El líder ruso Vladimir Putin ha sido elegido por la revista Time como el hombre del año 2007, e incluso personalidades como el ex disidente y Premio Nóbel Alexander Soljeniztin y el inspirador de la Perestroika y ex mandatario ruso Mijail Gorbachov reconocen y elogian al nuevo autócrata del Kremlim como el hombre que rescató a Rusia del caos y la condujo de nuevo a influir con fuerza en el contexto mundial.
Tuve el escalofrío de ver hace poco llegar rauda la comitiva de Putin al Kremlim. Salía de la bella iglesia de San Basilio llena de iconos bajo el mágico manto de sus cúpulas coloridas, cuando de repente salieron de la nada enormes hombres vestidos de negro que nos miraban directo a los ojos a los turistas que salíamos del recinto sagrado.
Me pregunté el por qué de esas miradas y la respuesta no se dejó esperar: como en una película de Hollywood, una enome limusina negra con bandera rusa ondeante subió rauda la pendiente e ingresó por el enorme portalón, seguida por varios vehículos blindados en donde colgaban hombres armados.
Todo eso duró unos segundos, pero el paso de Valdimir Putin, quien de seguro regresaba de su casa situada en los suburbios o de alguna reunión de alto nivel, quedó fijado para siempre en mis ojos en ese mediodía de octubre, cuando se celebran los aniversarios de la Revolución comunista bolchevique, como muestra de un poder en un país donde es aún más poder que en otras partes, pues ha sido cantado y sufrido por poetas, novelistas, popes, obreros, campesinos, militares, espías y políticos de todas las esferas y tendencias.
Los detractores de Putin dicen que es un temible autócrata que se formó en la tenebrosa KGB y escaló desde el fondo de los servicios secretos con su fría mirada y estabilidad hierática de impertubable militar atlético. Por estas fechas otros avanzan que ya es una de las fortunas más importantes del mundo, al poseer partes importantes en las empresas de energéticos que habría controlado luego de encarcelar en las frías estepas de Siberia a varios de esos nuevos jóvenes magnates caídos en desgracia hace poco.
Acaba de nombrar a dedo como sucesor a Dimitri Mevdeved, de sólo 42 años, 13 menos que su jefe, y quien ha sido su hombre de confianza desde los tiempos iniciales como burgomaestre de San Peterburgo, la antigua Leningrado. Una semana después de ese anuncio acaba de aceptar que será el nuevo Primer ministro de su débil sucesor, lo que augura para Putin una continuidad de facto como el hombre fuerte del Kremlim en la próxima década.
Otros detractores afirman que su régimen elimina a disidentes, bombardea regiones rebeldes y que, como en los tiempos de Rasputín, manda a envenenar a rivales o espías enemigos que mueren o terminan desfigurados, defenestrados o inválidos por los efectos de una pócima de dioxina o un empujón al vacío.
Quienes lo han visto de cerca dicen que es más frío que un témpano del Ártico y que es más fácil sacarle alguna emoción o una sonrisa a una piedra en las profundidades de algún yacimiento siberiano. A veces aparece montando a caballo con torso desnudo y siempre se le ve impecable y seguro, como hace unos días, cuando entró al congreso de su partido Rusia Unida al lado de su delfín, que al parecer arrasará en las elecciones pese a lo que diga el ex campeón mundial de ajedrez Garry Gasparov, líder de la oposición detenido hace poco por participar en una manifestación prohibida.
Lo cierto es que al hablar con los rusos poco se logra saber de lo que piensan del hombre. Ellos, que vivieron el totalitarismo soviético, saben muy bien guardar silencio y ser discretos ante el extranjero, el extraño o el desconocido. Mas esa discreción no les impide hacer la fiesta y ser afectuosos y fiesteros en los cafés bohemios como el de la Sociedad de Escritores donde bebieron algún día Maiakovsky, Ajmatova y Pasternak.
Los rusos que fueron súbditos de una de las dos grandes potencias mundiales del siglo XX saben mucho de todo el mundo. Ahora cualquier desempleado o anciano borrachín es una mina de saberes y de sabidurías: han viajado por el mundo, aprendieron las lenguas más lejanas, fueron agentes de un poder que contaba durante la Guerra Fría y que tal vez esté volviendo a contar con fuerza, ya reconvertido a las artes del capitalismo.
Y lo curioso es que mientras desaparecían todas las estatuas de Stalin y se borraba el rastro de los burócratas siniestros que mandaron alguna vez en la Unión Soviética, Putin ha respetado la memoria de Lenin, cuyo mausoleo sigue firme ahí en la Plaza Roja. De hecho la comitiva del nuevo Zar Putin cruzó ante nosotros y al fondo se veía el monumento del líder de la Revolución de Octubre, que algunos consideran el verdadero inventor implacable del totalitarismo y del gulag.
No lejos de ahí, por las grandes avenidas se pasean las limusinas y los autos de lujo de los nuevos millonarios y oligarcas y la juventud dorada anima los cafés que, como el Pushkin, están llenos a reventar hasta altas horas de la noche. Todo es excesivo allí, como las horrendas esculturas gigantescas de un artista allegado al poder, pero en las afueras, cuando uno se aventura en el metro hacia los círculos más alejados, Moscú parece una ciudad latinoamericana o tercermundista más, cubierta de esmog y carcomida por embotellamientos de autos y tranvías viejos, mientras la gente lucha desesperada por un puñado de rublos en medio de la opulencia de los nuevos ricos corruptos y los avisos de una sociedad de consumo que no llega ni llegará a todos.