Por Eduardo García Aguilar
Uno de los efectos más nefastos que provocó el unanimismo ideológico colombiano de ultraderecha vivido en la primera década del siglo XXI, fue el posicionamiento hegemónico del sermón paisa como centro de la literatura colombiana, retrocediéndonos de súbito a los tiempos de antes de Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. Así como el realismo mágico cortó de tajo las experiencias modernas de las generaciones de las revistas Mito y Eco y sus discípulos, decapitando dos generaciones de autores modernos, podría decirse que el neo-costumbrismo paisa de carriel y poncho se impuso en esta década a la par que la cantaleta presidencial, junto a otras literaturas soeces de tetas y paraísos, nutridas por el hampa nacional.
El éxito desmesurado de las confesiones autobiográficas o los relatos costumbristas de algunos escritores antioqueños y de otras partes del país, son una muestra de esa extraña seducción ejercida entre los lectores por el discurso arcaico, moralista y autoritario, mezcla de los viejos chistes de Cosiaca y Montecristo, con la energía incendiaria de Monseñor Builes, la charlatanería deschavetada y sin ton ni son del maestro Fernando González y el habla criminal de los malevos y « pirobos » de barriada.
Al público le atrae las lecturas fáciles, o sea obras que se leen de un tirón y seducen porque nos afirman en las taras culturales de las que venimos y que en el caso colombiano son el discurso violento y soez, la injuria gratuita de connotación sexual y cierto aire de moralismo misógino de sacristía. Ese discurso narrativo y oratorio, a veces homicida y fascistoide, se caracteriza asimismo por un autismo ignorantón y autodidacta que niega todo debate y se basa en anatemas y chistes de mal gusto en torno a los cuales no puede haber discusión alguna.
Los libros más vendidos en esta década en Colombia para alegría de las editoriales españolas que se impusieron aquí, fueron en general representantes de ese discurso, obras que rápidamente pasaron al cine o a la telenovela, que a su vez es un género reproductor de las taras culturales, una forma espléndida para mantener el statu quo entre la población alienada por la violencia, como ha ocurrido desde México hasta la Patagonia.
Ese auge de la literatura coloquial autobiográfica basada en la injuria y lo soez, así como sus variantes imaginativas sicarescas o burdelescas, fue un fenómeno que ya comienza a ser analizado por críticos lúcidos como la contraparte de la hegemonía política reinante en esta era atroz de miedo que ha vivido el país en las últimas décadas y que llego a su culmen en la primera década del siglo XXI con el experimento caudillista que estuvo a punto de quedarse.
Esos best-sellers coloquiales o autobiográficos paisas, costeños o bogotanos que tanto se vendieron en los últimos dos lustros en Colombia circularon sin límite a lo largo del país, invadieron las bibliotecas oficiales y se impusieron como lecturas obligadas en las escuelas y universidades, haciendo desaparecer de librerías y bibliotecas a dos generaciones muy importantes de escritores e intelectuales post-macondianos.
Me refiero a las generaciones de autores que se iniciaron bajo la influencia de la gran revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y publicaron desde los años 60 y 70 del siglo pasado en revistas como Letras Nacionales y Eco y en muchos suplementos literarios de diarios nacionales y de provincia que desaparecieron para siempre en esta última década, dando paso a secciones vacuas de entretenimiento y ocio. En esas generaciones figuran autores tan importantes como Nicolás Suescún, Germán Espinosa, Fernando Cruz Kronfly, Dario Ruiz Gómez, Oscar Collazos, R. H. Moreno-Duran, Ricardo Cano Gaviria y Roberto Burgos Cantor, entre otros muchos, cuya obra debería ser rescatada y estudiada y vuelta revisar como muestra de una era en que la literatura y el pensamiento modernos reinaron en Colombia sin saber que pronto el desierto de la mediocridad terminaría por imponerse en la prosa.
Esas generaciones fracasadas se conectaron con la modernidad, tendieron puentes en Colombia con el pensamiento mundial, y ejercieron la literatura como una actividad polígrafa donde no sólo brillaba la narrativa, sino también el ensayo, la poesía y la reflexión ponderada y profunda sobre los problemas de la época. Ellos dieron su vida por la literaura, pero se equivocaron y fracasaron todos porque el país quedó en manos de las mafias del narcotrfáfico, los paramilitares, el dinero fácil, el arribismo y los políticos corruptos de cuello blanco que manejaban sus intereses y cooptaron el palacio presidencial y el Congreso, dominándolo todo con su ominosa sombra de frívola mediocridad antiintelectual a través de medios de comunicación hechos a su imagen y semejanza.
