillistas.Consuelo Suncín voló de los brazos del gran Vasconcelos y llegó a los del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, considerado como el más exitoso escritor latinoamericano de su tiempo y para muchos el mejor prosista de la generación modernista. Vasconcelos, que era una verdadera leyenda del continente y un frustrado líder mexicano que mucho después moriría marcado por el fraude que le impidió llegar a la Presidencia de su país, recibió el golpe en silencio y sólo pudo exorcizarlo mucho después en las bellas páginas que le dedicó a la mujer, a quien puso el seudónimo de Amparo.Gómez Carrillo, autor de casi un centenar de libros de crónicas que eran editados en París por la viuda de Ch. Bouret y en Barcelona por Sopena, tuvo tal éxito, que gozó de gran fortuna y su prosa amena y llena de sorpresas, sus páginas de viaje y descripciones de la primera guerra o la vida de la belle-époque europea eran leídos en todo el mundo hispanoamericano. Vargas Vila lo odiaba y lo envidiaba por su éxito y porque a fin de cuentas tuvo mayor penetración en los medios literarios europeos de aquel tiempo, cuando él y Rubén Darío acudían a la mesa etílica del gran Verlaine y vivían con intensidad la vida mundana y cosmopolita de los tiempos de entreguerras, dominados por el art-déco, el surrealismo, el cubismo, las nuevas técnicas de comunicación inalámbrica, el cine y los raudos autos de lujo. Pero pese a su éxito y a estar con la salvadoreña, Gómez Carrillo sucumbió en pleno esplendor de la vida, a los 54 años, cuando a su alrededor cundían los elogios y la admiración de sus contemporáneos. La fortuna del malogrado escritor Gómez Carrillo, el best-seller desbordado de su tiempo de quien pocos se acuerdan hoy, pasó de inmediato a Consuelo Suncín, quien no tuvo más remedio que sufrir luego los avances de otro grande, Gabriel D'Annunzio, el autor de Gog y Magog, y de otros hombres de letras de su tiempo. ¿Qué tenía? ¿Cuál era su misterio? ¿Por qué los escritores morían de amor por ella y le daban todo?Pronto la conoció Antoine de Saint-Exupery, un piloto de leyenda y escritor aristócrata del sur de Francia, que hizo todo por seducirla, como invitarla a dar una vuelta en avión por las alturas argentinas y decirle que lo dejaba caer si no aceptaba estar con él y darle un beso en el instante. El bonachón Saint-Exupery la amó con locura, pese a la oposición de la familia francesa y se casó con ella, causando reacciones encontradas en la sociedad de su tiempo. Después viene el relato de este amor loco, los celos del autor de Piloto de Guerra y Tierra de Hombres, el exilio en Nueva York durante la guerra, la aparición de El Principito y el misterioso fin en un accidente de su avión en las costas mediterráneas, cerca de Marsella, tragedia en torno a la cual se tejen todo tipo de historias, como por ejemplo que el propio novelista cayó en el mar a propósito, desesperado por los celos.Muerto Saint-Exupéry, la Suncín, ya millonaria, afrancesada y heredera de los derechos y las propiedades del autor francés, pasó los últimos años de ancianidad en París convertida en centro de amistades y admiración, hasta que a su vez se enamoró de su jardinero y chofer, un español simple y joven que tras la muerte de la anciana heredó toda la fortuna del guatemalteco y los derechos editoriales del francés, cosa que jamás perdonaron ni la familia de este último ni los medios intelectuales de Francia.Hace unos años, en una fiesta en el bulevar Saint-Germain con motivo del centenario de Saint-Exupéry y la aparición de varios libros autorizados por el heredero español, las botellas de champán se quedaban sin abrir en ausencia de invitados. El mundo editorial francés, los diplomáticos y con mayor razón la familia no acudieron al cóctel. El inmenso patio dieciochesco estaba semivacío bajo el sol de mayo. Pero unos cuantos curiosos estábamos allí admirados, hablando con el último amor de la diva, ese español simple que nos decía con afabilidad crepuscular: "!Beban, beban champán, muchachos, que invita Consuelo Suncín!". Cosa que hicimos con alegría; pero era tanto el champán y tan pocos los asistentes, que no pudimos agotar aquellas botellas gigantes que se quedaron allí en ese jardín como prueba de que aún pocos en Francia comprenden la leyenda de esta salvadoreña inolvidable, que de cenicienta pasó a las glorias de la fama.
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ANTONIN ARTAUD: EXCENTRICIDAD, LOCURA Y POESIA
Eduardo García AguilarEn la futurista Biblioteca Nacional de Francia, situada al lado del río Sena, en uno de los sectores más modernos e inquietantes de París, no lejos del último manicomio donde estuvo internado, se presenta una amplia exposición sobre la vida y obra de Antonin Artaud (1986-1948), uno de los escritores malditos más excéntricos y atormentados del siglo XX. Perseguido por la locura a lo largo de su vida, con varios internamientos en hospitales psiquiátricos, este hijo de la mediterránea Marsella representa una variante muy atractiva del ejercicio artístico por su cercanía con el martirologio y la inmolación en aras de la creación. Artaud es uno de los representantes típicos del "genio loco", arquetipo romántico que ha sido abordado con fascinación por muchos autores, al lado de los casos de Nietzsche, Nerval y Maupassant. En Francia, el ya fallecido Jacques Derrida, autor de De la Gramatología, escribió notables páginas sobre este autor que descubrió en la adolescencia en Argelia y a quien considera un caso básico para explorar a fondo en los arcanos de la escritura. Artaud no tiene nada que ver con los grandes santones de las letras francesas como André Maurois, André Malraux y François Mauriac y tantos otros que siguieron una carrera convencional entre la sociedad, cerca del poder y de los salones literarios, pero sí con marginales rebeldes tan notables como Louis Ferdinand Céline, Blaise Cendrars, Jean Genet o Jean Paul Sartre. Mientras los primeros engordaban perfumados, sentados como Panatgruel frente a jugosos perniles, Artaud enflaquecía y perdía los dientes al mismo tiempo que lo invadían las voces de la demencia. Este poeta maldito fue la concreción de la belleza pura y del talento a ultranza y como Juana de Arco fue devorado por las llamas, convirtiéndose en mito. La exposición nos ingresa al mundo delirante de Artaud utilizando todos los instrumentos del multimedia: lo vemos en grandes pantallas en escenas de sus películas, como cuando representa a Savonarola antes de ser inmolado, escuchamos su voz de imprecación permanente, lo vemos actuar en películas del cine mudo, entramos en contacto con su letra atormentada escrita en las hojas de los cuadernos sin fin que podemos ver con las manchas de la cotidianidad, palpamos sus retratos de personas cercanas o médicos o enfermeras, viajamos a las tierras mexicanas donde vivió momentos de felicidad y tormento y seguimos las imágernes de esos indios cuyos rituales vivió con devoción iniciática.En México, país de entrañable locura, lo recibieron los artistas como a uno de los suyos y dejó huella en artículos publicados en el diario El Nacional, luego recopilados con un prólogo del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. En el legendario Café París del Centro histórico de la capital mexicana los miembros de la generación de Los Contemporáneos y probablemente el joven Octavio Paz lo escucharon con atención cuando contaba su experiencia iniciática entre los Tarahumaras. Tal vez allí en ese México surrealista de Diego Rivera y Frida Kahlo, donde la colorida realidad es a veces más delirante que los delirios, Aratud fue feliz porque su locura francesa se volvía allí normalidad y porque los rituales prehispánicos embonaban