Por Eduardo García Aguilar
Durante un mes, en el marco del programa anual Monumenta, del 11 de mayo al 23 de junio, estuvo expuesto al interior del gigantesco Grand Palais de París el inquietante Leviatán de Anish Kapoor, artista indio nacido en Bombay en 1954, quien reside en Londres desde 1970, ha sido ganador del Turner Prize y adquirió ya un sólido prestigio como escultor en el campo de las artes plásticas con sus exposiciones en los museos Guggenheim, Tate Modern y en la Royal Academy of Arts.
Cada año, al final de la primavera, Monumenta convoca a un artista consagrado para que haga una proposición monumental e inédita al interior de la imponente estructura férrea, una obra Art Nouveau de 13.500 metros cuadrados, construida con motivo de la Exposición Universal de 1900, convocada para dar paso al siglo XXI y mostrar de nuevo el poder estético y maleable del hierro. Ese noble y rudo material reinó a lo largo del siglo XIX, mientras el mundo se industrializaba, y se rompían las barreras del tiempo y el espacio bajo la impronta de los incontenibles dioses del capital, la guerra y el progreso.
Por si solo el Gran Palais es una obra extarordinaria y culminante del Art Nouveau, hermana de la torre Eiffel (1889) y otras estructuras de hierro de la época que combinaron la piedra, el hierro y a veces el vidrio, como los múltiples edificios, palacios, monumentos, mercados, estaciones de ferrocarril que proliferaron en muchas partes del mundo de manos de los discípulos de Eiffel, y fueron el signo de la modernidad de su tiempo.
Adentro, si el espacio está vacío, el espectador queda maravillado por la luminosidad que cruza a través de las vidrieras interminables de las enormes cúpulas de la nave central de 200 metros de largo y 45 de alto, que flotan en el espacio, no lejos del río y en una de las zonas más espaciosas de la ciudad, entre la avenida de los Campos Elíseos y el Sena. Las sombras de esas dúctiles estructuras metálicas hacen del Grand Palais una obra de arte en transformación permanente y ahora, después de la minuciosa restauración practicada durante la primera década del siglo XXI uno viaja en el tiempo y se siente transportado a esos años dominados por los impresionistas.
Adentro y afuera de este monumento se viaja a los plácidos tiempos de la Belle Époque, tan bien relatados por Marcel Proust en su obra monumental En busca del tiempo perdido. Estamos en una época de relativa paz, entre guerras atroces y a tres lustros de que estalle la terrible Primera Guerra Mundial donde se experimentaron las más atroces armas que causaron la pulverización de todas las artes.
Para desplegarse en ese inmenso espacio y ser modernos y arcaicos a ultranza dentro de la estructura, cuatro artistas han acudido a esta cita. Primero fue el alemán Anselm Kieffer, luego el estadounidense Richard Serra, el francés Christian Boltaski y ahora Kapoor, que atrajo a casi 280.000 espectadores. Kiefer nos llevó al apocalipsis y su obra nos introdujo a lo que será el mundo después de la deflagración. Boltaski nos transportó a la máquina industrial de la muerte a través de los restos anónimos y silentes de los deportados y los gaseados en los campos de concentración. Kapoor ahora nos interroga sobre la vida dentro de la matriz.
Del color de la berenjena y enorme versión tripartita y anómala de la misma, la obra de Kapoor fue inflada al interior del espacio cual globo aerostático construido con materiales plásticos traslúcidos y sugiere a primera vista una criatura viva y palpitante proveniente de un enorme planeta lejano. El Leviatán de Kapoor (http://www.monumenta.com/) es un ser vivo, una « cosa » que pudo haber llegado en forma de bacteria o embrión y crecido en la tierra y a la que los terrícolas nos acercamos con temor y fascinación. El público inerme, temeroso, corderil, rodea el objeto, el monstruo, la presencia, la masa, el tumor, la excrecencia monumental, la rodea, se interroga, palpa la superficie plástica, trata de adivinar sus costuras, calibrar su tamaño.
La criatura de Kapoor llegó y estuvo ahí en silencio durante mes y medio. La gente hizo cola frente a una pequeña escotilla con puertas giratorias para acceder al vientre del monstruo tras observarlo por fuera. Y se preguntó : ¿Que habrá allí adentro? ¿Que nos ocurrirá?¿Saldremos transformados? ¿Seremos devorados como Job por la ballena bíblica? ¿Tendremos una revelación? Y la respuesta fue todo y nada a la vez, al experimentar la sensación intrauterina y palpar de nuevo la incógnita y la fragilidad del planeta y de la vida.
Adentro hubo estupor. Bellas lesbianas se tomaron de la mano y se besaron, ancianos permanecieron encorvados hombro a hombro, reflexionando sobre su muerte inminente, los niños cesaron de jugar y volvieron al embrión. Otros se desearon en silencio. Hubo susurros en todas las lenguas. Sólo faltó el líquido amniótico para volver al origen. Y la bomba y el crimen. El Leviatán de Kapoor nos volvió a enseñar la fragilidad del planeta tierra y la insignificancia fugaz de los animales que vivimos y morimos en él.