La confusión, en la que cayeron los departamentos de literatura de las universidades o las oficinas oficiales de cultura, surgió de creer que por el sólo hecho de que un libro es éxito de ventas adquiere ya para siempre el carácter de obra significativa y canónica. Eso está claro en otras regiones del mundo, pero en un país como Colombia, con espacios culturales tan reducidos por el miedo y la mediocridad ambiente y la falta de crítica y de editoriales universitarias o privadas que no tengan como único objetivo el lucro fácil y rápido, los best sellers se volvieron la referencia obligada fuera de lo cual no había nada.
En esta última década esa literatura fácil nos retrocedió a los tiempos de antes de José Asunción Silva, José María Vargas Vila, Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. La novela De Sobremesa de Silva sería una obra moderna hoy en Colombia en la era de la sicaresca, el genial Tomás Carrasquilla fue un gran autor que estuvo al tanto de las corrientes de la literatura moderna europea y su lenguaje era creativo, contemporáneo de James Joyce, así como lo era el de su coterráneo el ensayista antioqueño y cosmopolita Baldomero Sanín Cano, que debe estar retorciéndose en su tumba al leer a sus descendientes del siglo XXI. Y en lo que respecta al pobre Vargas Vila, sus anatemas para asuntar monjitas fueron atrevidos y peligrosos en su época, pero aplicados hoy por la literatura paisa dominante son realmente patéticos.
La literatura antioqueña que triunfó en la larga era del caudillo como contraparte de su cantaleta diaria, siguió sentada en sus laureles fáciles, repitiendo y rindiendo culto no sólo a la traquetocracia sino al maestro Fernando González, convertido ahora en una especie de deidad, pero cuyo discurso caótico de sabelotodo a veces exasperante ya no resiste lecturas contemporáneas. Pero al menos él fue original. Ahora tenemos sólo Fernanditos González clonados y en serie. Superar por fin ese discurso arcaico y sacristanesco de la conservadora sociedad antioqueña, camandulera, violenta y machista, es una tarea fundamental de la literatura colombiana de hoy en esta nueva era que se inicia en 2010, después de una década de oscurantismos políticos y literarios de todo pelambre.
Uno de los efectos más nefastos que provocó el unanimismo ideológico colombiano de ultraderecha vivido en la primera década del siglo XXI, fue el posicionamiento hegemónico del sermón paisa como centro de la literatura colombiana, retrocediéndonos de súbito a los tiempos de antes de Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. Así como el realismo mágico cortó de tajo las experiencias modernas de las generaciones de las revistas Mito y Eco y sus discípulos, decapitando dos generaciones de autores modernos, podría decirse que el neo-costumbrismo paisa de carriel y poncho se impuso en esta década a la par que la cantaleta presidencial, junto a otras literaturas soeces de tetas y paraísos, nutridas por el hampa nacional.
El éxito desmesurado de las confesiones autobiográficas o los relatos costumbristas de algunos escritores antioqueños y de otras partes del país, son una muestra de esa extraña seducción ejercida entre los lectores por el discurso arcaico, moralista y autoritario, mezcla de los viejos chistes de Cosiaca y Montecristo, con la energía incendiaria de Monseñor Builes, la charlatanería deschavetada y sin ton ni son del maestro Fernando González y el habla criminal de los malevos y « pirobos » de barriada.
Al público le atrae las lecturas fáciles, o sea obras que se leen de un tirón y seducen porque nos afirman en las taras culturales de las que venimos y que en el caso colombiano son el discurso violento y soez, la injuria gratuita de connotación sexual y cierto aire de moralismo misógino de sacristía. Ese discurso narrativo y oratorio, a veces homicida y fascistoide, se caracteriza asimismo por un autismo ignorantón y autodidacta que niega todo debate y se basa en anatemas y chistes de mal gusto en torno a los cuales no puede haber discusión alguna.
Los libros más vendidos en esta década en Colombia para alegría de las editoriales españolas que se impusieron aquí, fueron en general representantes de ese discurso, obras que rápidamente pasaron al cine o a la telenovela, que a su vez es un género reproductor de las taras culturales, una forma espléndida para mantener el statu quo entre la población alienada por la violencia, como ha ocurrido desde México hasta la Patagonia.
