miércoles, 3 de abril de 2013

DE LAUTRÉAMONT A CABALLERO CALDERÓN

Por Eduardo García Aguilar
Siempre son irritantes las novelas latinoamericanas, fallidas por lo regular, que tienen como escenario París, pues tienen por lo regular la forma de diarios de un escritor o pintor pobre, exiliado y ávido de gloria, perdido en las redes de la ciudad con el triste estatuto de forastero.
      Sería interminable hacer el catálogo de los libros escritos por jóvenes o viejos que alguna vez vivieron y sufrieron en la Ciudad Luz y que en el instante o mucho después tratan de recuperar la urbe, convertida en el escenario de sus obras con su calles, avenidas, cafés, hoteluchos sarnosos, restaurantes universitarios y cruciales buhardillas inhóspitas y llenas de humo donde los hijos de la bohemia pasan largos días de invierno aquejados de gripe, tuberculosis, sífilis, desnutrición o por la resaca de las múltiples ebriedades.
      Han caído en mis manos muchos de esos libros escritos por hispanoamericanos de todas las nacionalidades, el principal de los cuales es Rayuela, la novela de Julio Cortázar que cumple ya 50 años de publicada y se ha convertido en un clásico del género, lo que que la convierte en la menos irritante de todas, aunque también tiene sus detractores.
      Lo increíble de esas historias escritas en los últimos 150 años en forma de diario, cuadernos o epistolarios, es que la ciudad casi no ha cambiado desde los tiempos de la gran transformación practicada por el Barón Haussman en el gobierno del Emperador Luis Napoleón Bonaparte, lo que las hace muy familiares para un lector del siglo XXI.
      Entre los escenarios estará el bulevard Saint Michel y el barrio latino estudiantil de la Sorbona, el Odeón y el bulevard Saint Germain, o las riberas del Sena donde se suicidó Nerval y cerca de las cuales transcurrieron las vidas beodas de Charles Baudelaire, Paul Verlaine y los últimos años del derrumbado Oscar Wilde. También figurarán el Montparnasse y el Montmartre de Picasso y Modigliani y la Ópera y Campos Elíseos, entre otros muchos rincones consabidos.
      En esos escenarios, que son como telones de fondo de teatro de variedades, siempre figura el joven intelectual o escritor romántico y bohemio que sufre por crear una obra lejos de su patria, casi siempre señorito en desgracia o clasemediero que tarda en recibir el giro de la familia o la beca y debe recurrir a la ayuda del consulado de su país y mientras tanto deambula en antros donde se encuentra con exiliados de otras nacionalidades que viven las mismas peripecias y comparten las mismas amantes bohemias, fumadoras y tristes.
      Personajes fracasados que usan el pretexto de los estudios para vegetar en la ciudad o envejecer en una juventud ficticia que les parece eterna, los de las novelas latinoamericanas sobre París, peruanas, colombianas, guatemaltecas, uruguayas o chilenas, son deprimentes.
      Los modernistas latinoamericanos fueron especialistas en el tema y todos sin falta escribieron historias de bohemios algo patológicos, cuyo precursor principal fue el uruguayo Conde de Latréamont, inicialmente llamado Isidore Ducasse, autor de los Cantos de Maldoror.
Lautréamont no fue solo uno de los precursores de esas novelas parisinas de bohemia, equivalentes a las de Murger y Jules Vallès, sino insuperable ejemplo de una horrorífica temática asesina, donde el perverso personaje de su obra, rescatada después por los surrealistas, se dedica a imaginar y cometer los más atroces crímenes, las más innombrables desviaciones que hoy todavía nos aterran.
      Rubén Darío, José Asunción Silva, Enrique Gómez Carrillo, José Juan Tabalada y otros modernistas vinieron a París y así como ellos sucesivamente cada generación, la de Miguel Angel Asturias y Alfonso Reyes o la de Cortázar y Julio Ramón Ribeyro,  dio su cuota de aventurerosfracasados y de novelas depresivas y de tumbas solitarias en los cementerios Pere Lachaise y Montparnasse.
      De ellos el colombiano José Asunción Silva, escribió De Sobremesa, una obra típica del género donde el personaje consume drogas, vive el París parnasiano y simbolista, asiste a las escenas sáficas de su amante y regresa después a su país a recordar los años vividos en la que en aquel entonces fue la capital del mundo y hoy es un museo asfixiante.
      El también colombiano Eduardo Caballero Calderón, que era el más famoso novelista colombiano antes de que apareciera Gabriel García Márquez y arrasara con todo, ganó en 1965 el Premio Nadal con El buen salvaje, novela irritante y fallida que sin embargo se lee con ternura y dolor porque reúne todas las taras del género. Pero allí donde Julio Cortázar vuela en una concreción poética que es obra de su gran cultura y talento, Caballero Calderón se hunde como el Titánic al mostrar sinceramente las costuras de su terrible fracaso como en una expiación o inmolación de bonzo tibetano.
      El arcaico costumbrista colombiano, cuatro años mayor que Cortázar, quiere ser moderno y no puede. Harto de todo, en crisis sin duda, ávido de gloria y consciente de su fracaso, depresivo, el alter ego del novelista quiere experimentar y escribir la novela dentro de la novela, y hacer de la búsqueda inútil de su escritor la temática caótica de su obra en los escenarios del mismo París de siempre.
      Mitómano, mediocre, incumplido, ruin, el personaje que habla logra sin embargo mostrarnos el horror del París bohemio de los latinoamericanos y españoles en los años 50 y 60, donde fenecieron tantas ilusiones artísticas.
      Puesto que vivo en la misma ciudad y he escrito sobre ella en Bulevar de los héroes, tenía que leer esta novela de un Caballero Calderón que nos asusta y nos deja un sabor amargo sobre el terrible ejercicio de escribir novelas sobre París y fracasar en el intento, como fracasaron Lautréamont y todos los miles de autores que como chapolas negras mueren calcinados por la vela nocturna que alumbró al gran Baudelaire y su spleen de París.