domingo, 10 de enero de 2010

EL TRISTE FIN DE LOS CAUDILLOS LITERARIOS


Por Eduardo García Aguilar

Uno de los objetivos mejores de quien se dedica a las letras debería ser la conquista del silencio, virtud por la cual el pensador escucha antes que hablar, prefiere leer a escribir y observa en vez de estar en la escena gesticulando. Vivimos un mundo donde la proliferación infinita de la letra y la imagen nos aplasta y es un abismo de telarañas de vanidades y monólogos, donde poco a poco todos vamos quedando atrapados en la soledad de un alvéolo o capullo.

Autores, personajes de la farándula, políticos y predicadores monologan desesperadamente para tener presencia, no escuchan nunca al otro y en la ambición de dominar el escenario no dejan tiempo a la decantación de ideas o intuiciones. Cuando no había imprenta los hombres hablaban en las plazas y sus palabras se las llevaba el viento, o se expresaban en los pergaminos que permanecían secretos e inaccesibles.

Gutemberg liberó entonces la voz de muchos a través de libros y gacetas. Pero para llegar a expresarse por medio de la palabra el camino era arduo y sólo unas cuantas élites religiosas o aristocráticas podían dominar la escritura y por ende, hablar. La visión del mundo o lo que se contaba de la realidad era lo que veían las élites. De ahí que estemos muy enterados de los avatares de la corte y el lujo de los salones reales o cardenalicios, pero muy poco de la vida de la imfame turba de las sucias barriadas o el campo.

Excepcionalmente algún autor de la élite se volvía sensible a ese otro lado escondido de la pobreza. Y por eso de los indios del Nuevo Mundo sólo sabemos lo que les ocurría por Bartolomé de las Casas, quien contó las atrocidades sufridas por los nativos a manos de los crueles españoles, pero desconocemos la voz de los esclavos, sus inquietudes y sus dolores. A medida que la educación fue abriéndose a las clases bajas en las repúblicas decimonónicas, el correo o los diarios secretos empezaron a ser una forma de expresión de amplias capas de la población modesta, aunque el analfabetismo seguía reinando bajo la férula de la casta de los escribanos.

A comienzos del siglo XXI se ha solidificado una extraordinaria revolución iniciada en el último cuarto del siglo pasado, tal vez más espectacular que la provocada por la invención de la imprenta y son ahora varios miles de millones los humanos que acceden a través de computadores e internet a una información cada vez más vasta y a su vez pueden escribir y guardar lo escrito sin límites de espacio o de tiempo. A través de blogs o sitios de intercambio en la red cualquiera se expresa, opina, debate, cuenta, se revela o se oculta. Y cualquiera puede comunicarse con el mundo sin pasar por el cedazo de los medios de poder. Cualquiera hoy puede crear un diario internet o ser escritor, videasta, periodista o fotógrafo.

Las élites intelectuales hasta hace poco debían pertencer a un grupo o tribu de poder editorial para expesarse u opinar en diarios, revistas o editoriales. Si un pensador o escritor era expulsado de la tribu podía caer en el anonimato total o ingresar a la muerte literaria a través del ninguneo de sus contemporáneos, los poderosos directores de revistas, periódicos o editoriales. Las tribus intelectuales se reunían alrededor de afinidades políticas o literarias bajo la férula de un jefe o caudillo literario, con poder en las esferas diplomáticas o gubernamentales. El ostracismo era el destino de los rebeldes y de quienes evitaban las variantes de la lambonería.

Ahora tales mecanismos de poder literario se han vuelto arcaicos y rebeldes e incómodos pueden expresarse a través de la red y conquistar adeptos por fuera de las capillas de poder literario o intelectual. Los escritores o los pensadores pueden difundir al instante sus obras sin esperar años para encontrar un editor, un padrino o hacer antesala toda una vida en las salas de redacción o las editoriales.

Este es uno de los logros más estupendos del internet en la primera década del siglo XXI y una de las conquistas mayores de la libertad de pensamiento iniciada en el Renacimiento y con más fuerza en el Siglo de las Luces. El escritor ha conquistado libertad e independencia y a su vez el lector puede acceder sin límite a otras ideas sin que sean pasadas por el cedazo de las camarillas literarias o intelectuales. Al mismo tiempo los caudillos literarios surgidos del modelo decimonónico, como el ultrapoderoso Victor Hugo, han perdido poder y se han disuelto en la proliferación espectacular de la creatividad de la masa bloguera conquistada por la « plebe » , la « infame turba ». Y esto puede declinarse a los campos musical, fotográfico, pintórico, plástico, poético y periodístico.

Hasta hace poco el lector debía soportar la dictadura de esos caudillos literarios hispanoamericanos que como Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes o Camilo José Cela y Fernando Savater, en España, entre otros muchos, acaparaban la proliferación para ellos solos y secuestraban la palabra y las ideas al servicio de su megalomanía verborreica. Ahora todo esto ha terminado y estamos viviendo una especie de reforma protestante en la literatura y el pensamiento por la cual ya rendimos cuentas directamente al Dios de la Letra sin pasar por obispos, cardenales y monaguillos.

Esa revolución está afectando también a las grandes editoriales que han debido replegarse en el uso sistemático de uno o dos autores por casa a los que aplica la batería exasperante de la propaganda y el marketing para captar compradores, pero que a su vez la nueva libertad protestante del lector moderno de la web identifica como genios inflados del momento que surgen y desaparecen como pompas de jabón.

En la era de la red internet ya nadie come cuento y por eso allí es donde tal vez estén circulando las nuevas ideas y creaciones, como electrones libres de una bienvenida proliferación, donde todos somos genios al instante en una sucesión de efímeras glorias que se difuminan en el delicioso e inquietante abismo del tiempo y el espacio virtuales.