con su mal. En la exposición las paredes están llenas de frases suyas extraídas de su desesperada correspondencia, cuando desde las celdas pedía a gritos y escritos su libertad. Se reproduce allí esa grafía mural por donde suelen expresarse los presos y los locos y en medio de imágenes, fragmentos de películas, cuadros, videos, el espectador se vuelve un poco demente a su vez para entrar en comunión con el mártir de la palabra. Y de manera paulatina vemos como de la belleza inicial, de ese rostro de galán cinematográfico, su figura va convirtiéndose en la ruina humana desdentada y demacrada que terminó por legar a la historia. Y nada más útil que ese rostro martirizado para suscitar la culpa de una sociedad que lava sus pecados glorificando a sus malditos, perseguidos, enfermos, leprosos, sifilíticos, mutilados.Creador del teatro de la crueldad, poeta delirante inspirado por los paraísos artificiales y en especial por los efectos del peyote mexicano que consumió durante su visita a los indios tarahumaras, cercano a los surrealistas y dotado de un gran talento como actor y dibujante, Artaud pasó de los manicomios a la gloria como representante máximo en el siglo XX de la relación entre la locura y el arte. En un momento fue director irónico y onírico de la Oficina de investigaciones surrealistas, luego de que en 1924 ingresara al movimiento dirigido por su autoritario Papa André Breton, se orientó después hacia la teoría teatral en obras como en El teatro y su doble, donde busca sacudir al espectador y tras dejar huellas de su apostura en varias películas y obras teatrales, dejó via libre a su grafomanía en centenares de cuadernos que llenó en los años de internado en los hospitales de Rodez y Villejuif, entre otros.Pero lo más increíble es que al final los médicos sabían que a través de su paciente pasarían a la historia y se tomaban fotografías con él durante las sesiones de electrochoques. Artaud era la estrella del hospital y se le otorgaban todas las facilidades para que escribiera o dibujara sin límites. Gracias a esa admiración del poder médico por el "genio loco" podemos hoy viajar por su cartas y libros. Cuando salió libre antes de morir y fue invitado por las autoridades literarias a hablar en conferencias, llevó aún más a fondo su rebelión: se levantaba de la mesa en mitad de una lectura y abandonaba a ese público que lo miraba con curiosidad, desenmascarando así la farsa de la escritura y la figuración. Todo escritor cuerdo en esta sociedad es ya de por sí un loco, pero mucho más cuerdo es y seguirá siendo el verdadero "genio demente", que como Artaud rompe todas las ataduras con la gloria y la difícil e infame tarea de obtenerla.
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Monday, December 18, 2006
Brigitte Bardot, un símbolo sexual eterno
Ella tiene sin embargo un mérito en su atroz vejez: ama a los animales por sobre todas cosas y es una luchadora denodada por sus derechos.Aunque ahora es una horrenda bruja, descuidada y de extrema derecha, y su marido actual es un líder local del neofascista Frente Nacional en la Costa Azul francesa, frente al mar Mediterráneo, Brigitte Bardot fue el símbolo sexual moderno del siglo XX, ante quien palidecen todas las divas contemporáneas del cine y el modelaje. Uno puede admirar a Kate Mosss y Claudia Shiffer, sentirse maravillado por Ornella Mutti, Sharon Stone, Sophie Marceau, Emmanuelle Beart o la brasileña Sonia Braga o celebrar el surgimiento de las nuevas Scarlett Johanson, Isild le Besco, Julia Roberts, Nicole Kidman o Ludivine Seigner, pero nada destrona a esta mujer que creó los más grandes tumultos en los años 60 y 70 del siglo pasado.Más de medio siglo después de su consagración en el filme “Y dios creó a la mujer”, la Bardot es una leyenda tal vez sólo comparable a la italiana Sofía Loren, quien a diferencia suya ha sabido envejecer en la grandeza y la discreción de las grandes leyendas como Greta Garbo y Marlene Dietrich.¿Qué tenía esa mujer? Un cuerpo y una gestualidad únicas para romper con las tradiciones en boga en los años 50, cuando emergió en las pantallas del mundo. Poseía un rostro inolvidable y perverso, una sonrisa tierna y pulposa como ninguna otra y una gracia de gestualidades que la hacía brillar aunque fuera pésima actriz y cantante. Todos los hombres y las lesbianas del mundo soñaron con ella, pues era sexo y deseo puros, ángel total independiente y rebelde de cuyos labios y ojos emanaba la fertilidad hormonal nunca soñada por el Marqués de Sade, Georges Bataille, Alain Robe-Grillet y Charles Bukowski juntos. Tenía los labios más carnosos de la historia, ventosas del mal y el bien y su rostro realzado por el rímel, el maquillaje y el lápiz labial era tentación y ejemplo para las Lolitas de su tiempo. Ninguna, ni Marylin Monroe, a quien admiraba, o Catherine Deneuve, que pretendió emularla infructuosamente, lograron superarla en la leyenda del ser oscuro objeto del deseo mundial de mujeres y hombres.Nació en 1934 en el seno de una familia burguesa tradicional parisina y desde muy niña dio muestras de una belleza excepcional, como lo muestra la foto en que aparece vestida de organdí blanco en su primera comunión en 1945 y sus iniciales fotos de bailarina, donde se destacaban sus inmejorables y deseables piernas. Su primer esposo y descubridor fue Roger Vadim, una de esas típicas leyendas del donjuanismo francés, que más tarde corroboró sus méritos al llevar a la cama y al altar, entre sólo algunas de sus conquistas, a Catherine Deneuve y Jane Fonda.En 1956, Bardot, al interpretar la danza de mambo en “Y dios creó a la mujer” dio el paso hacia la fama mundial bajo la mirada de Jean-Luis Trintignan, quien la robaría a Vadim, e iniciaría la vasta lista de sus múltiples amantes, entre quienes figuraron el apuesto cantante Sacha Distel, Jacques Charrier, Sami Frey, el playboy alemán Gunter Sachs, el cantante Serge Gainsbourg y otros con nombres triviales como Patrick y Christian y decenas y decenas de hombres que la convirtieron en una de las más deliciosas libertinas de su época. Pero al llegar a la madurez rechazó operaciones y maquillajes inútiles y dejó que la fealdad aflorara poco a poco de las tersuras de su rostro, hasta convertirla en la odiada bruja derechista que hoy es, con sus declaraciones xenófobas y sus discursos más reaccionarios.Brigitte Bardot tiene sin embargo un mérito en su atroz vejez: ama a los animales por sobre todas cosas y es una luchadora denodada por sus derechos. Perros, caballos, martas, gatos, conejos, gatos, manatíes, ballenas, caballos, monos, gorilas, chimpancés, leones, tigres, panteras, jaguares, aves, reptiles, quelonios: todos ellos tienen en ella a una defensora irreductible frente a la depredación de la humanidad. Aunque odie a los hombres de supuestas razas inferiores, a los extranjeros árabes, negros o asiáticos que según ella le quitan el pan a los franceses, tiene ternura por todas las bestias y criaturas que sufren torturas en laboratorios o son objeto de abandono, maltrato, caza y pesca exageradas.Como depredadora sexual que fue amó y devoró gozosa y sin límites y como pocas a su vecino animal el hombre, que a su vez la gozó, la poseyó y la deseó en todas las pantallas del orbe. Brigitte Bardot fue la diosa del siglo XX, y su cabellera y su cuerpo perfumados pasarán a la historia como en su tiempo las más bellas esculturas griegas o las Venus de Boticelli u otros maestros italianos. Por eso triunfó con un filme llamado “Y dios creó a la mujer”. Cada día en el mito los dioses la crean y Francia con ella alcanza las alturas sublimes de Juana de Arco, incendiada en la hoguera de la intolerancia. Su horror crepuscular es nada frente a su lúbrica leyenda.