Ese auge de la literatura coloquial autobiográfica basada en la injuria y lo soez, así como sus variantes imaginativas sicarescas o burdelescas, fue un fenómeno que ya comienza a ser analizado por críticos lúcidos como la contraparte de la hegemonía política reinante en esta era atroz de miedo que ha vivido el país en las últimas décadas y que llego a su culmen en la primera década del siglo XXI con el experimento caudillista que estuvo a punto de quedarse.
Esos best-sellers coloquiales o autobiográficos paisas, costeños o bogotanos que tanto se vendieron en los últimos dos lustros en Colombia circularon sin límite a lo largo del país, invadieron las bibliotecas oficiales y se impusieron como lecturas obligadas en las escuelas y universidades, haciendo desaparecer de librerías y bibliotecas a dos generaciones muy importantes de escritores e intelectuales post-macondianos.
Me refiero a las generaciones de autores que se iniciaron bajo la influencia de la gran revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y publicaron desde los años 60 y 70 del siglo pasado en revistas como Letras Nacionales y Eco y en muchos suplementos literarios de diarios nacionales y de provincia que desaparecieron para siempre en esta última década, dando paso a secciones vacuas de entretenimiento y ocio. En esas generaciones figuran autores tan importantes como Nicolás Suescún, Germán Espinosa, Fernando Cruz Kronfly, Dario Ruiz Gómez, Oscar Collazos, R. H. Moreno-Duran, Ricardo Cano Gaviria y Roberto Burgos Cantor, entre otros muchos, cuya obra debería ser rescatada y estudiada y vuelta revisar como muestra de una era en que la literatura y el pensamiento modernos reinaron en Colombia sin saber que pronto el desierto de la mediocridad terminaría por imponerse en la prosa.
Esas generaciones fracasadas se conectaron con la modernidad, tendieron puentes en Colombia con el pensamiento mundial, y ejercieron la literatura como una actividad polígrafa donde no sólo brillaba la narrativa, sino también el ensayo, la poesía y la reflexión ponderada y profunda sobre los problemas de la época. Ellos dieron su vida por la literaura, pero se equivocaron y fracasaron todos porque el país quedó en manos de las mafias del narcotrfáfico, los paramilitares, el dinero fácil, el arribismo y los políticos corruptos de cuello blanco que manejaban sus intereses y cooptaron el palacio presidencial y el Congreso, dominándolo todo con su ominosa sombra de frívola mediocridad antiintelectual a través de medios de comunicación hechos a su imagen y semejanza.
La confusión, en la que cayeron los departamentos de literatura de las universidades o las oficinas oficiales de cultura, surgió de creer que por el sólo hecho de que un libro es éxito de ventas adquiere ya para siempre el carácter de obra significativa y canónica. Eso está claro en otras regiones del mundo, pero en un país como Colombia, con espacios culturales tan reducidos por el miedo y la mediocridad ambiente y la falta de crítica y de editoriales universitarias o privadas que no tengan como único objetivo el lucro fácil y rápido, los best sellers se volvieron la referencia obligada fuera de lo cual no había nada.
En esta última década esa literatura fácil nos retrocedió a los tiempos de antes de José Asunción Silva, José María Vargas Vila, Tomás Carrasquilla y Baldomero Sanín Cano. La novela De Sobremesa de Silva sería una obra moderna hoy en Colombia en la era de la sicaresca, el genial Tomás Carrasquilla fue un gran autor que estuvo al tanto de las corrientes de la literatura moderna europea y su lenguaje era creativo, contemporáneo de James Joyce, así como lo era el de su coterráneo el ensayista antioqueño y cosmopolita Baldomero Sanín Cano, que debe estar retorciéndose en su tumba al leer a sus descendientes del siglo XXI. Y en lo que respecta al pobre Vargas Vila, sus anatemas para asuntar monjitas fueron atrevidos y peligrosos en su época, pero aplicados hoy por la literatura paisa dominante son realmente patéticos.
La literatura antioqueña que triunfó en la larga era del caudillo como contraparte de su cantaleta diaria, siguió sentada en sus laureles fáciles, repitiendo y rindiendo culto no sólo a la traquetocracia sino al maestro Fernando González, convertido ahora en una especie de deidad, pero cuyo discurso caótico de sabelotodo a veces exasperante ya no resiste lecturas contemporáneas. Pero al menos él fue original. Ahora tenemos sólo Fernanditos González clonados y en serie. Superar por fin ese discurso arcaico y sacristanesco de la conservadora sociedad antioqueña, camandulera, violenta y machista, es una tarea fundamental de la literatura colombiana de hoy en esta nueva era que se inicia en 2010, después de una década de oscurantismos políticos y literarios de todo pelambre.