viernes, 30 de diciembre de 2022

EN LA TUMBA DE LENIN

Por Eduardo García Aguilar

Algo impactante que me sucedió este año 2022 fue la visión por primera vez en mi vida de la momia de Vladimir Ilich Lenin (1870-1924), revolucionario ruso que fundó la Unión Soviética y sigue siendo considerado padre de la patria e ícono nacional, pese a que en la actualidad Rusia no es un país marxista-leninista, sino por el contrario una poderosa nación capitalista, marcada por el resurgimiento de la ortodoxia religiosa que reinó durante los zares.

Hace 15 años visité Moscú, cuando estaba en pleno apogeo el gobierno de Vladimir Putin, quien vivía entonces, joven y atlético, los primeros periodos de su largo y exitoso reinado. Visité la Plaza Roja y la hermosa Catedral de San Basilio, pero evité ingresar al imponente mausoleo de Lenin, a un lado del Kremlin. Vi desde lejos la imponente pirámide escalonada cubierta por mármol rojizo, pero no me  atreví a hacer la cola e ingresar a aquellos misteriosos aposentos.

Sabía que Lenin estaba ahí desde su muerte tras una larga enfermedad degenerativa y que según crónicas o  leyendas parecía dormitar apaciblemente en ese lugar entre la penumbra del tiempo y las ideologías. Como los adolescentes rebeldes que deciden cortar con las ideas religiosas y renegar de templos y dioses, fingí la total indiferencia y preferí disfrutar las maravillas de la Catedral construida por Iván el Terrible en honor de Basilio, el santo loco que deambulaba desnudo o en harapos por la plaza entre las nieves del invierno siberiano.

En 2007 Rusia emergía de sus ruinas y miserias como un nuevo, próspero y fuerte país capitalista, caracterizado por la presencia de poderosos oligarcas amigos personales de Putin y allegados al gobierno, quienes estaban al mando de las empresas claves en diversos rubros, y cuyas inmensas fortunas eran comentadas con asombro en los grandes medios occidentales.

Putin y Occidente vivían una luna de miel, Estados Unidos y Rusia negociaban tratados para disminuir la proliferación nuclear y tanto él como sus ministros y amigos oligarcas eran recibidos con honores en todas las capitales, mientras sus yates se paseaban por los lujosos puertos del Mediterráneo.

Al nuevo Zar ruso, ex espía y ex dirigente de los servicios secretos del país, hijo de la señorial San Petersburgo, se le veía en las portadas de las revistas de farándula mostrando su musculado torso de atleta, cabalgando por las estepas o nadado en aguas heladas, como alguno de esos monarcas de las planicies mongolas y siberianas que hace siglos recorrían a gran velocidad el territorio sobre magníficos caballos criados en Samarcanda, Yakutia, Kiev o Nobosibirsk.

Una tarde, cuando caminaba cerca del Kremlin, vi salir la nutrida caravana de autos y vehículos de seguridad, algunos dotados con antenas, que lo escoltaban y lo conducían raudo hacia algún lugar incógnito, tal vez su dacha en las afueras de Moscú, o el aeropuerto militar, desde donde emprendería otro viaje internacional.

Los analistas políticos apostaban por una sólida alianza entre Occidente y la nueva Rusia surgida de las ruinas de la Unión Soviética, que sellaría así el deshielo iniciado con la Perestroika por Mijail Gorbachev, el derrumbe del Muro de Berlín, el retorno de los países comunistas del Este europeo a la Europa de la OTAN y el hundimiento del país con Boris Yeltsin, quien vodka en mano celebraba alegre con dirigentes occidentales que hasta hacía poco eran los enemigos jurados de la Guerra fría.

En muchos lugares del inmenso país y de la vieja ex Unión Soviética se tumbaban las estatuas de Marx, Stalin y Lenin, los gigantescos monumentos de hierro, piedra y bronce en honor de obreros, obreras, campesinos y soldados soviéticos, que eran llevados a luego a desolados cementerios de efigies otrora adoradas con devoción, mientras surgían rascacielos financieros en Moscú, tiendas de lujo y bares y clubes de ensueño para las nuevas castas surgidas de la prosperidad.

En ese contexto Lenin había pasado de moda y parecía absurdo entonces ingresar a la cripta a observar la momia tal vez empolillada del líder autor de Qué hacer, entre otros libros, proclamas y discursos que nuestra generación leyó al mismo tiempo que las biografías de grandes expertos occidentales le dedicaron a este héroe e intelectual muerto a los 54 años, antes de que hubiese podido llevar a la práctica sus planes, cosa que realizó en su lugar el georgiano José Stalin en vez de León Trotsky, el otro candidato a sucederlo.

Cuando ya se acerca el centenario de su muerte en enero de 2024 y se especula en medio dudas sobre el posible entierro definitivo de la momia, no podía perder la oportunidad de verlo por si acaso. Hice la cola que por estos tiempos de guerra es menos larga a falta de turistas e ingresé al impecable mausoleo con aires Art Deco, donde su figura yaciente impresiona, como la de un viejo amigo o familiar de baja estatura, calvo, de ojos asiáticos cerrados, labios ceñidos, manos intactas, enfundado en su traje negro, camisa alba con mancuernas, chaleco y típica corbata negra de bolitas blancas.

Ahí estaba él, el nativo de Simbirsk junto al Volga, el marido de Nadiezdha Krupskaia, el amigo de Inés Armand, el viajero de París y Ginebra, el lector voraz, el filósofo aficionado, el estratega mundial a quien tantas horas dediqué en la adolescencia. Quedé pasmado ante su figura y di vueltas mirándolo desde distintos ángulos sin querer irme, hasta que un soldado con aires de mujik severo me ordenó seguir el camino señalado entre la penumbra y un silencio espectral.           
   

