Por Eduardo García Aguilar
En los viejos tiempos de los reyes carolingios, que reinaron desde 750 de nuestra era hasta fines del siglo IX, conventos, abadías, catedrales y palacios reales en Europa se dedicaron a la transcripción minuciosa de miles de libros y documentos antiguos, gracias a lo cual hoy podemos gozar de las obras de filósofos, poetas, dramaturgos, científicos, historiadores y cronistas clásicos, que fueron luego redescubiertos por los humanistas del Renacimiento.
Todas esas joyas conservadas después de más un milenio y cuya calidad de factura es asombrosa, pueden observarse en la Biblioteca Nacional de Francia de la calle Richelieu, donde están expuestas por primera vez en mucho tiempo en la muestra denominada "Tesoros Carolingios", un verdadero regalo para los maniáticos de la escritura y los bibliópatas.
Los libros de todos los tamaños fueron copiados en los scriptorium sobre pergaminos y traen al interior las más bellas estampas de artistas, pintadas con todos los matices de colores, incluso de oro auténtico. Están además empastados con metal, madera, marfil y joyas preciosas. Las letras traen ornamentaciones trenzadas exquisitas de tipo geométrico o con animales y lugares fantásticos y pájaros exóticos, que expresaban el delirio artístico de los calígrafos, mientras afuera reinaba el hambre, la guerra y la peste.
Ahora que con la red internet y los blogs estamos viviendo otra revolución editorial y de comunicación tan importante como la realizada por Gutemberg con la creación de la imprenta, vale la pena recorrer estas vitrinas y ver de primera mano el trabajo de nuestros ancestros los monjes para darnos cuenta de que estamos a la vez muy cerca y muy lejos de aquellas proezas. Siempre es fascinante y saludable comprender que nuestros tiempos, tan bárbaros como aquellos, están asentados sobre siglos de actividad cultural de la humanidad. Que hace miles de años hubo ciudades enormes y bellas, ciencia, medicina, cultura y hombres sabios que reflexionaron e inventaron y se arriesgaron frente a los tiranos. Ahora que nuestros presidentes del siglo XXI son casi todos brutos, ignorantes, violentos y ladrones como George Bush y Osama Ben Laden y sus acólitos del mundo, da gusto recordar que hubo alguna vez reyes y cortesanos ilustrados.
El gran Carlomagno (747-814), que es para nosotros una figura de leyenda pero fue muy real, amplió y dio todas las facilidades a los centros educativos que formarían maestros, religiosos, funcionarios y copistas eclesiásticos y laicos encargados de plasmar para siempre los logros de ese lapso de extraño esplendor intelectual. Allí se enseñó la lectura y la escritura del latín, la teología y el cálculo y luego las artes liberales que debía conocer todo hombre libre, divididas en el trivium (gramática, retórica y la dialéctica) y el cuadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía).
Terencio, Cicerón, Virgilio, Séneca, Suetonio y otros más fueron redescubiertos y tomados como modelos de escritura latina, al mismo tiempo que se estudiaron todos los avances científicos en materia médica, arquitectónica, botánica y agrícola dejados en tratados y manuales por los antiguos y que poco a poco reaparecieron en los viejos rollos griegos y latinos perdidos. Esa actividad exige la uniformización de la escritura y el rigor en la corrección de los textos, lo que conduce a la creación de la letra carolina, mucho más clara y de fácil lectura, que deja atrás la retorcida caligrafía casi ilegible de los tiempos merovingios.
Esos activos lugares en Aquisgrán, Corbie, Saint Denis, Reims, Metz, Saint Amand, se convirtieron en centros culturales, donde bajo la orden de las más altas autoridades desde Pipino III el Breve hasta Carlomagno, lo escrito adquirió una importancia central, en una especie de extraordinario renacimiento que hoy nos maravilla y que floreció después de siglos de oscuridad, ruina y decadencia tras el fin del esplendor greco-romano. Las artes del imperio oriental bizantino y de Irlanda fueron importadas por el soberano para mejorar la calidad de los manuscritos y desde todos los puntos cardinales llegaron expertos maestros encargados de formar la nueva élite artística.
