Por Eduardo García Aguilar
Cuando lo vi por primera y última vez en
México, Edgar Negret tenía cerca de 72 años, pero parecía mucho más
joven. Delgado, piel morena, tal vez reminiscencia genealógica de su
origen incaico y movimientos ágiles, Negret (1920-2012) fue fiel a la
tradición de los artistas plásticos que desafían el tiempo con una
escalofriante juventud eterna: Picasso, Miró, Rufino Tamayo, Monet,
Chagall, para solo mencionar a unos cuantos.
"Necesitaría cien años para hacer todo lo que
veo", me dijo en 1993 el creador de los aparatos mágicos y coloridas
piezas metálicas influidas por su reencuentro con los incas, Quipus,
eclipses, homenajes a Machu Pichu, el sol y a Huayna Capac, que exponía
entonces en el Museo Tamayo de México, situado en el bosque de
Chapultepec.
Vestía con un saco color verde y por el
resfrío se cubría con suéter y bufanda color tierra. Como desde hacía
décadas, su cabeza rapada y bronceada lo hacía semejar a uno de los
extraterrestres que estuvieron en la fundación del imperio matemático de
los incas, que tanto admiraba, y podría haber sido uno de los
arquitectos misteriosos de las Líneas de Nazca, reencarnado en pleno
siglo XX.
Colombiano, de la ciudad colonial sureña de
Popayán, era considerado desde los años cincuenta una gloria nacional y
muchos críticos lo incluían entre los más originales y revolucionarios
escultores de latinoamericanos y del mundo.
Negret me contó su agradecimiento con la
ciudad de Popayán, donde el arte era bien visto, y con su padre, militar
viajero que lo apoyó en su carrera como artista. E incluso me relató
intimidades, pues me dijo que conoció al poeta Guillermo Valencia e
incluso fue novio de una hija suya, Luz, con quien tuvo una gran amistad
a lo largo de la vida.
Guillermo Valencia, que "era como un dios para todos", le decía, "¡mi querido Edgar, sé que sigues los pasos de Fidias!".
Obras como Kachina, Eclipse, Puente,
Escalera, Acoplamiento, Gran metamorfosis, Gran templo de Sol, Sol,
Machu Pichu, Eclipse, Terrazas, Quipu, Cóndor, Reloj andino, Tejido,
Eclipse sobre el Cuzco, Cascada, Deidad, Laguna mística, fueron algunos
de los poemas de metal y color, que llegaron a las salas ultramodernas
del Museo Tamayo en Chapultepec y que el día de inauguración apreciamos
al calor de los vinos cientos de asistentes invitados por la agregada
cultural Linda Berg.
De Negret, la novelista y crítica argentina
Marta Traba dijo en 1973 que la suya es una "obra enteramente solitaria,
que ha ido haciendo de sí misma su propio referente, que ha convertido
sus contradicciones internas en dinámica. Su obra no se puede tocar ni
penetrar, ni movilizar, ni trasladar, no es móvil ni múltiple. Está ahí,
perfecta y entera, recordándonos que la función olvidada del arte es
reemplazar lo real por la estructura imaginaria capaz de reconducirnos
al sentido profundo y a la medida de las fórmulas".
Dijo que siempre cayó "en los mejores grupos
de artistas donde estuve" y que en Nueva York compartió con Ellswoth
Kelly, Robert Indiana, Luoise Nevelson, Agnes Martine y Jacques
Joungerman, quien estaba casado con la actriz Delphine Seyring. "Eramos
un grupo extraordinario que nos encontrábamos todos los días y el fin de
semana hacíamos reuniones en los estudios de cada uno de nosotros".
Allí en Manhattan, donde dominaba el abstraccionismo de De Kooning y
otros, él y sus amigos fueron mirados con "malos ojos" al principio y
considerados traidores porque venían del "abstraccionismo europeo".
"En Madrid viví en casa de Juan Oteyza y su
señora y conocí a los Saura, Carlos, que era fotógrafo, y terminábamos
con él y su hermano Antonio en fiestas en el sótano de la librería
Buchholz. En París estuve con los latinoamericanos Soto, Otero, Cruz
Díez, del grupo venezolano, y con los colombianos Ramírez Villamizar y
Alejandro Obregón".
Los orígenes de su obra, que se desplegaría
luego en Nueva York, se remontan a su estadía en Mallorca, donde trabajó
con hierro al lado de artesanos locales. Luego se trasladó a las
afueras de París, en Saint Germain en Laye, donde a falta de espacio y
material hizo bocetos con cartón que pintaba, pero de los cuales, me
dijo, no quedó rastro.
"Cuando llegué a Nueva York tuve un estudio
en Park Avenue South y allí quise montar un taller. Pero el departamento
de incendios exigía unas cosas que no podía comprar. Había que forrar
con materiales anti inflamables todas las paredes. Empecé entonces a
trabajar con láminas delgadas de aluminio. Ponía los remaches y vi que
no podía ocultarlos totalmente y usé el tornillo. Y gustó muchísimo",
relató con emoción por el fortuito hallazgo neoyorquino.
"Al principio los tornillos iban en sitios
necesarios, pero poco a poco se convirtieron en parte total de la obra,
en algo especial y estético. Me interesó mucho que se quedara un poco a
la vista el proceso de la obra. Se podía desarmar. Se podía quitar las
tuercas y volver al estado primigenio. Allí hubo una definición total
por los colores y formas que utilizaría después", agregó.
Desde los años cincuenta Negret hacía piezas
verticales, horizontales, geométricas, coloridas, imágenes de poesía
cósmica. Mucho antes de que estuviesen de moda Derrida y el
desconstruccionismo, ya se había anticipado, al abandonar los remaches y
dejar a la vista las tuercas y los tornillos de sus esculturas, para
revelar el proceso creativo como tal en un importante gesto precursor de
modernidad.
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París, 14 de octubre 2012