  

lunes, 26 de diciembre de 2022

PASEOS POR EL VATICANO


Por Eduardo García Aguilar

El Vaticano es una ciudad Estado que en el mundo occidental es familiar por la presencia milenaria de la Iglesia católica en los países europeos y América Latina, región considerada como el Extremo Occidente, y por eso deambular ahora en diciembre por sus calles y cruzarse por azar con cardenales que salen de sus edificios cuando se avecina la hora del Ángelus dominical, en un día soleado, es algo muy natural.

Camino desde la Via Germanico, a unos pasos del Museo Vaticano y frente a la muralla antigua donde hace cola la gente para entrar al Museo Vaticano, en la Via Leone IV, descubro un restaurante popular italiano donde se escucha salsa colombiana caleña de los años 70 y 80. Sin duda ahí trabaja algún inmigrante colombiano nostálgico, como después me lo confirma Ana María, que vive cerca del lugar.

Es un perfecto instante para degustar allí en la parte exterior de la Santa Sede un plato de pasta con albóndigas, sin prisa alguna, degustando un vino y husmeando el ambiente del lugar entre los efluvios culinarios. Se siente que los peregrinos lo frecuentan desde hace muchos años, que nada ahí es nuevo, pues las maderas de la escalera crujen al paso de los clientes y adentro los friolentos comensales son felices y brindan.

Alrededor de las murallas de la ciudad, la vida romana es agitada por los millones de turistas que de todas las partes del mundo vienen a este lugar a visitar la Capilla Sixtina, descubrir los secretos del Museo Vaticano o a observar las cúpulas que se distinguen desde lejos.

En esta ocasión la romería es permanente porque los visitantes acuden a ver el árbol de Navidad y el pesebre situado en el centro de la Plaza de San Pedro, a cuyo alrededor van y vienen curiosos y entusiastas del mundo o italianos que se toman fotos y ríen con júbilo al sentirse en esa especie de placenta religiosa.

Todos hacen click con sus celulares para captar la inmensidad de la plaza, el gigante árbol blanco, el pesebre y las luces navideñas. La aglomeración comienza en la muy movida Plaza Risorgimento, llena de restaurantes y bares que como el pub Morrison's abren desde temprano hasta bien entrada la noche, y después se alarga por la Via de Porta Angelica, una de las calles laterales que conducen a ese círculo clásico.

En todos esos edificios residen cardenales, obispos, curas, diplomáticos, académicos, magnates, periodistas. Todos ellos son expertos enterados de las intrigas de la curia, agravadas en las última décadas durante los papados Juan Pablo II, Benedicto XV y Francisco.

De uno de los edificios sale por sorpresa el cardenal y teólogo alemán Walter Kasper (1933), presidente emérito del Consejo pontificio para la unidad de los cristianos, trajeado con clergyman negro.  A su venerable edad el vigoroso jerarca maneja muy bien el dispositivo eléctrico para abrir y cerrar el  estacionamiento de su edificio, e ingresa muy alerta a su auto, que enciende con pericia. Es un verdadero roble este hombre que está a punto de cumplir 90 años de edad.

Según cuenta el periodista Eugenio Bonanata, Kasper le regaló en 2013 a Francisco, su vecino de habitación en la Casa de Santa Marta, tres días antes del cónclave que lo eligió, su libro "Misericordia. Concepto fundamental del Evangelio", publicado en español por las ediciones Queriniana, tres de cuyos ejemplares había recibido recientemente de España y regaló a prelados que hablan esa lengua. El Pontífice lo citó en su primer Ángelus pronunciado el 17 de marzo de ese año, después de su sorpresiva elección. Kasper dice que ese concepto de misericordia se ha convertido en uno de los pilares de su pontificado.

Ahora camino hacia el centro de la plaza en espera de la salida dominical de Francisco. También por azar, el amigo vaticanista Néstor Pongutá Puerto me señala al cardenal italiano Gianfranco Ravasi (1942), presidente del pontificio consejo de Cultura y quien además de experimentado arqueólogo en territorios del Antiguo Testamento, dirigió la librería Ambrosiana. Afable, recién cumplidos los 80 años, tiene un aire juvenil, va a pie y brinca de golpe hacia la acera. Él como todos los prelados, salen de sus habitaciones y se apresuran a escuchar el mensaje papal. 

Se abre la alta ventana y el rumor recorre a la multitud en la Plaza de San Pedro. Francisco, de pie y de buen semblante, saluda a algunos de los grupos que han venido a verlo y estallan en júbilo. Después de varios días de lluvia el sol ha salido de nuevo y la nubes veloces cruzan los aires de Roma como hace milenios en tiempos de Nerón, Calígula, César, Augusto o Adriano.

Viene a la imagen el día de la consagración de Francisco, cuando hubo humo blanco en el Vaticano y salió un papa argentino. Han pasado los años y él está ahí de nuevo. Su paso por el trono de San Pedro es sin duda histórico. Ha terminado su discurso y todo de blanco vestido Francisco da la espalda y entra con lentitud a las añejas y elegantes habitaciones vaticanas donde se negó a vivir encerrado entre cortesanos e intrigantes. Y todos nosotros caminamos ahora por la Via de la Conziliazione rumbo a la Roma eterna. 

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 18 de diciembre de 2022.