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Friday, December 01, 2006
EL TUSQUETS PARA ROSERO, UN PREMIO A LA GENERACIÓN SIN CUENTA
El importantísimo Premio Tusquets que acaba de obtener con la novela Los ejércitos el escritor colombiano Evelio Rosero -el más prestigioso para novela en el ámbito iberoamericano por la calidad de sus jurados y su lejanía de la corrupción editorial- y cuyo anuncio se dio en la Feria Internacional de Guadalajara, puede ser una sorpresa para muchos, mas no para quienes hemos seguido su camino desde el inicio con admiración y alegría.Da la casualidad que estuve en las calles llenas de libros de la entrañable XX Feria del libro de Guadalajara y en medio de la decepción que provoca la mediocridad del estrellato narrativo actual latinoamericano y en especial colombiano, la coronación de Rosero entre medio centenar de novelas por un jurado probo, es un gran acontecimiento para la narrativa colombiana y sin duda un giro sorpresivo que obligará a reposicionar la obra de varios autores de su generación, a la que Fabio Martínez ha denominado en su antología publicada por la Universidad del Valle, la Generación Sin Cuenta. Rosero (1958) comenzó desde muy temprano una obra literaria de méritos extraordinarios con una narrativa nerviosa, ágil, que nunca cedió a la facilidad y exploró los más inquietantes caminos de la locura y el horror de la vida. Con novelas como Mateo Solo (1984), Juliana los mira (1986), El incendiado (1988) y la para mí espectacular Las muertes de fiesta (1995), entre otras muchas obras, Rosero forjó un cuerpo narrativo de primer orden.Un día antes de conocerse la noticia, conversando con Jorge Herralde al término de una conferencia del argentino Ricardo Piglia, el editor español recordaba la publicación en Anagrama hace dos décadas de Juliana los mira, obra que ya auguraba el aliento del narrador colombiano, quien como tantos otros de su generación es rebelde y prefiere cierto margen, lejos del arribismo desbordado y cerca de revistas milagrosas como Puesto de Combate, animada por Milciádes Arévalo, en Bogotá. Pienso en escritores tan completos de la generación Sin Cuenta como Julio Olaciregui, Sonia Truque, Consuelo Triviño Anzola, Gloria Cecilia Díaz, José Luis Garcés, Magil, Juan Carlos Moyano, Tomás González, Julio Paredes, Fabio Martínez, Felipe Agudelo, William Ospina y otros más recientes como Pedro Badrán, Octavio Escobar y Pablo Montoya.Han pasado los años y Rosero ha seguido fiel a su estilo y a sus fantasmas sin ceder un solo instante a la feria de vanidades y corrupciones de la narrativa colombiana reciente, con sus ídolos falsos. Ya los adalides abusivos de cierta paraliteratura cantaban victoria haciendo tabla rasa de generaciones recientes y actuales y se pavoneaban como salvadores de pacotilla de la narrativa colombiana.En la fiesta convocada por Tusquets en el Centro de Industriales de Guadalajara, en ausencia de Rosero, se reunió el mundo editorial y literario iberoamericano asistente a esta Feria. Beatriz de Moura, la gran editora de Tusquets, estaba muy contenta en medio del inmenso salón y preguntaba sobre la posición de Rosero en la literatura colombiana y el significado de este premio. Hablamos sobre quién es Rosero: un hombre libre, un autor de novelas espléndidas, un habitante de ese país en guerra, un ser humano que nuestra generación conoce porque es una antena eléctrica de los males y las muertes de fiesta nacionales. De Moura destacó que la novela premiada podría ser una alegoría de todas las guerras y su universalidad hace que esos ámbitos puedan situarse en los balcanes u otros países encendidos por la conflagracion bélica mundial, donde las fronteras se pierden en el horror y el dolor provocado por la codicia de los poderosos.Viene a mi memoria ese Rosero siempre silencioso o felizmente ebrio, en quien se resumían las nocturnidades de Bogotá City, en aquella vieja cafetería de la Librería Nacional de la séptima o en las Residencias Tequendama repletas de poetas iberoamericanos o tomándonos unos whiskies en la Feria del Libro de Bogotá, cuando se celebraba a los escritores de la diáspora.Seamos claros, con Evelio Rosero toda una generación de escritores colombianos Sin Cuenta emerge desde los márgenes de una Colombia que excluye y mata. Todos ellos han llevado al extremo su compromiso con la palabra y la libertad como el iniciado hace tiempos por el legendario Jorge, el "Gordo" Valderrama en su suplemento de Vanguardia Liberal en Bucaramanga, luego por el Magazín Cultural de El Espectador, los amplios espacios en la red de Cronopios de Ignacio Ramírez, las revistas y los talleres de Isaías Peña Gutiérrez y mucho antes por el inolvidable Manuel Zapata Olivella en Letras Nacionales.Esa es una literatura que surge desde todos los puntos cardinales del país y desde todos los estratos y que no es confiscada por el obtuso exclusivismo de los "gomelos" de Medellín y Bogotá, para quienes lo urbano colombiano sólo existe allí alrededor del bogotano Gimnasio Moderno y que decretaban ya el triunfo de una paraliteratura que extermina al reciente pasado y al presente de la Colombia profunda. Con el Premio Tusquets a Rosero podemos decirles, chao, chao, bye, bye, nos vemos en el ring.
