Por Eduardo García Aguilar
La devaluación de la palabra ha llegado a tal nivel, que no es vano preguntarse si escribir tiene todavía sentido y si la literatura es sólo un oficio comercial e industrial que pasó a la historia, en tiempos de imágenes y competitividad desbocadas. Los autores de hoy están avorazados por obtener premios y subir a los podios como reinas de belleza y obedecer mansos a las órdenes de los editores que planean en sus oficinas olas sucesivas de novelas históricas, autobiográficas, policiacas o sobre temas de autoayuda para amas de casa. Y para sostenerse en la efímera pasarela del cabaret, el autor produce a destajo obras cada vez más vacías y ridículas.
Hoy un autor discreto y profundo como Juan Rulfo o Elías Canetti sería impensable y a cambio tenemos que soportar cada semana la risa Pepsodent de Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes con sus cien doctorados honoris causa y el premio semanal. El silencio es un pecado en tiempos de literatura espectáculo, donde reinan las obviedades y los temas correctos y perfumados de historia patria, cuando no el fácil escándalo autobiográfico para asustar monjas. Y para sobrevivir en la farándula, el escritor debe volverse el perro faldero e inicuo de los poderosos y de los grupos de influencia mediática.
Todo comenzó con las tabletas de los grandes imperios perdidos, cuando funcionarios y sacerdotes plasmaban jeroglíficos sobre un barro que luego, ya seco, viajó milenios hasta nosotros. Es saludable observar esos escritos de piedra en las estanterías de los grandes museos que nos hacen viajar hacia los tiempos de Babilonia, Nínive o Alejandría, para entender el olvido y la pervivencia simultánea de esas voces lejanas. Nada tan impactante como la observación del pequeño escriba sentado de Egipto, expuesto en una sala del Louvre, que nos maravilla e interroga siempre desde su época con la ignota mirada. Esa figura me fascina desde la escuela, cuando la descubrimos en viejos libros de historia que mirábamos durante horas con sus figuras borrosas de grandes templos y ciudades milenarias desaparecidas en el cataclismo del vasto Oriente Medio, de donde provienen casi todas las cosas.
El escriba esta ahí, perfecto, silencioso, con sus ojos de vidrio insondables, imagen del letrado que nos viene desde el más profundo pasado y del más allá. Hay algo en él que resume en su gloria la labor de quienes escribían sobre papiros o cueros para la eternidad o el olvido. En el mundo egipcio, la escritura impregna todas las enormes superficies de los templos y las criptas selladas. De ellos nos quedan muchas cosas gracias a las arenas secas del desierto y tanto o más tuvo que haber en otras civilizaciones borradas del mapa por inundaciones, incendios o guerras en las interminables rutas del Extremo Oriente.
Lo que ha llegado a nosotros es ínfimo fruto del azar. Del escultor Praxiteles sólo tenemos copias de sus obras inolvidables. Y de Sócrates, sus palabras rebeldes nos llegan a través de su discípulo Platón. Ellos existieron e hicieron parte de la obra colectiva del hombre en su larga aventura, después de milenos de ver amanecer y atardecer y atestiguar las acciones de la muerte, la enfermedad, el poder, la gloria, la derrota y el olvido. Con los clásicos de la filosofía y tragedia griegas es suficiente. Esquilo, Sófocles y Eurípides dijeron todo lo que había que decir sobre la aventura humana. ¿Entonces para qué escribir hoy banalidades y creerse el cuento?
Muchas de esas voces colectivas quedaron para siempre en los libros sagrados que hoy por fortuna se leen en todos los puntos cardinales y nos impactan con la misma fuerza que hace milenios y nos iluminan como en tiempos de anacoretas y guerreros. ¿Qué misterio hay ahí en esas obras que siguen firmes pese a los progresos de las ciencias y los avances y retrocesos de la razón, que todo explica y desmenuza? Hay gran belleza en esas palabras antiguas, en los libros de viejos filósofos que como Lucrecio trataron de entender el mundo y sus misterios con una voz llena de poesía que está viva tiempo después de la caída del Imperio Romano, el de Pompeya, a la vez tan lejano y tan cercano que nos prueba lo poco que el mundo ha cambiado pese a las nuevas proezas técnicas. Lucrecio y Propercio han sobrevivido y una escasa cofradía de hombres de hoy accedemos a ellos y los disfrutamos. Somos la minoría y qué importa. Es preferible pertenecer a la minoritaria cofradía anacrónica que ir entre el rebaño de los lectores de best sellers.
¿Para qué escribir entonces hoy? Los escritores milenarios lo hacían por otras razones. Grababan ideogramas en esos papiros para nada y para nadie, sin imaginar que un día estarían tan cerca de quienes habitamos en el mundo tres mil o cuatro mil años después. Los motivos de la escritura presente son tan deleznables que uno se pregunta por el sentido de escribir hoy y perder el tiempo leyendo contemporáneos. La pulsión actual es competitiva, comercial, vanidosa, corroída por la envidia y la emulación, y el individualismo del éxito y la vanidad patética llevan indefectiblemente a endiosar a escritores payasos y a olvidar a quienes están lejos de los tronos y los corredores del poder y cerca de la ebriedad y la locura como Sócrates y Diógenes en su tiempo.
En la guerra el héroe arriesga su vida, pero en la literatura y la escritura de hoy nadie arriesga nada. El escritor de hoy está equivocado porque busca izarse en un podio de dólares y volverse estatua de pacotilla para una corte de ilusos. ¿Para qué escribir hoy si nos hemos olvidado de que todo es olvido y que no quedará rastro de tantos libros y textos lanzados en la red? Todo será sólo la voz colectiva de una época. El escritor como individuo, el que surgió en la era moderna, se ha ido para siempre en el remolino de la proliferación. Volveremos a los libros sagrados, donde la voz no tiene autor ni estatua. La palabra hoy es sólo polvo, ruido y viento. Y como diría nuestro poeta Porfirio Barba Jacob, es sólo "Polvo de Pericles, polvo de Simón".