MANIZALES Y EL ESTILO ART DECO


Por Eduardo Garcia Aguilar 

Está por escribir aun la historia de amor del estilo Art Deco y Manizales, ciudad que como muchas otras en el mundo adoptaron de manera vertiginosa, en parte o del todo, esa nueva tendencia nacida hace hace más de un siglo en París y a la que pertenecen el edificio de Crhysler en Nueva York, el Cristo de Corcovado en Río de Janeiro, el Palacio de Trocadero de París frente a la Torre Eiffel y la gran Catedral Basílica de Manizales, diseñada por el francés Julien Polti (1877-1953), arquitecto jefe de los Monumentos históricos de Francia, y construida bajo la supervisión de la empresa Papio y Bonarda, fundada por dos italianos realizadores en Manizales de magníficas construcciones como el Teatro Olympia, la casa de Aquilino Villegas, la Casa Estrada, el Edificio Sáenz, entre otros.

Debo mi afición al Art Deco a que mi padre tenía su oficina en una construcción de ese estilo que luego se convirtió en hotel, situada e la carrera 21 en diagonal del magnífico Hotel Escorial y el edificio esquinero que albergaba el café Osiris, por lo que durante esos años maravillosos de la infancia y la adolescencia, cuando ya estaba infectado por la literatura, recorría esos ámbitos de la ciudad excepcionales que se anclaron en mi memoria como lugares de fantasía y que volvería a encontrar durante mis viajes por el mundo en ciudades que tuvieron la fortuna de ser reconstruidas por los jóvenes arquitectos inspirados por esa moda florecida en época de entre guerras, antes y después de la Exposición internacional de Artes decorativas e industriales de París en 1925. O sea al mismo tiempo que se incendiaba y quedaba destruido el centro de Manizales.

Vivíamos no lejos de allí en la carrera 19 con calle 25 en una de esas viejas casonas manizaleñas antiguas que fueron arrasadas en los años 70 para construir avenidas horrendas, o sea que día a día y por diferentes rutas escalonadas subía por esas calles hasta ese centro histórico invaluable que nutría el espíritu y el gusto de cualquier joven interesado en el arte. Como no maravillarse con la Casa Estrada, la Casa Sáenz, el Club Los Andes o el Teatro Olympia y más lejos el Palacio de Bellas Artes y otros edificios residenciales que sobrevivían en la Plaza de Bolívar y a lo largo de las carreras y calles centrales de la ciudad. Como no maravillarse con la Catedral, un edificio de gran rango que poco a poco comienza a aparecer en los catálogos de la gran arquitectura mundial del siglo XX y que es la obra delirante de una notable generación de manizaleños visionarios.

El Art Deco lo he reencontrado en barrios de París, México, Casablanca, Barcelona, Munich, Frankfurt, Madrid, Roma, Estocolmo y otras muchas ciudades y cada vez observo con estupor sus estructuras y la belleza y perfección de sus accesorios, puertas, ventanas, escaleras, lampadarios, adornos que culminan con la fabulosa cúpula del edificio Crhysler de Nueva York, emblema de esa gran capital del mundo. A lo que se agrega además el estilo de muebles, pinturas, murales, autos, aviones, trenes, electrodomésticos y la moda vestimentaria que acogieron ese vertiginoso nuevo estilo lleno de velocidad antes de la terrible y catastrófica Segunda Guerrra Mundial.

Acabo de visitar este jueves en el Palacio de Chaillot la exposición "Art Deco Francia-América del Norte", que traza las relaciones y los vasos comunicantes que se dieron entre esos dos mundos en los años de entreguerras y que prolonga otra magna muestra realizada en el mismo lugar hace una década, "1925. Cuando el Art déco sedujo al mundo", donde se pasaba revista a la influencia de ese arte en el mundo occidental y países lejanos como Marruecos, Camboya, Vietnam, China o Brasil, entre otros.

Basta ver los cuadros de la gran pintora alemana Tamara de Lempicka o del artista mexicano Angel Zárraga, quien fue maestro en las escuelas francesas donde se formaron muchos de esos jóvenes arquitectos, constructores y diseñadores de ese tiempo, para quedar seducido por el hedonismo y el erotismo de sus trazos. Fueron años de fulgor, cuando dos generaciones que sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial querían vivir y hacer la fiesta en los cabarets donde reinaba la gran Josephine Baker y otras estrellas del Music Hall, descritos en las páginas de las novelas de Scot Fitzgerald y Ernest Hemingway como El Gran Gatsby o París era una fiesta.

Hubo un azar milagroso, pues esta gran explosión arquitectónica mundial del Art Deco coincidió con los trágicos incendios que destruyeron a Manizales, capital cafetera mundial y uno de los polos motores del empuje del país en ese entonces por su fuerte actividad financiera. Lo que sorprende es que la élite local actuó rápido y en cuestión de meses, al ver unas treinta manzanas del centro destruidas por el fuego, piensa por lo alto y encarga en 1927 a dos manizaleños residentes en París, Miguel Gutiérrez y Victoriano Arango, hacer las gestiones para un concurso de diseños de la Catedral Basílica de la ciudad, tras lo cual vendrían otros muchos proyectos.

Otras empresas como Ullen y Co, constructora del Palacio de Gobernación, compiten para obtener los jugosos contratos de las nuevas edificaciones. Al mismo tiempo en Miami, afectada por poderosos huracanes, se contrabata a otros arquitectos para reconstruir la ciudad con edificios sólidos que aun hoy están en pie y hacen de ese puerto caribeño uno de los mejores ejemplos del Art Deco, con sus características especiales, materiales y formas inolvidables, líneas, ornamentaciones, motivos florales o geométricos.

