Por Eduardo García Aguilar
(Publicado en La Patria, Colombia, el domingo 11 de marzo de 2012. En La foto Jorge Amado, Gabo y la Gaba)
Aparte sus biógrafos, Dasso Saldívar y Gerald Martin, que muy cuerdos pasaron décadas estudiando su vida y viajaron por el mundo tras sus huellas, hay miles de personas que en las últimas décadas enloquecieron por el éxito y la fama mundial de García Márquez, quien acaba de cumplir 85 años en México.
Sabemos muy bien que el éxito y la fama, o eso que llaman gloria, concepto muy romántico, atraen la desesperada admiración de quienes no son nada, o son poco, o tal vez mucho, tal y como ocurrió con Napoleón y Bolívar, que en el fondo fue un loco que imitaba al primero.
La psiquiatría al parecer nació para tratar de curar a centenares de personas que en su momento se creyeron Napoleón y poblaron los manicomios de Europa en esa fría primera mitad del siglo XIX. Fue tal el fenómeno, que varias herederas del Emperador no solo fueron grandes discípulas de Sigmund Freud, sino que hoy, por estas fechas, a comienzos de siglo XXI, siguen estudiando, como la señora Murat, el terrible fenómeno de quienes en su época enloquecieron por la gloria del personaje que llegó a lo más alto para caer luego de manera estrepitosa al precipicio del fracaso agónico en la isla de Santa Helena.
En los manicomios actuales hay gente que se cree Michael Jackson y durante casi dos siglos la figura de Napoleón fue la preferida de la demencia. Seres que deambulaban en los corredores de los hospicios con la mano puesta en el corazón y un sombrero triangular imaginario en la cabeza, inspiraron a miles de terapeutas en la ardua tarea de desentrañar sus frustraciones concretadas en la inmensa fama de sus modelos y la terrible insignificancia de sus vidas.
Ahora, a lo largo del continente, hemos vuelto a experimentar el extraño fenómeno, cuando hay personas que han dedicado sus vidas a rescatar sus huellas más mínimas, o a imitarlo escribiendo novelas similares de pueblos imaginarios con alquimistas y gitanos, o que han viajado de un lado a otro del continente para tratar de observarlo desde lejos y aplaudirlo como a una deidad milagrosa, versión literaria de vírgenes y santos de nuestra larga tradición.
Sabemos que la fama y la gloria surgen de la concreción de extrañas coincidencias históricas, cuando un personaje necesario se cuela en las carencias de un país, continente o raza, sea dios, iluminado, poeta, novelista, demiurgo, redentor, político, cabecilla o mandatario. San Pablo, San Francisco, Voltaire, Víctor Hugo, Lord Byron, Withman, Mandela, Soljenitzin, son algunos de ellos.
Estamos hablando de la necesidad del padre y tal vez en la locura de tantos admiradores ciegos que dedican sus vidas a los exitosos Napoleón o García Márquez, hay una profunda lucha por el hallazgo del progenitor ausente y en esto los psiquiatras o los psicoanalistas podrían con mayor lucidez esclarecer los arcanos de la demencia. También los países necesitan padres de la patria como Víctor Hugo y Tolstoi y en especial los más trágicos.
Ahora que los editores entronizan cada semana en serie y con total seguridad al nuevo sucesor de García Márquez en la propaganda de sus novedades o que los megalómanos se autodenominan amigos y sucesores y los burócratas hacen cola en la calle Fuego para pasar a fotografiarse al lado del que, según algunas versiones, ya sabe menos de quien fue y será, es necesario entender que su figura surgió como afirmación continental a través de un Che Guevara literario que no murió acribillado en el intento. Concreción literaria y geopolítica.
Hijo del pueblo periférico cuando las letras pertenecían a las oligarquías, bigotudo como árabe sefardita, periodista costeño en tierra de cachacos, con camisas de flores y liqui liqui, malhablado y generoso, aunque mejor escritor que nadie, el novelista fue la personificación popular en los años 60 y 70 de una tierra de dictadores, ladrones y asesinos.
A su lado hubo otros grandes escritores como José Lezama Lima, Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Arturo Uslar Pietri, Augusto Roa Bastos, Guimarees Rosa, Jorge Amado, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, pero fue él quien a los 39 años ganó la lotería de representar el continente de las Banana Republic, que poco a poco pasaron de moda.
Dinero, gloria, fama, el cuerno maravilloso de la abundancia de los maravedíes, presidentes inclinados, dictadores anonadados, malos cineastas arrodillados, millonarios seducidos, huérfanos, mancos, tuertos, leprosos se apresuraron a aplaudirlo y sonreírle en las escalinatas de la lagartería nacional; sicarios y víctimas, godos y liberales, gente bien y zarrapastrosos, todos unidos en la admiración patriótica de quien no fracasó y a quien hubiésemos ignorado en el fracaso, como se hizo con Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Pedro Gómez Valderrama, Manuel Mejía Vallejo y Germán Espinosa.
Todos los colombianos lo queremos y lo amamos y mucho más ahora que lo sabemos frágil en su ancianidad como una parábola de nuestra propia derrota. La prueba de que todo triunfo y toda gloria es fugaz e inútil y que el trono es una posición transitoria en la danza inevitable de nuestras ausencias, téngase o no patria, continente, partido o fortuna en las espaldas como fárrago absurdo.
Pero al menos los locos de García Márquez seguirán poblando manicomios y oficinas, arrodillados como los personajes de Jorge Zalamea en Benarés, sin saber lo que fue el fenómeno ni lo que será, así como los admiradores de Rimbaud y Kafka nunca supieron que sus ídolos murieron inéditos y anónimos, como Proust, quien pagó la edición de sus primeros volúmenes interminables y pasó a la gloria sin ser invitado, pero al menos cantando para nada y para nadie como dicen los poetas portugueses hijos de Pessoa.