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Sunday, November 19, 2006
LA ALEGRÍA DE PRESENTAR AL ANIMAL EN MÉXICO
Los poemas del libro, reunidos en dos colecciones, Fuego de Amazonas y Animal sin tiempo, son un homenaje a las enseñanzas adquiridas en México a lo largo de los años.México es una de las dos grandes capitales culturales del continente americano y por eso es una felicidad regresar a este país a presentar un libro, en este caso el poemario Animal sin tiempo, editado por el Pen Club de México y la editorial Praxis. México siempre abre las puertas a los poetas latinoamericanos y del mundo entero y en lo que respecta a Colombia, las ha abierto desde siempre, como ocurrió con Porfirio Barba Jacob y Álvaro Mutis, entre otros muchos. En mi caso, en muchos años de residencia aquí he encontrado abiertas las puertas de las editoriales y los periódicos, cuando no de las felices cofradías literarias que abundan en los cafés de los barrios añejos. Todos los latinoamericanos han encontrado aquí los espacios necesarios para publicar sus obras y difundirlas con el entusiasmo y la amplitud que propicia cada semana muchos eventos de este tipo. Cada libro encuentra aquí su fiesta y los autores son celebrados con entusiasmo porque cada libro es una ventana nueva hacia el olvido.El lugar de la presentación este jueves fue la maravillosa Casa del Poeta Ramón López Velarde, situada en la Colonia Roma, en la tradicional calle Álvaro Obregón, en un barrio de casonas antiguas porfirianas y parques y calles hermosas con aires de siglo XIX. López Velarde, un anómalo poeta provinciano, de la cuidad minera de Zacatecas, que introdujo las minucias del terruño y la chismografía familiar en la tradición poética mexicana en los años 20 del siglo pasado. Desde hace 15 años esta casa acoge a los poetas y abre sus espacios para que los libros existan con total dignidad. Y el fantasma del magnífico poeta provinciano está ahí siempre presente con su traje modesto, sus loros parlantes, los campanarios decimonónicos y las novias de antaño.Vale la pena esperar años, lustros y décadas tal vez, para que por fin se concrete la edición de una colección de poemas fraguados al calor de una época, en los afortunados y múltiples viajes del destino, por los senderos del dolor y el desarraigo. Los editores, que tienen vocación cosmopolita, acogieron estos poemas, en una presentación multinacional, cuyos comentadores, amigos e indulgentes, venían de Cuba, Chile, Guatemala, Uruguay y México y trataban de encontrar en esas palabras vasos comunicantes con la poesía latinoamericana. De Cuba se sentían los ritmos barrocos del poeta Severo Sarduy o las travesuras del Grupo Orígenes, de Uruguay la singular anestesia de Julio Herrera y Reisssig, de Chile el delirio de Vicente Huidobro o Pablo de Rokha, de México las piedras del sacrificio y los humos volcánicos del Popocatépetl abordados por Octavio Paz y de Guatemala la gesta poética de Luis Cardoza y Aragón. Con tales presencias la fiesta sólo podía ser fenomenal: después de tantos años llegan los amigos escritores con los que se ha compartido mucho tiempo, poetas, narradores, ensayistas y además los artistas plásticos que siempre están aquí en confluencia con la poesía.La portada del libro es de Pierre Alechinsky, el gran pintor belga perteneciente al rebelde e iconoclasta Grupo Cobra, que animó desde 1950 varias décadas de rebeldía en las artes pictóricas y quien cada día nada sobre sus telas asido a sus pinceles voladores sobre caligrafías chinas y eternas. La edición es bella, pulcra, sin erratas, cuidada con el amor que Praxis entrega a cada libro de poesía desde hace 25 años exactos, convirtiéndola en una de las líderes en la edición sostenida de libros de poesía en el continente. Los poemas del libro, reunidos en dos colecciones, Fuego de Amazonas y Animal sin tiempo, son un homenaje a las enseñanzas adquiridas en México a lo largo de los años, una reivindicación de ese Cruce de los Vientos que es México para los latinoamericanos y europeos. Porque para ejercer la poesía hoy se requiere hablar con esas tradiciones y tendencias, escucharlas y asimilarlas, mezclarlas, agitarlas, hacerlas chillar como decía Octavio Paz.Aquí el surrealismo de Breton y Crevel encontró su crisol y Neruda, Asturias, Cardoza y Aragón, Mutis, César Moro y muchos otros generaron nuevas raíces simultáneas hacia sus propios cielos. Cuando el Salón de la Casa del Poeta López Velarde se va llenando de tantos amigos que uno no ve hace años y después, al calor del vino, todo parece ser un congregado de moléculas afectuosas que se iluminan por el intercambio, no queda más que reivindicar a una nueva patria poética que vive sobre miles de ruinas y de esplendores y horrores pasados, una patria generosa que abre sus brazos a las poesías que vienen de lejos y expele hacia el mundo una literatura que nunca se agota y por el contrario se multiplica con entusiasmo. El Animal sin tiempo nace pues ahí en medio de la colonia Roma, entre amigos y calles entrañables de una ciudad que nos vuelve a parir desde sus extrañas de piedra.
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Thursday, November 16, 2006
EL MILAGRO DE LA CIUDAD DE MÉXICO
En sólo 50 años la ciudad, considerada por Carlos Fuentes como la región más transparente del aire, se convirtió en una de las megalópolis más grandes del mundo.Cuando algunos críticos provenientes de países europeos preguntan con aire superior sobre el caos de la Ciudad de México, yo prefiero hablarles del milagro de que todo funcione tan bien en el inmenso cuadro asfaltado de casi 50 kilómetros cuadrados de superficie. El hecho de que centenares de miles de semáforos en miles de avenidas estén coordinados y fluya el demencial parque vehicular de millones de automotores, mientras llega agua a la mayoría de las habitaciones y las alcantarillas evacúan los detritus de 20 millones de habitantes, es algo que pertenece más a la esfera del milagro, el realismo mágico y la fantasía que de la realidad. En sólo 50 años la ciudad, considerada por Carlos Fuentes como la región más transparente del aire, se convirtió en una de las megalópolis más grandes del mundo, donde niños van a la escuela, gente corre al trabajo, políticos desvían el dinero del presupuesto a sus bolsillos, vendedores ambulantes pululan en las calles, ladrones acechan con sigilo, músicos callejeros cantan a todo pulmón, prostitutas ríen con diente de oro en las esquinas, policías cobran mordida y donde ciegos, payasos, luchadores, gays y enanos defienden sus derechos, mientras la música suena por todas partes bajo una capa pesada de irritante contaminación cobriza. Dicen que hace medio siglo los atardeceres eran de un color fucsia napolitano y que los volcanes se veían nítidos desde los floridos parques de la capital, que tenían aires de provincia entre la música de los organilleros y el olor delicioso de comidas y dulces, como algodones de azúcar y caramelos de intensos coloridos surrealistas. Los que sobreviven de aquellos tiempos relatan con estupor la manera como en un abrir y cerrar de ojos la acelerada modernidad creó barrios de millones de habitantes sobre infectos lodazales y abrió avenidas, mientras crecían como hongos los rascacielos desde que el primero, la Torre Latinoamericana, hirió el cielo con sus agujas en 1954, en pleno auge de Cantinflas, Resortes, Tintán, María Félix y Jorge Negrete. Cuando desde el avión uno siente pasar los minutos sobre el tejido urbano y percibe la nave que planea despaciosamente sobre las azoteas, celebra con júbilo poder distinguir entre el laberinto de calles espacios tan amplios como el bosque de Chapultepec, con sus lagos, castillos y el palacio presidencial de Los Pinos, o el pulmón verde de la Ciudad Universitaria, cuando no las colinas que hace siglo y medio pintaba desde montañas cercanas el paisajista José María Velasco. Todo eso está en los murales de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, los relatos de Carlos Fuentes, las canciones de Agustín Lara, los poemas de Octavio Paz, el mambo de Dámaso Pérez Prado y en el gran cine de oro mexicano donde se guarda el testimonio en blanco y negro del más increíble milagro contemporáneo. La misma impresión del viajero que sobrevuela la ciudad en este 2006 debió sentir desde las alturas volcánicas de la Mujer Dormida el grupo de conquistadores que descubrían a los lejos la ciudad de los lagos de Tenochtitlán, capital del imperio azteca y sede del tlatoani Moctezuma, quien entre los plumajes y la vocinglería de los animales de su zoológico personal intuía que el fin del mundo llegaba encarnado en la fiereza de los conquistadores, disfrazados con trajes de metal, cascos brillantes, caballos enhiestos y en el griterío de los perros que los acompañaban. Era la ciudad más grande del Nuevo Mundo, la gran capital prehispánica signada por los rituales y los sacrificios y el ir y venir de las canoas por las aguas de los canales que hoy pueden verse intactos en Xochimilco. El mismo estupor debieron sentir los viajeros del siglo XVIII y XIX, que como Humboldt y Bolívar vieron ya la ciudad colonial con su palacios enormes, plazas y catedrales más grandes incluso que las de la madre patria española, pues los colonizadores llegaron para quedarse en el valle del Anháuac y construir copias más fabulosas de las ciudades y pueblos que abandonaron para siempre al otro lado del mar. Ciudad prehispánica, ciudad colonial y ciudad moderna que imita los rascacielos de Nueva York conviven en este delirante mapa de fantasía que el viajero del siglo XXI percibe desde el avión que baja raudo hacia al aeropuerto capitalino, rozando techos de casas, canchas donde juegan muchachos, plazas donde manifiestan izquierdistas, patios de escuela donde chicas uniformadas rinden homenaje a la bandera y mercados de toldos rojos bajo los cuales hierve el colorido de las frutas tropicales y la humareda de los platillos culinarios sazonados con chiles que huelen a un México indígena y milenario que no cesa ni cesará de asombrarnos. Al tocar tierra, uno celebra el milagro de que esta urbe que resume todos los males terribles del siglo XX pueda albergar las inagotables identidades prehispánicas, latinoamericanas, neoyorquinas y españolas juntas y que además sea el crisol de una cultura popular en permanente movimiento.
