Por Eduardo García Aguilar
En la futurista Biblioteca Nacional de Francia, situada al lado del río Sena, en uno de los sectores más modernos e inquietantes de París, no lejos del último manicomio donde estuvo internado, se presenta una amplia exposición sobre la vida y obra de Antonin Artaud (1986-1948), uno de los escritores malditos más excéntricos y atormentados del siglo XX.
Perseguido por la locura a lo largo de su vida, con varios internamientos en hospitales psiquiátricos, este hijo de la mediterránea Marsella representa una variante muy atractiva del ejercicio artístico por su cercanía con el martirologio y la inmolación en aras de la creación. Artaud es uno de los representantes típicos del "genio loco", arquetipo romántico que ha sido abordado con fascinación por muchos autores, al lado de los casos de Nietzsche, Nerval y Maupassant. En Francia, el ya fallecido Jacques Derrida, autor de De la Gramatología, escribió notables páginas sobre este autor que descubrió en la adolescencia en Argelia y a quien considera un caso básico para explorar a fondo en los arcanos de la escritura. Artaud no tiene nada que ver con los grandes santones de las letras francesas como André Maurois, André Malraux y François Mauriac y tantos otros que siguieron una carrera convencional entre la sociedad, cerca del poder y de los salones literarios, pero sí con marginales rebeldes tan notables como Louis Ferdinand Céline, Blaise Cendrars, Jean Genet o Jean Paul Sartre. Mientras los primeros engordaban perfumados, sentados como Panatgruel frente a jugosos perniles, Artaud enflaquecía y perdía los dientes al mismo tiempo que lo invadían las voces de la demencia.
Este poeta maldito fue la concreción de la belleza pura y del talento a ultranza y como Juana de Arco fue devorado por las llamas, convirtiéndose en mito. La exposición nos ingresa al mundo delirante de Artaud utilizando todos los instrumentos del multimedia: lo vemos en grandes pantallas en escenas de sus películas, como cuando representa a Savonarola antes de ser inmolado, escuchamos su voz de imprecación permanente, lo vemos actuar en películas del cine mudo, entramos en contacto con su letra atormentada escrita en las hojas de los cuadernos sin fin que podemos ver con las manchas de la cotidianidad, palpamos sus retratos de personas cercanas o médicos o enfermeras, viajamos a las tierras mexicanas donde vivió momentos de felicidad y tormento y seguimos las imágernes de esos indios cuyos rituales vivió con devoción iniciática.
En México, país de entrañable locura, lo recibieron los artistas como a uno de los suyos y dejó huella en artículos publicados en el diario El Nacional, luego recopilados con un prólogo del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. En el legendario Café París del Centro histórico de la capital mexicana los miembros de la generación de Los Contemporáneos y probablemente el joven Octavio Paz lo escucharon con atención cuando contaba su experiencia iniciática entre los Tarahumaras. Tal vez allí en ese México surrealista de Diego Rivera y Frida Kahlo, donde la colorida realidad es a veces más delirante que los delirios, Aratud fue feliz porque su locura francesa se volvía allí normalidad y porque los rituales prehispánicos embonaban con su mal. En la exposición las paredes están llenas de frases suyas extraídas de su desesperada correspondencia, cuando desde las celdas pedía a gritos y escritos su libertad. Se reproduce allí esa grafía mural por donde suelen expresarse los presos y los locos y en medio de imágenes, fragmentos de películas, cuadros, videos, el espectador se vuelve un poco demente a su vez para entrar en comunión con el mártir de la palabra. Y de manera paulatina vemos como de la belleza inicial, de ese rostro de galán cinematográfico, su figura va convirtiéndose en la ruina humana desdentada y demacrada que terminó por legar a la historia. Y nada más útil que ese rostro martirizado para suscitar la culpa de una sociedad que lava sus pecados glorificando a sus malditos, perseguidos, enfermos, leprosos, sifilíticos, mutilados.
Creador del teatro de la crueldad, poeta delirante inspirado por los paraísos artificiales y en especial por los efectos del peyote mexicano que consumió durante su visita a los indios tarahumaras, cercano a los surrealistas y dotado de un gran talento como actor y dibujante, Artaud pasó de los manicomios a la gloria como representante máximo en el siglo XX de la relación entre la locura y el arte. En un momento fue director irónico y onírico de la Oficina de investigaciones surrealistas, luego de que en 1924 ingresara al movimiento dirigido por su autoritario Papa André Breton, se orientó después hacia la teoría teatral en obras como en El teatro y su doble, donde busca sacudir al espectador y tras dejar huellas de su apostura en varias películas y obras teatrales, dejó via libre a su grafomanía en centenares de cuadernos que llenó en los años de internado en los hospitales de Rodez y Villejuif, entre otros.
Pero lo más increíble es que al final los médicos sabían que a través de su paciente pasarían a la historia y se tomaban fotografías con él durante las sesiones de electrochoques. Artaud era la estrella del hospital y se le otorgaban todas las facilidades para que escribiera o dibujara sin límites. Gracias a esa admiración del poder médico por el "genio loco" podemos hoy viajar por su cartas y libros. Cuando salió libre antes de morir y fue invitado por las autoridades literarias a hablar en conferencias, llevó aún más a fondo su rebelión: se levantaba de la mesa en mitad de una lectura y abandonaba a ese público que lo miraba con curiosidad, desenmascarando así la farsa de la escritura y la figuración. Todo escritor cuerdo en esta sociedad es ya de por sí un loco, pero mucho más cuerdo es y seguirá siendo el verdadero "genio demente", que como Artaud rompe todas las ataduras con la gloria y la difícil e infame tarea de obtenerla.
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