Durante un mes, en el marco del programa anual Monumenta, del 11 de mayo al 23 de junio, estuvo expuesto al interior del gigantesco Grand Palais de París el inquietante Leviatán de Anish Kapoor, artista indio nacido en Bombay en 1954, quien reside en Londres desde 1970, ha sido ganador del Turner Prize y adquirió ya un sólido prestigio como escultor en el campo de las artes plásticas con sus exposiciones en los museos Guggenheim, Tate Modern y en la Royal Academy of Arts.
Cada año, al final de la primavera, Monumenta convoca a un artista consagrado para que haga una proposición monumental e inédita al interior de la imponente estructura férrea, una obra Art Nouveau de 13.500 metros cuadrados, construida con motivo de la Exposición Universal de 1900, convocada para dar paso al siglo XXI y mostrar de nuevo el poder estético y maleable del hierro. Ese noble y rudo material reinó a lo largo del siglo XIX, mientras el mundo se industrializaba, y se rompían las barreras del tiempo y el espacio bajo la impronta de los incontenibles dioses del capital, la guerra y el progreso.
Por si solo el Gran Palais es una obra extarordinaria y culminante del Art Nouveau, hermana de la torre Eiffel (1889) y otras estructuras de hierro de la época que combinaron la piedra, el hierro y a veces el vidrio, como los múltiples edificios, palacios, monumentos, mercados, estaciones de ferrocarril que proliferaron en muchas partes del mundo de manos de los discípulos de Eiffel, y fueron el signo de la modernidad de su tiempo.
Adentro, si el espacio está vacío, el espectador queda maravillado por la luminosidad que cruza a través de las vidrieras interminables de las enormes cúpulas de la nave central de 200 metros de largo y 45 de alto, que flotan en el espacio, no lejos del río y en una de las zonas más espaciosas de la ciudad, entre la avenida de los Campos Elíseos y el Sena. Las sombras de esas dúctiles estructuras metálicas hacen del Grand Palais una obra de arte en transformación permanente y ahora, después de la minuciosa restauración practicada durante la primera década del siglo XXI uno viaja en el tiempo y se siente transportado a esos años dominados por los impresionistas.
Adentro y afuera de este monumento se viaja a los plácidos tiempos de la Belle Époque, tan bien relatados por Marcel Proust en su obra monumental En busca del tiempo perdido. Estamos en una época de relativa paz, entre guerras atroces y a tres lustros de que estalle la terrible Primera Guerra Mundial donde se experimentaron las más atroces armas que causaron la pulverización de todas las artes.
Para desplegarse en ese inmenso espacio y ser modernos y arcaicos a ultranza dentro de la estructura, cuatro artistas han acudido a esta cita. Primero fue el alemán Anselm Kieffer, luego el estadounidense Richard Serra, el francés Christian Boltaski y ahora Kapoor, que atrajo a casi 280.000 espectadores. Kiefer nos llevó al apocalipsis y su obra nos introdujo a lo que será el mundo después de la deflagración. Boltaski nos transportó a la máquina industrial de la muerte a través de los restos anónimos y silentes de los deportados y los gaseados en los campos de concentración. Kapoor ahora nos interroga sobre la vida dentro de la matriz.
Del color de la berenjena y enorme versión tripartita y anómala de la misma, la obra de Kapoor fue inflada al interior del espacio cual globo aerostático construido con materiales plásticos traslúcidos y sugiere a primera vista una criatura viva y palpitante proveniente de un enorme planeta lejano. El Leviatán de Kapoor (http://www.monumenta.com/) es un ser vivo, una « cosa » que pudo haber llegado en forma de bacteria o embrión y crecido en la tierra y a la que los terrícolas nos acercamos con temor y fascinación. El público inerme, temeroso, corderil, rodea el objeto, el monstruo, la presencia, la masa, el tumor, la excrecencia monumental, la rodea, se interroga, palpa la superficie plástica, trata de adivinar sus costuras, calibrar su tamaño.
La criatura de Kapoor llegó y estuvo ahí en silencio durante mes y medio. La gente hizo cola frente a una pequeña escotilla con puertas giratorias para acceder al vientre del monstruo tras observarlo por fuera. Y se preguntó : ¿Que habrá allí adentro? ¿Que nos ocurrirá?¿Saldremos transformados? ¿Seremos devorados como Job por la ballena bíblica? ¿Tendremos una revelación? Y la respuesta fue todo y nada a la vez, al experimentar la sensación intrauterina y palpar de nuevo la incógnita y la fragilidad del planeta y de la vida.
Adentro hubo estupor. Bellas lesbianas se tomaron de la mano y se besaron, ancianos permanecieron encorvados hombro a hombro, reflexionando sobre su muerte inminente, los niños cesaron de jugar y volvieron al embrión. Otros se desearon en silencio. Hubo susurros en todas las lenguas. Sólo faltó el líquido amniótico para volver al origen. Y la bomba y el crimen. El Leviatán de Kapoor nos volvió a enseñar la fragilidad del planeta tierra y la insignificancia fugaz de los animales que vivimos y morimos en él.
* Publicado el 3 de julio de 2011 en Excélsior, México D.F (Sección expresiones)