domingo, 17 de enero de 2021

LOS CAMINOS DEL JUDÍO ERRANTE

 Por Eduardo García Aguilar

Ahora que millones de humanos seguimos fieles al éxodo, en un largo proceso de desplazamiento que se aceleró en las últimas décadas, es pertinente explorar las modalidades en que el ser humano se diluye en la diáspora o se exacerba en las islas del destierro. Por un lado se difumina en la vivencia de otras culturas cercanas o lejanas, en la penetración de los misterios del imaginario de otros países milenarios, en la visualización incesante de otros íconos, ya sean de piedra o huidizos como las imágenes televisivas de ceremoniales exóticos. Y a la vez se exacerba cuando la infancia, la adolescencia y la juventud fosilizan y adquieren contornos y esencias de una nueva mitología particular, familiar o doméstica.
 La tensión tectónica de esos dos procesos lleva a la conformación en nosotros de ese extraño Frankenstein construido con pedazos de otros códigos y ceremoniales, dentro del cual pugna el Minotauro del imposible retorno. Porque al mismo tiempo que la « raizalidad» agoniza en la integración del individuo a otros continentes exóticos, se agudiza el dolor de la ausencia del país original, que ya ni siquiera es portátil y se va volviendo tan extranjero o más que las playas, urbes, praderas y pieles de los países o continentes del éxodo.
 ¿Dónde queda, pues, ahora, el extranjero? ¿En la patria abandonada o en las patrias adquiridas a fuerza del éxodo? ¿Quién es más extranjero: el nativo que retorna a deambular por sus parajes nativos o el forastero que agota el asfalto de nuevas y luminosas metrópolis del Viejo y Nuevo Mundo? Este extranjero profesional y eterno que se instala en la movilidad no es más que la versión moderna del maravilloso judío errante del que nos hablaban la abuela o la madre mientras tejían en salas y corredores, bajo los aleros de las casonas de los Andes, como la extraña y misteriosa figura que flotaba en la inminencia de su aparición y partida.
 El judío errante lleva sus pequeños bártulos colgando en una bolsa raída, tiene una mirada agitada y extraviada, trae los cabellos hirsutos, la barba siempre a medioterminar y las manos rugosas como sus pies heridos y fatigados de tanto caminar por las trochas y caminos de herradura. El judío errante tiene como patria única su errancia. Y a diferencia de los que siempre se quedan en las pequeñas veredas esperando la muerte sin salir jamas de allí, el judío errante lleva como fardo una multitud de imágenes y voces, olores, texturas, sabores, pieles, un fardo que se hace cada vez más pesado, bullicioso, caótico, como si fuera un enorme y sacro monolito donde están inscritos todas las leyes o anatemas, los oráculos encontrados, las premoniciones, las catástrofes.
 Toda gran literatura es de éxodo, de errancia, materia de juglares que en sus andanzas acumulan experiencias e historias y tienen como función darlas a conocer a los otros, por un instante, al calor del fuego. Así surgieron los grandes libros sagrados de la India, el Oriente Medio y América, como obras de quienes le dieron la vuelta al mundo y contaron lo visto para que a su vez fuera relatado por otros, enriqueciéndose con las falsificaciones o el perfeccionamiento de las estructuras narrativas.
 Las epopeyas, las biblias, las mejores piezas de teatro, las fábulas, profecías y obras poéticas se forjaron en ese encuentro incesante de los encantadores de serpientes y los cómicos con el alborotado público de las barriadas famélicas. El mono volante y heroico del Ramayana, Hanumán, que pervive hoy en cada mono libre de Calcuta o Benarés; la figura emblemática de Sherezade; el profeta viajero que escribe epístolas y va de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo llevando la palabra divina; la historia del vellocino de oro; la loba que amamanta a Rómulo y Remo; todos ellos surgieron de ese patio de los milagros o esa plaza a donde llegaban los artistas viajeros con sus tambores, chirimías y panderetas.
 Allí también se forjó la búsqueda de eternidad. Porque el hombre milenario no se contentaba con el relato de sus aventuras picarescas, sino que establecía los puentes venideros con el más allá: así las reencarnaciones de los Indios, el más allá momificado de los egipcios y el cielo o el infierno de los cristianos tan bien descritos con lujo de detalles en La Divina Comedia de Dante y el Paraíso Perdido de Milton.
 En este caso la errancia no es de este mundo sino del otro, con interminables círculos y abismos por donde caen raudos los ángeles condenados. En su maravillosa abstracción estos mundos perfeccionan y hacen aún más complejos los caminos y los laberintos del mundo conocido. El más allá tiene palacios y paisajes aún más sorprendentes, flota sobre nubes o espacios cósmicos y en su seno las atrocidades humanas se perfeccionan, como las torturas y suplicios contados por Dante o Milton.