# posted by Eduardo García Aguilar @ 8:22 AM 1 comments
Sunday, November 05, 2006
DANZA MACABRA DE BOMBAS Y MISILES
Todo parece un juego muy divertido de video, sólo que esta vez bastaría un ataque delirante del coreano Kim Jong Il o del iraní Ahmajinedad para que se desencadene la danza macabra de bombas y misiles.Ahora que saltan al aire los misiles iraníes, truenan las pruebas atómicas norcoreanas y se multiplican las amenazas de parte y parte en Estados Unidos, Europa, Asia, Oriente Medio y África, el ambiente mundial en 2006 se parece cada vez más a los tenebrosos meses que precedieron el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939.Irán dice poder golpear con sus nuevos cohetes toda la región del Golfo Pérsico e incluso aniquilar a Israel, mientras Corea del Norte hace estallar la bomba y lanza cohetes que sobrevuelan Japón y podrían llegar hasta Alaska. Encabezados por Irán, Corea del Norte y los aprendices de brujo nucleares de Pakistán, que les enseñan las artes atómicas, los nuevos valentones siguen incrementando peligrosamente la escalada y desafían a las grandes potencias y a las Naciones Unidas, que parecen ratones asustados ante las fauces del gato maléfico.Al Qaida siembra en el mundo la incertidumbre y lanza sus hordas de inagotables kamikazes que sueñan con las huríes que los recibirán en el paraíso tras hacer explotar trenes y aviones. Todo parece un juego muy divertido de video, sólo que esta vez bastaría un ataque delirante del coreano Kim Jong Il o del iraní Ahmajinedad para que se desencadene la danza macabra de bombas y misiles y desde Washington los halcones Bush, Cheney y Rumsfeld hundan el botón rojo. Incluso días antes de que estallaran las hostilidades en 1939 muchos creían posible un acuerdo con el valentón Hitler y sus amenazas parecían sólo fanfarronadas de aprendiz delirante. Los diplomáticos ingleses y rusos habían firmado pactos con él y creían que no iría más lejos en sus ambiciones bélicas. Al leer los diarios de la época en fechas previas al estallido de la guerra uno se asombra de que aún hubiera esperanzas.El poeta colombiano Barba Jacob, que escribía los editoriales del diario mexicano Últimas Noticias, afirmó el primero de septiembre de 1939 en un texto titulado «Ha estallado la guerra» que «anoche se rompieron las hostilidades entre Alemania y Polonia, y hoy, primero de septiembre, las huestes de Hitler invaden la patria Kosiusko y sus flotas aéreas derraman toneladas de metralla sobre las grandes urbes. Inglaterra y Francia, comprometidas en el siniestro, hasta este momento aún no lanzan sus hombres y sus elementos a la infernal hoguera. Ojalá no lo hagan y sigan el ejemplo de Italia de abstenerse, pues ni el apocalipsis ni el infierno pueden producirnos la visión de espanto que nos produce el sólo pensar que entren a la hornaza». Y al final el editorialista colombiano acusa a Inglaterra de haber «envalentonado» a Polonia, pues «a no ser por la actitud de Chamberlain, Polonia se hubiera avenido a discutir los dieciséis puntos de la propuesta formulada por Hitler ayer». Ingenuas palabras de poeta antes de que se iniciara el conflicto que terminó un lustro después con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.Ahora, en 2006, en Oriente Medio y el Oriente Lejano prosperan los regímenes teocráticos de jeques y dictadores que, con el pretexto de nacionalismo, religión y tercermundismo, están dispuestos a convertir el mundo en un polvorín de suicidas mientras sumen a sus pueblos en la ignorancia, el hambre y la esclavitud ideológica. Al otro lado del ring, bajo la mirada milenaria de los chinos, los países ricos de Occidente, encabezados por Estados Unidos, llenos de bombas y prósperos en la industria armamentista, incrementan el lenguaje agresivo para que cese la proliferación nuclear, pero guardan muy bien sus bombas atómicas y venden armas a diestra y siniestra a los mismos jeques o dictadores que los amenazan.En los países ricos el derroche y la soberbia crecen paralelos al delirio de sus líderes, interesados en servir los intereses de las grandes corporaciones, incrementar la acumulación desenfrenada de la riqueza en manos de unos cuantos y controlar las materias primas de los países periféricos, merced a sus dóciles agentes disfrazados de presidentes. Todos ellos hablan de paz, pero si no hubiera guerras en el mundo la industria armamentista no prosperaría y disminuiría el crecimiento de los países ricos.Allí donde se asoman impertinentes la paz y la concordia y ondean las banderas blancas, las grandes potencias productoras de armas como Estados Unidos, Alemania, Francia, Brasil y China ven una amenaza: no habrá cómicos dictadores que compren aviones caza, ametralladoras, tanques, misiles, bombas antipersonales, granadas, y todo tipo de elementos militares y presten dinero para ello mientras sus pueblos se mueren de hambre. La paz no le conviene a los poderosos. Cuando presidentes occidentales, jeques árabes y dictadores tercermundistas hablan de guerra e incitan a la batalla final, se llenan de oro los bolsillos de sus amigos y en los grandes balnearios del mundo los jugadores de bolsa ríen entre la champaña, mientras miran impasibles por CNN y Al Jazeera el dolor de los débiles, los mutilados y los huérfanos que deja la danza macabra de las bombas.
lunes, 19 de marzo de 2007
LA MUSA DE LOS EXISTENCIALISTAS
La menuda y gótica Juliette Greco sedujo a todo el mundo y pronto fue invitada a hacer cine en algunas producciones de Hollywood, bajo la protección de su amante, el anciano y poderoso productor Darryl Zanuck.
Tiene 80 años y su cuerpo altivo y delgado, bajo la luz circular de los proyectores, se insinúa bajo la tela del largo vestido negro ceñido que lleva desde hace 60 años por los escenarios del mundo. Pero ahora, en este febrero del suave invierno del año 2007, Juliette Greco está en el centro del escenario del Teatro de Chatelet al lado de otra leyenda, el pianista Gerard Jouannest, quien compuso la música para cuarenta canciones de Jacques Brel.
