Por Eduardo García Aguilar
Cuando llegué a México en 1980 lo primero que hice fue visitar al maestro Edmundo Valadés, amigo de Juan Rulfo y autor del legendario libro “La muerte tiene permiso”, quien era director de la página cultural de Excélsior, en ese entonces el diario más poderoso e importante de México.Valadés, que tenía muy buenas relaciones con América del Sur y gran simpatía por Colombia, me dijo que le trajera dos artículos y que si le gustaban, me los publicaría. Una semana después vi mi primer texto en ese diario y desde entonces, hasta que se retiró tres años después, tuve una columna semanal los jueves dedicada a hablar con total libertad de temas literarios, compartiendo plana con autores como el argentino Mempo Giardinelli y el mexicano líder de la generación de la “onda”, José Agustín, y toda una generación de jóvenes críticos mexicanos.
Cuando llegué a México en 1980 lo primero que hice fue visitar al maestro Edmundo Valadés, amigo de Juan Rulfo y autor del legendario libro “La muerte tiene permiso”, quien era director de la página cultural de Excélsior, en ese entonces el diario más poderoso e importante de México.Valadés, que tenía muy buenas relaciones con América del Sur y gran simpatía por Colombia, me dijo que le trajera dos artículos y que si le gustaban, me los publicaría. Una semana después vi mi primer texto en ese diario y desde entonces, hasta que se retiró tres años después, tuve una columna semanal los jueves dedicada a hablar con total libertad de temas literarios, compartiendo plana con autores como el argentino Mempo Giardinelli y el mexicano líder de la generación de la “onda”, José Agustín, y toda una generación de jóvenes críticos mexicanos.
El diario quedaba en un viejo edificio porfiriano en la esquina de la Avenida Reforma y la añeja calle periodística de Bucareli, donde estaban situados otros grandes diarios de la primera mitad del siglo, como El Universal y Novedades, junto a las cantinas, librerías y restaurantes que acogían a los poderes políticos, literarios y periodísticos del México posterior a la revolución, gobernado por el astuto Partido Revolucionario Institucional (PRI), que dio a México cierta estabilidad, brillo continental y relativa concordia autoritaria durante medio siglo. Por esas mismas calles anduvieron periodistas colombianos como Porfirio Barba Jacob, quien escribió allí en los años 30 los famosos “Perifonemas” hasta su muerte en 1942 en la no lejana calle López, los poetas Leopoldo de la Rosa y Germán Pardo García, el fotógrafo Leo Matiz, el novelista Manuel Zapata Olivella y el liberal Hugo Latorre Cabal, quien terminó por quedarse y morir en México.
En el café “La Habana” o en “La Ópera” y en otros sitios de Bucareli y el Centro Histórico se reunieron durante décadas las estrellas de la política, el cine, el periodismo y la farándula mexicana, nacidos a fines del siglo XIX y a comienzos del XX. Todos esos hombres venían de otra época. Individuos de una gran generosidad, cortesía y honestidad a toda prueba, ejercieron la literatura y el periodismo mientras su país despertaba de los dolores de la violencia tras la caída del antiguo régimen aristocrático y autocrático de Porfirio Díaz y el auge de la Revolución Zapatista. Con Diego Rivera y José Vasconcelos trataron de solidificar a una nación herida por invasiones y genocidios.
Sobrevivieron a decenas de matanzas, vieron colgar y fusilar rebeldes en el México profundo que cubrían como noveles reporteros de guerra, fueron contemporáneos de la guerra civil española, del auge del nazismo y la guerra mundial y a su vez testigos del éxodo de personalidades que llegaban a México desde todos los países del mundo como León Trotsky o Luis Cernuda y toda una generación de exiliados españoles, europeos o latinoamericanos. También les tocó recibir a los perseguidos de las dictaduras caribeñas, centroamericanas y suramericanas, en especial los provenientes en los años 70 de las siniestras dictaduras militares y paramilitares de Chile, Argentina y Uruguay.
Acostumbrados a compartir los entusiasmos literarios y políticos con Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Rómulo Gallegos, Jorge Zalamea y decenas de autores latinoamericanos y europeos, las generaciones mexicanas sucesivas de Alfonso Reyes, Edmundo Valadés y Juan Rulfo constituyeron un refugio amistoso para la palabra del continente latinoamericano. Su generosidad y su caballerosidad no tenía límites, por lo que a ellos debemos considerarlos como los hermanos mayores de toda una época continental. Las amplias páginas de diarios y revistas estuvieron siempre abiertas a los aventureros latinoamericanos que recalaban en ese gran país huyendo o arriesgándose, como fue el caso de los novelistas colombianos Manuel Zapata Olivella, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis.
Valadés me abrió las puertas del diario y pronto me convertí en uno de los más asiduos colaboradores, desbordando el límite de los artículos hacia los reportajes y las crónicas y entrevistas con los escritores ya ancianos que conocieron y trabajaron en esos diarios con Porfirio Barba Jacob y vieron a Diego Rivera, André Breton, Frida Kahlo o Antonin Artaud y otros surrealistas, como fue el caso del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón o los mexicanos Andrés Henestrosa, el estridentista Germán List Arzubide, Renato Leduc y Elías Nandino. Era tan impresionante esa experiencia para un joven como yo, recién llegado a ese gran país, que con frecuencia me cruzaba en los ascensores de Excélsior nada más ni nada menos que con Dámaso Pérez Prado, el rey del mambo y algunas veces conversé telefónicamente y oí los malos chistes y las bromas de Mario Moreno Cantinflas, para sólo mencionar a algunas de esas leyendas, a cuyos sepelios multitudinarios acudí. Hasta alguna vez hablé fugazmente con la famosa Tongolele y vi de lejos a Ninón Sevilla y a María Félix, que vivieron en un mundo que relato en mi novela mexicana Tequila coxis.
Todo aquel mundo comenzaría a venirse abajo con el espantoso terremoto de septiembre de 1985, que semidestruyó a la ciudad de México y mató a decenas de miles de personas, cuyos cadáveres no cabían en los estadios abiertos para acogerlos. Poco a poco todas esas personalidades desaparecieron una tras otra en el olvido y con ellos los diarios fueron perdiendo fuerza y prestigio, al mismo tiempo que el centro derruido quedó casi desolado por décadas, sin las librerías, restaurantes y cantinas que le otorgaron su esplendor. Crisis económicas sucesivas echaron por tierra la economía mexicana y con la caída del PRI se derrumbó para siempre medio siglo de historia, autoritarismo, corrupción y progreso. Otros medios como Unomásuno, a donde pasé a escribir después de Excélsior, y La Jornada, habían tomado la antorcha de la crítica en esos momentos inciertos de transición. Pero insidiosas rivalidades políticas enemistaron a los grupos literarios para siempre. La desconfianza, el arribismo mercantil y el ciego egoísmo ganaron la partida en la literatura y las artes, mientras la tolerancia y la generosidad anacrónicas de humanistas como Reyes, Valadés y Rulfo quedaron sepultadas para siempre.
Cuando paso por esos lugares históricos donde por fortuna todavía quedan intactos el majestuoso Palacio de Bellas Artes, el Palacio Postal o el Palacio de Minería, entre otros muchos de menor fama que están siendo restaurados, siento que el destino y la osadía me dieron a tiempo la posibilidad de palpar con mis manos, mi corazón y mis ojos el fin de una época esplendorosa de la cultura mexicana que ya comienza a ser contada en los libros de historia con las fotos desleídas del mito y la leyenda.