Este año se cumplen 130 años del nacimiento y 90 de la muerte de José Eustasio Rivera (1888-1928), escritor colombiano que con sólo una novela y un puñado de poemas ocupa un espacio enorme en la literatura de su país y en la continental. Nació en un pueblo que hoy lleva su nombre en el sureño departamento del Huila, en los umbrales de los amplios llanos orientales y las selvas que se extienden hacia la Amazonia, incluyendo territorios de Venezuela, Perú y Brasil, por donde el diplomático se internó en sus labores como funcionario para descubrir la injusticia, la explotación y un mundo sin ley comandado por forajidos y aventureros de toda laya.
De esas aventuras, Rivera sacó el conocimiento y la sabiduría para contar el mundo selvático en una novela magistral que sigue siendo actual y cantar en poemas de gran perfección formal paisajes, espacios, caudales, vegetaciones, astros y noches en la vida febril de las junglas y los ríos poblados de alimañas y seres humanos perdidos, a quienes devora poco a poco la selva con sus cánticos hipnóticos. Pirañas, hormigas tambochas, anacondas, fieras, insectos entre remolinos, pantanos y vorágines pueblan su mundo imaginario. Y el deseo es el motor central.
Enviado a comienzos de los años 20 a trabajar en la Comisión limítrofe colombo-venezolana, Rivera descubre las injusticias cometidas contra los indígenas en aquellos territorios al mando de caucheros y traficantes. La vorágine es de una actualidad pasmosa cuando sabemos que en estas primeras décadas del siglo XXI aquellos territorios siguen siendo dominados por grupos ilegales, narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares y todo tipo de ejércitos a un lado y al otro de la frontera, al mismo tiempo que se registra un éxodo masivo de migrantes venezolanos hacia Colombia en busca de mejores oportunidades. Como en aquellos tiempos, la ley es impuesta por forajidos de todos los pelambres y son muchos a quienes engulle la jungla, porque allí la vida no vale nada.
La novela cuenta la historia de Arturo Cova, un hombre que por amor a Alicia se desvía de su camino trazado por su origen y se pierde en aquellas inmensidades. Comienza con una frase que todos los colombianos nos sabemos de memoria: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia” y termina con la exclamación “¡Los devoró la selva!”, en referencia al informe de la infructuosa búsqueda de cinco meses encabezada por Clemente Silva.
Cova es un alter ego del propio Rivera, joven nacido en una familia numerosa y que, por propios méritos, logra una beca en un colegio de la capital colombiana y al final el título de doctor en Derecho y Ciencias Políticas, lo que le abre el camino para ser funcionario del Ministerio de Gobierno. Como en el barco ebrio de Rimbaud, Rivera se define hombre que fue río, ya que contrariando las ilusiones de sus mayores, abuelos, padres, tíos, quienes esperaban que él fuera según sus gustos obispo o papa, senador o presidente, médico o militar, termina por escoger la deriva de la literatura como pasión y oficio.
“Soy un grávido río: siempre he sido eso: un río que copia paisajes, un río nostálgico que canturrea por la voz del oleaje las canciones de la selva de donde vengo, de la entraña selvática donde nací”, dice en un texto encontrado en 1956 entre sus papeles. Y agrega: “Nada podía conmigo, con mi vocación de ser río. Me tuvieron seis meses en un sanatorio y me dieron de baja con una carta del director. El muchacho no está loco, decía, apenas me parece un poco poeta y hay que dejarlo porque eso no tiene remedio. Bendito médico. Sí, eso soy yo: un poco poeta, un grávido río”.
Después de ejercer diversas actividades como funcionario, Rivera recala en Nueva York, a donde llegó con la ilusión de publicar La vorágine en inglés y llevarla al cine, pero allí lo atrapa también una infección adquirida en la selva y muere afectado por escalofríos, fiebres y una hemiplejía fatal. Su cuerpo es trasladado en un periplo rocambolesco de varias semanas, como ocurrió con el del mexicano Amado Nervo (1870-1919) o el de Carlos Gardel (1890-1935) desde el lugar de su muerte hasta su país de origen y recibió en puertos, ciudades y pueblos por donde pasó los honores que no obtuvo en vida. El gran poeta colombiano Fernando Charry Lara (1920-2004), quien presenció de niño el entierro de Rivera en Bogotá, escribió un poema sobre el hecho que es uno de los mejores de su obra.
En Nueva York se habría perdido el manuscrito de su novela inédita La mancha negra, pero nos queda su colección de unos cincuenta sonetos, Tierra de Promisión, que es una joya de la poesía colombiana por su naturalidad y la perfección de su forma. Uno tras otro los sonetos nos cuentan el mundo de la jungla con sus alacranes del deseo y la presencia implacable de la muerte, el cosmos y la enfermedad. Tanto su prosa como su poesía ejercieron una indudable influencia en la obra de Gabriel García Márquez (1927-2014) y de Álvaro Mutis (1923-2013), que, como él, se nutre de montañas, junglas, cañones, ríos y celebra los ambientes tórridos de la naturaleza colombiana con cánticos de pasión sexual y desesperanza.
Rivera pertenece a la tradición de los grandes autores que dejan escasas obras como el mexicano Juan Rulfo, autor de El llano en llamas y Pedro Páramo, y en Colombia los poetas José Asunción Silva, Aurelio Arturo y Raúl Gómez Jattin, entre otros. Su paso por el mundo fue corto, pero la pasión literaria y vital que lo guiaba fue suficiente para que su mirada y su palabra captaran la esencia de su época y las cosas circundantes. Rivera rompió con el modernismo y el costumbrismo, y su prosa y poesía son intemporales como si flotaran sobre un mar de delirios selváticos poblados de apariciones y fantasmas que nunca desaparecen.
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* Publicado el domingo 4 de marzo de 2018 en Expresiones de Excélsior. México.