El teatro está a reventar y la electricidad se siente en el ambiente del lugar donde danzaron Nijinski y el ballet ruso en 1909. Cuando se presenta la llamada musa de los existencialistas la gente acude pensando que tal vez será el último concierto del ícono. Se imaginan que de entre bambalinas saldrá una anciana encorvada y temblorosa y por el contrario aparece esbelta, con inconfundible energía y luego caminará erguida hacia el micrófono, toda de negro vestida, mientras el público aplaude a la más grande leyenda viva de la canción francesa. A ese mundo llegó ella incitada por Jean Paul-Sartre, quien le ayudó a escoger las primeras letras de poetas y le consiguió una cita con el pianista Joseph Kosma para que le enseñara a cantar.
Eran los tiempos de la posguerra y El Tabú y La Rosa Roja, entre otras tabernas del barrio latino, se habían convertido en lugares de fama mundial, pues allí los nuevos hedonistas paganos se reunían a delirar luego de la Segunda Guerra Mundial y el genocidio nazi, todavía frescos en su horror mortífero.
Las revistas estadounidenses Life y Times otras publicaciones del mundo saludaban la emergencia de esa generación existencialista francesa que se vestía de negro y hablaba de filosofía entre la humareda nicotínica de los bares. Maurice Merleau-Ponty, Boris Vian, Albert Camus, Simone de Beauvoir y Sartre, al lado de Raymond Queneau, Jean Cocteau, Jean Marais, Marcel Marceau, Jacques Prevert, François Mauriac, Marguerite Duras, se daban cita allí donde circulaba el vino, la poesía y el amor. La filosofía, la poesía y la cultura en general habían conquistado los bares y aunque la explosión mediática falseaba la esencia del movimiento, Sartre aceptó que la Greco fuera considerada por la prensa como la musa y emblema del existencialismo.
En una hoja del 25 de julio de 1950 escribió el autor de El Ser y la Nada que él, compositor y autor lírico, se comprometía a entregarle a Juliette una canción escrita de su puño y letra antes del 10 de agosto de ese año. Los amigos de los bares El Tabú y La Rosa Roja la convencieron de pasar de la actuación a la canción para animar las noches de fiesta en esos lugares convertidos en tremendos éxitos comerciales. La guerra quedó atrás y los jóvenes sobrevivientes de los campos de concentración y de la Resistencia contra el invasor alemán y sus colaboradores volvían a la vida y querían beber y divertirse.
Existir ya era un milagro suficiente. Eran existencialistas. Y con ellos renacieron la literatura, el cine y el teatro, florecieron de nuevo las editoriales confiscadas, así como los diarios y las universidades. La menuda y gótica Juliette Greco sedujo a todo el mundo y pronto fue invitada a hacer cine en algunas producciones de Hollywood, bajo la protección de su amante, el anciano y poderoso productor Darryl Zanuck. María Callas, Orson Welles, Cary Grant, Tyrone Power, Marlon Brando, Trevor Howard, John Huston, Ava Gardner y otras estrellas la admiraron o la desearon. Fue la rompecorazones de la época y rechazó muchas ofertas que la invitaban a trivializarse en la danza millonaria del éxito para seguir fiel a su mito de cantante intelectual, amiga de poetas y filósofos, selectiva en la elección de las letras de sus canciones. Siempre escogió la calidad frente al fácil éxito masivo. Un piano y un acordeón y su voz: con esos tres instrumentos pasó de un siglo al otro. Durante 20 años la acompañó el pianista Henri Patterson, a quien ella rinde homenaje en sus memorias y ahora lo hace el inseparable Jouannest, no menos legendario que ella y a quien el público del Teatro de Chatelet le lanza ramos de rosas.
Esta noche, casi seis décadas después de su salto a la celebridad, la gente aplaude una tras otra las interpretaciones de esta mujer cuyo cuerpo de anciana sexy es arropado por las expertas luces de técnicos especializados que la aman desde hace décadas. A veces para una canción de amor o de pasión sexual la luz roja inunda el escenario, luego para otra sobre la inminencia de la muerte, aparece una luz blanca helada que inunda todo y la deja ver a ella ya casi convertida en la calavera que canta desde el más allá. Para hacer más intenso el contraste, sin duda ha pedido que los reflectores cubran claramente su rostro delgado e insinúen las oquedades sombrías del cráneo y el movimiento ágil de sus alargados dedos esqueléticos, mientras la mano acaricia el traje negro que la cubre. Se suceden las canciones de Leo Ferré, George Brassens, Jacques Brel, Serge Gainsbourg, Jean Cocteau, Charles Aznavour y la del genio popular que compuso la canción anarquista El tiempo de las cerezas, un himno al amor que según ella sólo puede ser revolucionario porque, nos dice, el amor es revolucionario.
Ha terminado el concierto. Todos de pie la aplaudimos una y otra vez y ella sale de nuevo a inclinarse ante respetable que la celebra, hasta que al fin el telón cae. ¿Será la última vez que la vemos? La también llamada en los años cincuenta flor venenosa del barrio Saint Germain o liana negra del desvelo, ha cumplido una vez más al público con su gruesa voz intacta y en el escenario queda la energía de su rebelde carácter y el halo de su sensual elegancia filosófica. Y sólo tiene 80 años, en el filo intermitente del ser y la nada.
Tiene 80 años y su cuerpo altivo y delgado, bajo la luz circular de los proyectores, se insinúa bajo la tela del largo vestido negro ceñido que lleva desde hace 60 años por los escenarios del mundo. Pero ahora, en este febrero del suave invierno del año 2007, Juliette Greco está en el centro del escenario del Teatro de Chatelet al lado de otra leyenda, el pianista Gerard Jouannest, quien compuso la música para cuarenta canciones de Jacques Brel.
El teatro está a reventar y la electricidad se siente en el ambiente del lugar donde danzaron Nijinski y el ballet ruso en 1909. Cuando se presenta la llamada musa de los existencialistas la gente acude pensando que tal vez será el último concierto del ícono. Se imaginan que de entre bambalinas saldrá una anciana encorvada y temblorosa y por el contrario aparece esbelta, con inconfundible energía y luego caminará erguida hacia el micrófono, toda de negro vestida, mientras el público aplaude a la más grande leyenda viva de la canción francesa. A ese mundo llegó ella incitada por Jean Paul-Sartre, quien le ayudó a escoger las primeras letras de poetas y le consiguió una cita con el pianista Joseph Kosma para que le enseñara a cantar.
Eran los tiempos de la posguerra y El Tabú y La Rosa Roja, entre otras tabernas del barrio latino, se habían convertido en lugares de fama mundial, pues allí los nuevos hedonistas paganos se reunían a delirar luego de la Segunda Guerra Mundial y el genocidio nazi, todavía frescos en su horror mortífero.
Las revistas estadounidenses Life y Times otras publicaciones del mundo saludaban la emergencia de esa generación existencialista francesa que se vestía de negro y hablaba de filosofía entre la humareda nicotínica de los bares. Maurice Merleau-Ponty, Boris Vian, Albert Camus, Simone de Beauvoir y Sartre, al lado de Raymond Queneau, Jean Cocteau, Jean Marais, Marcel Marceau, Jacques Prevert, François Mauriac, Marguerite Duras, se daban cita allí donde circulaba el vino, la poesía y el amor. La filosofía, la poesía y la cultura en general habían conquistado los bares y aunque la explosión mediática falseaba la esencia del movimiento, Sartre aceptó que la Greco fuera considerada por la prensa como la musa y emblema del existencialismo.