Esta dinastía casi logra la unidad total del Occidente con la aplicación de reformas religiosas, administrativas, legislativas y educativas en las que desempeñaron papel fundamental sabios y consejeros eruditos instalados en la corte. Pero después de Carlomagno, al dividirse el reino entre los celosos herederos, la decadencia y las invasiones normandas dieron la estocada final al auge de los copistas carolingios.
Tener casi en las manos esas joyas, verlas desde todos los ángulos, apreciar sus perlas y sus gemas, imaginar al calígrafo y al ilustrador inclinados sobre los pergaminos en los lejanos monasterios, es una sensación inolvidable y nos prueba que la humanidad no siempre fue violenta y estúpida como hoy.
Ahora que con la red internet y los blogs estamos viviendo otra revolución editorial y de comunicación tan importante como la realizada por Gutemberg con la creación de la imprenta, vale la pena recorrer estas vitrinas y ver de primera mano el trabajo de nuestros ancestros los monjes para darnos cuenta de que estamos a la vez muy cerca y muy lejos de aquellas proezas. Siempre es fascinante y saludable comprender que nuestros tiempos, tan bárbaros como aquellos, están asentados sobre siglos de actividad cultural de la humanidad. Que hace miles de años hubo ciudades enormes y bellas, ciencia, medicina, cultura y hombres sabios que reflexionaron e inventaron y se arriesgaron frente a los tiranos. Ahora que nuestros presidentes del siglo XXI son casi todos brutos, ignorantes, violentos y ladrones como George Bush y Osama Ben Laden y sus acólitos del mundo, da gusto recordar que hubo alguna vez reyes y cortesanos ilustrados.
El gran Carlomagno (747-814), que es para nosotros una figura de leyenda pero fue muy real, amplió y dio todas las facilidades a los centros educativos que formarían maestros, religiosos, funcionarios y copistas eclesiásticos y laicos encargados de plasmar para siempre los logros de ese lapso de extraño esplendor intelectual. Allí se enseñó la lectura y la escritura del latín, la teología y el cálculo y luego las artes liberales que debía conocer todo hombre libre, divididas en el trivium (gramática, retórica y la dialéctica) y el cuadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía).
Terencio, Cicerón, Virgilio, Séneca, Suetonio y otros más fueron redescubiertos y tomados como modelos de escritura latina, al mismo tiempo que se estudiaron todos los avances científicos en materia médica, arquitectónica, botánica y agrícola dejados en tratados y manuales por los antiguos y que poco a poco reaparecieron en los viejos rollos griegos y latinos perdidos. Esa actividad exige la uniformización de la escritura y el rigor en la corrección de los textos, lo que conduce a la creación de la letra carolina, mucho más clara y de fácil lectura, que deja atrás la retorcida caligrafía casi ilegible de los tiempos merovingios.
Esos activos lugares en Aquisgrán, Corbie, Saint Denis, Reims, Metz, Saint Amand, se convirtieron en centros culturales, donde bajo la orden de las más altas autoridades desde Pipino III el Breve hasta Carlomagno, lo escrito adquirió una importancia central, en una especie de extraordinario renacimiento que hoy nos maravilla y que floreció después de siglos de oscuridad, ruina y decadencia tras el fin del esplendor greco-romano. Las artes del imperio oriental bizantino y de Irlanda fueron importadas por el soberano para mejorar la calidad de los manuscritos y desde todos los puntos cardinales llegaron expertos maestros encargados de formar la nueva élite artística.
Esta dinastía casi logra la unidad total del Occidente con la aplicación de reformas religiosas, administrativas, legislativas y educativas en las que desempeñaron papel fundamental sabios y consejeros eruditos instalados en la corte. Pero después de Carlomagno, al dividirse el reino entre los celosos herederos, la decadencia y las invasiones normandas dieron la estocada final al auge de los copistas carolingios.
Tener casi en las manos esas joyas, verlas desde todos los ángulos, apreciar sus perlas y sus gemas, imaginar al calígrafo y al ilustrador inclinados sobre los pergaminos en los lejanos monasterios, es una sensación inolvidable y nos prueba que la humanidad no siempre fue violenta y estúpida como hoy.
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