No soy arquitecto ni constructor ni historiador de arte, pero cada vez que camino por las calles de mi ciudad y otras del mundo trato de rastrear aquella huella dejada por el impulso de esos constructores y artistas modernos e innovadores. En las nuevas generaciones sin duda aparecerán quienes visiten los archivos a un lado y el otro del Atlántico para rehacer la historia del Art Deco y Manizales y algun día contar en magnificos libros ilustrados la increíble aventura estética que sacudió a estas alturas hace ya casi un siglo.
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Publicado en Manizales. Colombia. Lunes 26 de dieciembre de 2022.
 

jueves, 15 de diciembre de 2022

ROMA LA ETERNA



Por Eduardo García Aguilar

Siempre hay una atmósfera de eternidad en Roma, la ciudad a la que el gran poeta francés Joachim du Bellay dedicó un largo poema de 35 partes donde celebra los misterios de su antiquísima existencia, palpable en las ruinas que maravillaron desde hace siglos a los viajeros que la visitaron desde los tiempos bíblicos, como ese trotamundos de Paulo de Tarso o los principales autores del romanticismo, el alemán Goethe, el francés Chateaubriand y el británico Lord Byron y por supuesto el héroe latinoamericano por excelencia, Simón Bolívar, que inspiró a su vez a varias generaciones de románticos.

Podría decirse que Roma era la Nueva York del universo conocido en ese entonces para los contemporáneos del Imperio, quienes al llegar desde territorios lejanos no podían creer lo que veían, como ese magno Mausoleo de Augusto, o las construcciones de Adriano o Nerón, cuyas ruinas aun perviven junto al río Tíber y desde donde se veía el trazado de la urbe con su intrincado laberinto de callejuelas y edificios de varios pisos, mercados, plazas, foros, escuelas, coliseos, estadios, templos, comercios, baños termales, puentes, acueductos, construidos todos con pericia por arquitectos que impusieron su estilo y talento en todas las provincias y capitales.

Esos mismos constructores trazaron cientos de miles de kilómetros de carreteras empedradas que llegaron a los confines más lejanos del Imperio, así como murallas, faros y torres vigías desde donde vigilaban la seguridad de los territorios. Los rastros de esas construcciones perviven como ruinas en toda la extensión de aquella gran aventura inolvidable que nos recuerda que nada nuevo hay bajo el sol.

Pero en Roma la magnitud de ese poder llegó a niveles insospechados que el transeúnte actual de la ciudad ve en las murallas ocres esparcidas entre la urbe moderna y en las columnatas, obeliscos y edificaciones de ladrillo que aun siguen en pie venciendo tiempo, catástrofes, guerras, preparados para vivir futuros milenios. 
 
Joachim du Bellay (1522-1560) dedica ese largo poemario al rey para recordarle la grandeza de aquel pueblo y recomendarle se inspire en esa obra para dejar huellas. El poemario de este gran bardo francés renacentista es en cierta forma la versión escrita de los grandes monumentos y un monumento en sí mismo. Porque la literatura, la poesía, el ensayo, pueden convertirse en monumentos inmateriales. 
 
He llegado a la Plaza del Pueblo y en medio de esa atmósfera vegetal y una caída del sol crepuscular color fucsia y naranja que dio paso más tarde a la emergencia de la luna llena, acompañada por un brillante lucero planetario, he girado hacia el Mausoleo de Augusto, en cuyo entorno desde hace más de un siglo se realizan trabajos para destacarlo como uno de los centros ceremoniales más impresionantes de la ciudad. 

En pancartas alusivas a las obras se muestran los diferentes trabajos realizados a lo largo del siglo XX y se ve una foto donde Mussolini, con pico y pala, contribuye a la demolición del barrio que se había incrustado alrededor del monumento a  través de los tiempos. En breve, cuando terminen los trabajos, el Mausoleo donde están enterradas las cenizas de muchos emperadores, quedará despejado como en sus viejos tiempos. 

A un lado, en una vieja iglesia que hace parte del proyecto urbano en torno al Mausoleo de Augusto, una misa solemne pronunciada por varios sacerdotes en medio de magníficos cánticos, nos recuerda que no estamos lejos del Vaticano y del papa Francisco, y que esta ciudad ha sido centro de los más grandes rituales del ya antiguo cristianismo milenario. Más adelante llego por fin de nuevo al río Tiber y cruzo el puente hacia el barrio Trastévere, agitado este jueves por la alegría de un puente vacacional, el avance raudo de diciembre y la celebración de la fiesta de la Befana, encabezada por esa pequeña brujilla que trae los regalos.

Cada vez que vengo a Roma pienso en esos viajeros gloriosos o anónimos que han sentido la misma atmósfera y percibido los cipreses y los pinos y la naturaleza peculiar que son bañados por los aires del Mediterráneo, entornos y paisajes que atrajeron en su tiempo a los primeros pobladores y que a través de los milenios siguen haciendo de este lugar el reino de una Dolce Vita imaginaria a veces rota por las guerras, los incendios neronianos, los magnicidios y las sombras oscuras de la peste.