En una hoja del 25 de julio de 1950 escribió el autor de El Ser y la Nada que él, compositor y autor lírico, se comprometía a entregarle a Juliette una canción escrita de su puño y letra antes del 10 de agosto de ese año. Los amigos de los bares El Tabú y La Rosa Roja la convencieron de pasar de la actuación a la canción para animar las noches de fiesta en esos lugares convertidos en tremendos éxitos comerciales. La guerra quedó atrás y los jóvenes sobrevivientes de los campos de concentración y de la Resistencia contra el invasor alemán y sus colaboradores volvían a la vida y querían beber y divertirse.
Existir ya era un milagro suficiente. Eran existencialistas. Y con ellos renacieron la literatura, el cine y el teatro, florecieron de nuevo las editoriales confiscadas, así como los diarios y las universidades. La menuda y gótica Juliette Greco sedujo a todo el mundo y pronto fue invitada a hacer cine en algunas producciones de Hollywood, bajo la protección de su amante, el anciano y poderoso productor Darryl Zanuck. María Callas, Orson Welles, Cary Grant, Tyrone Power, Marlon Brando, Trevor Howard, John Huston, Ava Gardner y otras estrellas la admiraron o la desearon. Fue la rompecorazones de la época y rechazó muchas ofertas que la invitaban a trivializarse en la danza millonaria del éxito para seguir fiel a su mito de cantante intelectual, amiga de poetas y filósofos, selectiva en la elección de las letras de sus canciones. Siempre escogió la calidad frente al fácil éxito masivo. Un piano y un acordeón y su voz: con esos tres instrumentos pasó de un siglo al otro. Durante 20 años la acompañó el pianista Henri Patterson, a quien ella rinde homenaje en sus memorias y ahora lo hace el inseparable Jouannest, no menos legendario que ella y a quien el público del Teatro de Chatelet le lanza ramos de rosas.
Esta noche, casi seis décadas después de su salto a la celebridad, la gente aplaude una tras otra las interpretaciones de esta mujer cuyo cuerpo de anciana sexy es arropado por las expertas luces de técnicos especializados que la aman desde hace décadas. A veces para una canción de amor o de pasión sexual la luz roja inunda el escenario, luego para otra sobre la inminencia de la muerte, aparece una luz blanca helada que inunda todo y la deja ver a ella ya casi convertida en la calavera que canta desde el más allá. Para hacer más intenso el contraste, sin duda ha pedido que los reflectores cubran claramente su rostro delgado e insinúen las oquedades sombrías del cráneo y el movimiento ágil de sus alargados dedos esqueléticos, mientras la mano acaricia el traje negro que la cubre. Se suceden las canciones de Leo Ferré, George Brassens, Jacques Brel, Serge Gainsbourg, Jean Cocteau, Charles Aznavour y la del genio popular que compuso la canción anarquista El tiempo de las cerezas, un himno al amor que según ella sólo puede ser revolucionario porque, nos dice, el amor es revolucionario.
Ha terminado el concierto. Todos de pie la aplaudimos una y otra vez y ella sale de nuevo a inclinarse ante respetable que la celebra, hasta que al fin el telón cae. ¿Será la última vez que la vemos? La también llamada en los años cincuenta flor venenosa del barrio Saint Germain o liana negra del desvelo, ha cumplido una vez más al público con su gruesa voz intacta y en el escenario queda la energía de su rebelde carácter y el halo de su sensual elegancia filosófica. Y sólo tiene 80 años, en el filo intermitente del ser y la nada.
¿EL FIN DE LA NOVELA Y EL RETORNO A LA POESIA?
Este último engendro de impostura paraliteraria, sin tetas y sin paraíso, es la prueba tangible de que la novela murió y que por fortuna sólo tal vez queda la poesía, donde no hay nada que ganar, salvo sólo el olvido.
Ya quedan pocas dudas de que la novela como género ha llegado a su fin y que en pleno siglo XXI es sólo agónica reminiscencia de un invento decimonónico que sobrevive como pequeño negocio de escasa rentabilidad. En esos viejos tiempos, cuando nadie imaginaba ni en los sueños más delirantes o bajo los efectos de los más descabellados narcóticos la futura existencia de la televisión e internet, la novela era un objeto necesario para acompañar las extensas horas del ocio de la élite adinerada y culta o de una amplia clase media que accedía poco a poco a la alfabetización y a la cultura en las grandes ciudades y las provincias prósperas. La novela tuvo un auge extraordinario bajo la mirada patriarcal de un tótem tan exitoso como Víctor Hugo, el autor de Nuestra Señora de París y Los Miserables, líder de una generación romántica desesperada que vivió revoluciones y atestiguó la irrupción del mundo moderno industrial, con sus fábricas, obreros, turbinas, barcos de vapor, trenes humeantes y periódicos de amplia circulación.
En toda Europa, desde la España de Galdós y la Francia de Balzac hasta la Rusia de Dostoievsky y Tolstoi, pasando por Inglaterra, Alemania y el Imperio Austro-Húngaro de Joseph Roth, Musil y Broch, el género floreció hasta bien entrada la mitad del siglo XX en diversas versiones, desde los folletines en serie que anticipaban las telenovelas, hasta los mamotretos profundos de Marcel Proust, y Thomas Mann y sus múltiples seguidores, sin dejar de lado la renovación frívola y gozosa venida de Estados Unidos con autores de éxito mundial como Scott Fitzgerald, Faulkner, Hemingway y Capote.
Miles de novelistas hicieron la delicia en todos los países, convirtiéndose en expresiones de cierta «energía nacional» que era siempre recuperada por los gobiernos. Como el gran maestro barbado francés Víctor Hugo, que fue joven utópico, vivió el exilio y terminó en las bancas de la notabilidad política antes de ser sepultado con todos los honores, los novelistas representaban o aspiraban a representar a sus respectivas naciones y se convertían en banderas de un orgullo que concentraba la lengua recuperada de pueblos en diáspora, la historia patria de héroes y batallas gloriosas o la gesta la lucha anticolonial o la agresividad imperial.
Y cuando el género ya era socavado desde el interior por lúcidos autores como Raymond Roussel, James Joyce y su discípulo Beckett, o por Franz Kafka, Céline, Virginia Woolf, Djuna Barnes, Jorge Luis Borges, Italo Svevo y una amplia pléyade de autores centroeuropeos, los remanentes de ese ejercicio de estirpe decimonónica, oloroso a ajo, polilla y alcanfor, llegaban como novedad a América Latina y a otros países del Tercer Mundo.
Allí, al calor de la guerra fría y las ideologías totalitarias que ofrecían un nuevo mundo radiante, surgía una nueva floración de naciones sedientas de patriarcas novelistas, clones del viejo Víctor Hugo, oráculos de todos los saberes y las consignas, especies de dioses o ídolos falsos de barro aptos para amansar a muchedumbres necesitadas de papá, castradas de antemano, listas a obedecer, a admirar hasta el vómito al gran pelotudo genial, por lo regular gordo y encorbatado y amante de medrar al lado del tirano de turno. Todos esos novelistas patriarcas del Tercer Mundo, infalibles e infinitamente amados por sus súbditos eran la contraparte necesaria del dictador omnisciente u omnipotente. Stalin, Mao Tse Tung, Kim Il Sung, Fidel Castro, como en su tiempo Hitler o Mussolini, Pérez Jiménez, Trujillo, Batista, Perón, para sólo mencionar a unos cuantos, fueron el arquetipo ejemplar del Macho Anciano desmenuzado por el gran poeta chileno Pablo de Rokha.