¿Cómo no pensar en el gran cine italiano de la posguerra, en Vitorio de Sica, Michelangelo Antonioni, Roberto Rossellini, Federico Fellini, en el gran Pier Paolo Pasolini y las divas de siempre Monica Viti, Gina Lollobrigida, Ana Magnani, Sofía Loren, Claudia Cardinale y Ornella Muti? ¿Cómo no pensar en Leopardi, Garibaldi, Gabrielle D'Annunzio, Alberto Moravia, y los poetas Cesare Pavese, Giussepe Ungaretti y Mario Luzi? En Roma se respira arte, poesía y literatura y la sombra de Miguel Angel o Leonardo da Vinci salen a nuestro paso, mientras flota en el aire el aroma inconfundible del café. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 11 de diciembre de 2022.
 * Foto del Mausoleo de Augusto de Eduardo García Aguilar.



sábado, 3 de diciembre de 2022

LILLE Y ESTRASBURGO: CIUDADES FRONTERIZAS

Por Eduardo García Aguilar

Uno llega a Lille en el último tren a medianoche y al salir, caminando apresurado por los andenes de la estación, lo recibe la niebla nórdica que con las luces de los faroles otorgan aire fantasmal al lugar, evocador de sueños extraños o filmes oníricos que proyectan sombras fantasmales con personajes de bastón y sombrero de copa salidos de un poema de Baudelaire.

Desde ese instante la ciudad adquiere un aura literaria, pues en ella conviven varios mundos y tradiciones centenarias marcados por auges incontenibles y guerras atroces de codicia y envidia: Gran Bretaña, Bélgica, los Países Bajos, Francia o la propia Alemania, sedes de imperios sucesivos, cíclicos, intermitentes. Lo atestiguan las estatuas de monarcas y héroes militares de las épocas coloniales, como Faidherbe, el gobernador de Senegal y jefe francés de los ejércitos del norte, cuya estatua ecuestre se ve cerca del metro República entre la niebla.

Y es normal esa sensación libresca cuando viene uno a hablar de viaje y literatura con los estudiantes de letras modernas y del Centro de lenguas de la Universidad de Lille, polo cultural de una gran ciudad fronteriza, esta vez con Bélgica, tanto la francófona como la flamenca. Aquí cerca está Brujas, la ciudad maravillosa que relató Georges Rodenbach en Brujas la muerta, publicada a fines del siglo XIX.  

Como todas la ciudades de esa estirpe, la urbe flota entre varios mundos, lenguas, culturas, pasados de guerras y esplendores que enriquecen el sincretismo de sus edificios y de la gente que habita en ellos. Por aquí han pasado múltiples ejércitos y antes estaba cruzada por canales como Amberes o Gante. La ciudad ha sido devastada y vuelta reconstruir tantas veces que la cuenta es imposible, pero en tiempos de paz ha sido centro comercial, de ferias e intercambios de productos e ideas como lo es ahora.

En la actualidad la capital de la Flandes francesa es de facto el centro de un polo metropolitano europeo al que pertenecen ciudades francesas y belgas y a donde llegan los trenes rápidos como el Eurostar, que lleva a Londres, o el que conduce a París. Por eso se escuchan muchas lenguas, acentos y dialectos y conversaciones agitadas sobre el destino de Europa, la guerra en Ucrania, la crisis energética derivada de ella y la inflación.

Es una metrópoli que en los últimos tiempos ha sido parte del sueño de unidad europea, ahora maltrecho tras la salida de Gran Bretaña de la UE y las consecuencias del Brexit y por la guerra en Ucrania, que divide a la opinión de los países de la comunidad y desata debates sobre la relación que se debe tener con Rusia, la ancestral tierra de los zares, de la gran Catalina II, amiga de Francisco de Miranda y Voltaire, la patria de Tolstoi, Dostoievski, Rasputín, Lenin, Stalin, Trotsky, Bulgákov y Maiakovski, entre otros.

La ciudad ha vivido a través de los siglos bajo los sucesivos dominios del reino de Francia, el Santo Imperio romano germánico, los Países bajos españoles de Carlos V y fue reconquistada por el rey Sol Luis XIV, pero en el siglo XX también fue línea de frente de las dos guerras mundiales, por lo que el territorio guarda cicatrices inolvidables de una violencia incesante y en sus entrañas hay cifras inconcebibles de soldados de todos los orígenes, asfixiados en las trincheras por gases químicos o destrozados por balas u obuses.

Sus edificios fueron construidos con el estilo dominante en los Países bajos durante el esplendor de Ámsterdam como capital de un imperio comercial mundial, con sus típicas fachadas escalonadas, geométricas, y otros en el marco de la más clara tradición imperial francesa, por lo que deambular por sus calles y callejuelas entre la niebla nos recuerda el mito literario y fílmico de doctor Jekyll and mister Hyde, obra de Rober Louis Strevenson sobre la doble personalidad, inspiradora de tantos filmes, imaginaciones y textos psiquiátricos o sicoanalíticos.

Parecidas diferencias se registran, pero de otra manera, en Estrasburgo, ciudad alsaciana fronteriza con Alemania, sede del Parlamento europeo, que tiene viejos barrios medievales bañados por los brazos del río que la cruza y desemboca en el Rhin y otros que recuerdan ya sea el dominio alemán o francés, pues ha sido disputada, conquistada y reconquistada varias veces por ambas naciones.

Estrasburgo, como casi todas las ciudades de estas zonas fronteriza, han sido centro de ferias e intercambios desde los tiempos del Imperio Romano y fue básica en el medioevo para animar y cambiar poco a poco el mundo con el auge revolucionario del Renacimiento de las ciencias, el comercio, las ideas y las artes.

Los perseguidos por ideas en España e Italia podían refugiarse junto al río Rhin, el de Los Nibelungos, y dedicarse a escribir y pensar y a vivir. En el centro de Estrasburgo, no lejos de la magnífica catedral gótica, tal vez la más bella de Europa, hay una estatua de Gutenberg, el inventor de la imprenta, que estuvo refugiado un tiempo entre sus callejuelas, así como el alquimista Alberto Magno.

Por eso al llegar a Lille esta semana a hablar de literatura entre la bruma, pienso que estas frágiles ciudades fronterizas volverán a cambiar de dueño en décadas o siglos futuros, porque las guerras y los cambios de mapas y banderas hacen parte de la pulsión humana. Los países son como el Doctor Jekyll y Mister Hyde: viven tiempos estables y pacíficos y de repente se convierten en monstruos sanguinarios y nada los detiene en su autodestrucción.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. D
omingo 4 de diceimbre de 2022.

 

domingo, 27 de noviembre de 2022

LAS HUELLAS DE JOSÉ EUSTASIO RIVERA


Por Eduardo García Aguilar

Una tarde, caminando por el centro de Bogotá donde él tenía su oficina, cubierto por su infaltable gabardina, Fernando Charry Lara me contó su experiencia de haber asistido al velorio de José Eustasio Rivera (1888-1928), cuyo cadáver vino desde Nueva York a Bogotá para recibir un apoteósico sepelio como solía ocurrir con los grandes poetas y escritores de la generación modernista a la que pertenecieron entre otros Amado Nervo, Rubén Darío, Vargas Vila y José Marti, entre otros que eran seguidos atentamente por los lectores de ese tiempo a través de la prensa, los libros importados de España o Francia y los actos públicos en teatros, cuando un poeta podía mover multitudes.

Su padre lo había llevado a ver el ataúd y el cuerpo del joven narrador autor de La Vorágine (1924) y el gran poeta de Tierra de promisión (1921), dos libros esenciales en las literaturas colombiana y latinoamericana, para muchos las dos obras más notables escritas en el país en el siglo XX. El niño no sabía que mucho tiempo después escribiría un poema sobre ese momento especial vivido en la infancia, ya convertido en uno de los grandes poetas colombianos, autor de una obra ceñida, corta, pero sorprendente en cada una de sus páginas, tanto que su poema Llanura de Tuluá se considera el emblemático de la violencia colombiana.

Por las jugarretas del destino, Charry Lara (1920-2004) moriría en Washington y su cuerpo a su vez regresaría a Bogotá para recibir los últimos honores, aunque no tan multitudinatrios como los ofrecidos al abogado huilense que "jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia" con esa novela trepidante y selvática que es La Vorágine y que cada vez leemos con una emoción intacta pues sacude la esencia total del cuerpo y nos comunica con la vida y la muerte, la selva, el deseo, la aventura y el viaje.

Los ríos caudalosos, las pirañas, el amor desbocado y el despecho, la codicia, la canícula, la lluvia, los celos, la traición y el odio comparten protagonismo con el sonido escalofriante de las hormigas tambochas que devoran el follaje a su paso. De la calma se pasa a la violencia y a la huída por selvas donde los humanos se pierden a veces para siempre sin encontar ninguna ruta, desvalidos ante la inmensidad del territorio. En un barco, rumbo a Manaos, coinciden figuras del comercio, mujeres poderosas como esa erótica medioriental enamorada del protagonista, hembra que domina territorios y comanda con mano de hierro hombres de todo tipo y calaña. En La Vorágine vibran la vida, el destino, el deseo y la muerte.

Rivera escribió una obra maestra y telúrica donde cuenta el viaje de Arturo Cova en pos de su amada Alicia y cuando se trasladó a Estados Unidos para buscar la traducción de su novela y emprender otra sobre el petróleo, bajo el título de La mancha negra, según cuentan sus biógrafos, fue dominado por las fiebres y las enfermedades que atrapó en las selvas cuando sus labores de abogado lo llevaron a trabajar en la delimitación de fronteras con Venezuela. Murió a los 39 años de edad, o sea al final de esa edad vigorosa entre los 30 y 40, en la que casi todos los narradores y poetas redactan sus obras mayores. 

Cuenta la leyenda que el cadáver regresó en barco y recibió homenajes en los puertos y localidades a donde llegaba, como fue el destino también del cadáver del famosos mexicano Amado Nervo, periodista, diplomático y poeta autor de la Amada inmóvil y quien después de un largo periplo de homenajes reposó en una pomposa tumba de estilo Art Nouveau en la Rotonda de los hombres ilustres en la capital mexicana.

A Rubén Darío (1867-1916) lo trajo casi agonizante de teatro en teatro un empresario sin alma, hasta que las fiebres lo vencieron en su tierra natal Nicaragua después de un periplo mundial lleno de glorias, banquetes, sinsabores y felicidades etílicas. Y algo parecido le ocurrió a Carlos Gardel, quien después de morir en un accidente de avión en Medellín trajinó por pueblos y veredas hasta el puerto de Buenaventura, desde donde partiría de regreso a Buenos Aires, según cuenta Fernnando Cuz Kronfly en su novela La caravana de Gardel.

Suelo viajar siempre a donde vaya con un ejemplar de La Vorágine y una edición de Tierra de promisión, libros que lo acompañan a uno en la soledad de los hoteles o los aeropuertos. Hay en ellos una fuerza devastadora de colombianidad, como si ese joven abogado viajero y soñador, pero también terrestre y pragmático, hubiese captado lo esencial de nuestra nacionalidad hace cien años apenas.