En América Latina, de manera tardía en ese auge de energías nacionales tercermundistas, tuvimos derecho a nuestras dosis de Rómulo Gallegos, Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, y después de ídolos del «boom de la literatura latinoamericana» como García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, o poetas nacionales como Pablo Neruda en Chile y Octavio Paz en México, todos ellos Papás Grandes todopoderosos colocados hasta la saciedad en el centro de las plazas o junto a la Catedral, en grandes imágenes iluminadas de Soles Rojos frente a las que la muchedumbre debía arrodillarse, babear y llorar.
Y después de esa parodia anacrónica tardía de nuestros Víctor Hugos nacionales, para rematar el proceso de fin de la novela, ha llegado desde los grandes centros financieros al escenario latinoamericano el autor únicamente comercial que se vende como papas fritas o hamburguesas Mc Donald, tipo Isabel Allende o Pérez Reverte y que ya no representa a la nación sino a la empresa multinacional del caso: Santillana, Planeta o Random House Mondadori.
Ese el nuevo heraldo del fin: un novelista best-seller en serie que nace, crece, se reproduce y desecha con rapidez vertiginosa en las oficinas de contabilidad de las grandes editoriales y a quien supuestamente la muchedumbre debe hoy adorar como antes adoraba al Omnisciente y Omnipotente Autor de la Nación. Y este último engendro de impostura paraliteraria, sin tetas y sin paraíso, es la prueba tangible de que la novela murió y que por fortuna sólo tal vez queda la poesía, donde no hay nada que ganar, salvo sólo el olvido.
Ya quedan pocas dudas de que la novela como género ha llegado a su fin y que en pleno siglo XXI es sólo agónica reminiscencia de un invento decimonónico que sobrevive como pequeño negocio de escasa rentabilidad. En esos viejos tiempos, cuando nadie imaginaba ni en los sueños más delirantes o bajo los efectos de los más descabellados narcóticos la futura existencia de la televisión e internet, la novela era un objeto necesario para acompañar las extensas horas del ocio de la élite adinerada y culta o de una amplia clase media que accedía poco a poco a la alfabetización y a la cultura en las grandes ciudades y las provincias prósperas. La novela tuvo un auge extraordinario bajo la mirada patriarcal de un tótem tan exitoso como Víctor Hugo, el autor de Nuestra Señora de París y Los Miserables, líder de una generación romántica desesperada que vivió revoluciones y atestiguó la irrupción del mundo moderno industrial, con sus fábricas, obreros, turbinas, barcos de vapor, trenes humeantes y periódicos de amplia circulación.
En toda Europa, desde la España de Galdós y la Francia de Balzac hasta la Rusia de Dostoievsky y Tolstoi, pasando por Inglaterra, Alemania y el Imperio Austro-Húngaro de Joseph Roth, Musil y Broch, el género floreció hasta bien entrada la mitad del siglo XX en diversas versiones, desde los folletines en serie que anticipaban las telenovelas, hasta los mamotretos profundos de Marcel Proust, y Thomas Mann y sus múltiples seguidores, sin dejar de lado la renovación frívola y gozosa venida de Estados Unidos con autores de éxito mundial como Scott Fitzgerald, Faulkner, Hemingway y Capote.
Miles de novelistas hicieron la delicia en todos los países, convirtiéndose en expresiones de cierta «energía nacional» que era siempre recuperada por los gobiernos. Como el gran maestro barbado francés Víctor Hugo, que fue joven utópico, vivió el exilio y terminó en las bancas de la notabilidad política antes de ser sepultado con todos los honores, los novelistas representaban o aspiraban a representar a sus respectivas naciones y se convertían en banderas de un orgullo que concentraba la lengua recuperada de pueblos en diáspora, la historia patria de héroes y batallas gloriosas o la gesta la lucha anticolonial o la agresividad imperial.
Y cuando el género ya era socavado desde el interior por lúcidos autores como Raymond Roussel, James Joyce y su discípulo Beckett, o por Franz Kafka, Céline, Virginia Woolf, Djuna Barnes, Jorge Luis Borges, Italo Svevo y una amplia pléyade de autores centroeuropeos, los remanentes de ese ejercicio de estirpe decimonónica, oloroso a ajo, polilla y alcanfor, llegaban como novedad a América Latina y a otros países del Tercer Mundo.
Allí, al calor de la guerra fría y las ideologías totalitarias que ofrecían un nuevo mundo radiante, surgía una nueva floración de naciones sedientas de patriarcas novelistas, clones del viejo Víctor Hugo, oráculos de todos los saberes y las consignas, especies de dioses o ídolos falsos de barro aptos para amansar a muchedumbres necesitadas de papá, castradas de antemano, listas a obedecer, a admirar hasta el vómito al gran pelotudo genial, por lo regular gordo y encorbatado y amante de medrar al lado del tirano de turno. Todos esos novelistas patriarcas del Tercer Mundo, infalibles e infinitamente amados por sus súbditos eran la contraparte necesaria del dictador omnisciente u omnipotente. Stalin, Mao Tse Tung, Kim Il Sung, Fidel Castro, como en su tiempo Hitler o Mussolini, Pérez Jiménez, Trujillo, Batista, Perón, para sólo mencionar a unos cuantos, fueron el arquetipo ejemplar del Macho Anciano desmenuzado por el gran poeta chileno Pablo de Rokha.
En América Latina, de manera tardía en ese auge de energías nacionales tercermundistas, tuvimos derecho a nuestras dosis de Rómulo Gallegos, Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, y después de ídolos del «boom de la literatura latinoamericana» como García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, o poetas nacionales como Pablo Neruda en Chile y Octavio Paz en México, todos ellos Papás Grandes todopoderosos colocados hasta la saciedad en el centro de las plazas o junto a la Catedral, en grandes imágenes iluminadas de Soles Rojos frente a las que la muchedumbre debía arrodillarse, babear y llorar.
Y después de esa parodia anacrónica tardía de nuestros Víctor Hugos nacionales, para rematar el proceso de fin de la novela, ha llegado desde los grandes centros financieros al escenario latinoamericano el autor únicamente comercial que se vende como papas fritas o hamburguesas Mc Donald, tipo Isabel Allende o Pérez Reverte y que ya no representa a la nación sino a la empresa multinacional del caso: Santillana, Planeta o Random House Mondadori.
Ese el nuevo heraldo del fin: un novelista best-seller en serie que nace, crece, se reproduce y desecha con rapidez vertiginosa en las oficinas de contabilidad de las grandes editoriales y a quien supuestamente la muchedumbre debe hoy adorar como antes adoraba al Omnisciente y Omnipotente Autor de la Nación. Y este último engendro de impostura paraliteraria, sin tetas y sin paraíso, es la prueba tangible de que la novela murió y que por fortuna sólo tal vez queda la poesía, donde no hay nada que ganar, salvo sólo el olvido.
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