Leyéndolo uno se da cuenta lo poco que ha cambiado la vida en aquellas selvas y fronteras con Venezuela, Brasil, Ecuador y Perú cruzadas por el Orinoco y el Amazonas. Las huellas de José Eustasio Rivera están ahora más nítidas que nunca, cuando nos acercamos raudos al centenario de la publicación de la gran novela de la selva y la vida. Vivimos en el mismo país que él trasegó y que sigue siendo bastante parecido para bien o para mal.   
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 27 de noviembre de 2022.




sábado, 19 de noviembre de 2022

RETORNO A ESTOCOLMO


Por Eduardo García Aguilar

Hay ciudades  a las que uno regresa mucho tiempo después, pero es como si los años no hubieran pasado, como si todo estuviera en su sitio, aunque en otros aspectos de orden político y social las cosas cambiaron mucho. Con la capital sueca hay una empatía por el agua, la abundancia de humedad y naturaleza, aunque esta última viaje y se presente en tonos distintos a los del trópico andino en sus alturas también heladas y verdes, pero ecuatoriales.

Ya hace tiempos Estocolmo era a la vez la ciudad antigua, añeja, pétrea y verdusca, pero con incrustaciones modernas que hoy a veces parecen futuristas como en los rumbos de la estación central cuyas calles y avenidas están diseñadas para los tiempos del pop, sin edificios altos y más bien livianos y de talla humana, rectangulares e iluminados, para conjurar la pronta oscuridad de las tardes nocturnas. 

En esos lugares centrales donde solíamos darnos cita los estudiantes que acudíamos allí en tiempos clementes a trabajar en verano y a residir en las residencias universitarias de Freskati, no lejos del Hospital Carolinska, la noche nórdica llega temprano y las calles humedas por la lluvia se vacían de gente y las luces del alumbrado público proyectan brochazos de luz, pinceladas abstractas de rojo y verde intenso.

Todo allí se encuentra rodeado por agua y la urbe y sus suburbios flotan en un entramado de islas y penínsulas visitadas por aves. En las calles antiguas donde se encuentran la viejas instituciones de este reino cuya dinastía actual fue entronizada en tiempos de Napoleón, vibra la vida de nuevas generaciones surgidas de la gran inmigación que ha acudido hace medio siglo.

Es un país mestizo y vivo y ese mestizaje provoca como en muchas otras partes del mundo la reacción de quienes creen que hay razas puras que deben vivir aisladas en la endogamia del color de la piel, especialmente blanca. Aquí al norte, en Oslo, la capital de la rica Noruega, un joven cuerdo racista blanco de pensamiento frío e implacable, admirador de Hitler, masacró hace unos años decenas de jóvenes militantes de la socialdemocracia, en su mayoría mestizos que abogaban por la concordia de los humanos en un proyecto común.

Y aquí en Suecia, como en diversos países nórdicos y europeos, crecen con fuerza partidos nostálgicos del nazismo que consideran que se procede a lo que ellos llaman el reemplazo de una supuesta raza blanca originaria milenaria y cristiana a cambio de oleadas de inmigrantes de los lejanos países del sur, gente de origen indio, asiático, medioriental, africano, latinoamericano.

Desde finales del siglo XX muchos inmigrantes de otras regiones del planeta donde el sol puede ser calcinante, llegaron a estos países huyendo de la guerra y el hambre creados por las guerras y el colonialismo imperiales a trabajar en estos países del norte afectados por grandes problemas demográficos.

Los ancestros de la bella multitud mestiza que hoy cruza estas calles de Estocolmo totalmente adaptada e integrada a los rigores del frío, llegaron hace décadas para trabajar en la industria de la construcción, el campo, el trazado de carreteras y nuevas vías férreas, las plataformas petrolíferas y otros trabajos como limpieza, culinaria, cuidado de adultos mayores enfermos o en el sistema de salud, el alcantarillado o el transporte.

Por todas partes se observa esa maravillosa vitalidad de las nuevas genraciones descendientes de inmigrantes que hoy son tan suecos o nórdicos como los fanáticos que se creen descendientes de razas milenarias blancas, pero olvidan que tal vez son hijos de otros migrantes llamados bárbaros que antes se establecieron en estas extensas tierras heladas llenas de riqueza y cuya naturaleza está marcada por el agua, la vegetación y la fauna desbordantes.

Hace mucho tiempo, cuando el actual rey Carlos Gustavo se casaba con una inmigrante brasileña que hoy es reina y madre de la próxima soberana de esta monarquía constitucional cuyo jefe de Estado desciende de Bernadotte, general enviado por el corso Napoleón Bonaparte, se vivía un mundo de prosperidad idílico en el que ese matrimonio entre el príncipe y una azafata de las tierras sudamericanas era visto como algo exótico y nada anormal, un acontecimiento festivo y amoroso.

Décadas después Suecia se ha enriquecido con esa inmigración que la ha salvado y se ha adaptado a estas tierras y cuyos descendientes se destacan ahora en todos los sectores y trabajan día a día por la riqueza del país en la ciencia, la astronomía, el arte. 

Nietos y nietas de inmigrantes del sur asiático, medioriental, africano y latinoamericano, ahora adultos y activos, caminan por estas calles cubiertas por un sol que nunca duerme en verano y escasea en invierno, haciendo de Suecia un jardín multicultural que los nostálgicos de la pureza racial ya no puede impedir, porque es irreversible y bello.
 
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 6 de noviembre de 2022.


 


VOLVER A MOSCÚ

Por Eduardo García Aguilar

Moscú siempre ha sido una ciudad mítica desde hace siglos y como tantas otras capitales del mundo está llena de evocaciones y rastros de un rico pasado cultural como el que da nombre a la hermosa Catedral de San Basilio, situada en la Plaza Roja.  Ahí también se encuentra el mausoleo en cuyo interior reposa y se exhibe desde hace casi un siglo la momia muy bien conservada de Vladimir Ilich Lenin, el líder de la Revolución Rusa.

La emblemática basílica construida por orden de Iván el Terrible entre 1555 y 1561 y considerada por la UNESCO patrimonio de la humanidad, es una joya antigua de la iglesia ortodoxa rusa que da un toque oriental a la plaza y al viejo palacio rojo donde gobernaron grandes zares como Pedro el Grande y Catalina de Rusia, líderes soviéticos y los nuevos dirigentes posteriores al derrumbre del muro de Berlín, entre ellos el actual mandatario Valdimir Putin, considerado el nuevo Zar.

Las diversas torres y cúpulas coloridas en forma de bulbo se izan hacia el cielo y casi flotan sobre un tapiz volante como en los cuentos de las Mil y una noches. Al interior, cada una de las siete capillas con sus respectivas torres de diversas alturas y tamaños albergan íconos invaluables y muchos objetos preciosos.

San Basilio fue un personaje extremo venerado en vida por sus contemporáneos, pues permanecía semidesnudo en la plaza en medio del fuerte viento y el riguroso frío helado y era famoso por sus intuiciones y profecías, por lo que, dice la leyenda, era temido incluso por el cruel Iván, quien mandó construir el templo sobre su sepultura.

De la estirpe de Diógenes y San Francisco de Asís, Basilio es un personaje que representa en diversas culturas, incluso antes del surgimiento de los monoteísmos, a aquellos que deciden dejar todo para vivir en la extrema pobreza y son capaces de imprecar con valentía a los poderosos al mismo tiempo que difunden su creencias con una fe delirante en medio de los desiertos calcinantes o las regiones congeladas.

Muchos de los íconos antiguos representan a este santo en diversas posiciones, de pie, sentado, arrodillado, agitado, en trance, con la mirada perdida, su luenga barba y el cuerpo enérgico y sin tiritar en la intemperie crepuscular o nocturna.

Hacía quince años no regresaba a Moscú y volví a deambular con atención por esta imponente zona central de la ciudad, plena de palacios, museos y rincones secretos por donde peregrinaron desde hace siglos latinoamericanos como Francisco de Miranda, protegido por la emperatriz Catalina y quien se habría inspirado en la bandera rusa para imaginar la del país imaginario por el que abogaba, Colombeia.

En la Plaza Roja también estuvieron en su tiempo colombianos como Jorge Zalamea, el autor del Gran Burundún Burundá ha muerto, y Gabriel García Márquez, quien muy joven y flaco llegó allí acompañando al grupo de danzas de Delia Zapata Olivella, en compañía de varios amigos, entre ellos, Manuel, el autor de Changó el gran putas y otros libros notables, apartes de cuya obra ha sido traducida hace poco por hispanistas universitarios locales.

Una foto inolvidable muestra al autor de Cien años de Soledad con sus amigos posando risueño ante la Catedral de San Basilio, pues todo el que llega a la Plaza Roja queda fascinado por ese templo y se toma la foto de rigor.

El Kremlin es una construcción amurallada imponente y al observarlo uno imagina las crueles intrigas y vicisitudes de poder vividas por zares y jerarcas soviéticos al interior de esa gigantesca construcción llena de habitaciones, salones y oficinas, donde como en todos los palacios a veces corre la sangre sobre mármoles y escalinatas.

En mi anterior visita hace quince años presencié la imponente salida de la caravana de vehículos que escolta siempre a Vladimir Putin cuando sale o llega a la sede de gobierno. Esta vez reinaba cierta calma en la Plaza Roja, porque hay menos turistas.

Y por eso pude visitar sin hacer cola la tumba de Lenín, que en la otra estadía evité tal vez por la reticencia que nos producen las momias. En 2024 se cumplirán 100 años de estar allí presente sin falta frente a los millones de visitantes que han pasado a verlo durante un siglo.

Esta vez había poca gente y en silencio, después de los controles, ingresé a la pequeña pirámide de color ocre desde donde en los tiempos soviéticos pasaban revista en ceremonias militares o días patrios los jerarcas soviéticos enfundados en sus abrigos oscuros y con sus gorros típicos de astrakán negro, como Stalin, Jrushev, Brezhnev y tantos otros.

Ante el cuerpo intacto del líder de la revolución de 1917, sentí la sensación de estar frente a un viejo conocido. Parecía dormir tranquilamente, efundado en un traje negro, con la típica corbata oscura de bolitas blancas que anudaba la camisa alba, sus manos y dedos intactos, algunos ercogidos, la calvicie visible, las cejas orientales, la chivera y el bigote, la nariz respingada, los labios eslavos, que fueron su inolvidable marca.

En la penumbra, casi solo a  falta de turistas, lo observé largo rato y a veces percibí que él podía despertarse y salir de esa caja transparente de cristal donde yace, hasta cuando me llamó la atención el policía armado de turno con su pesado abrigo y el kepis y me ordenó seguir el camino rápido y salir del mausoleo.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 20 de noviembre de 2022.




 

       



sábado, 22 de octubre de 2022

CUARENTA AÑOS NO ES NADA

Por Eduardo García Aguilar

El 21 de octubre se cumplieron cuatro décadas del anuncio del Premio Nobel otorgado al autor de Cien años de soledad, quien ya era desde 1967 una estrella mundial de la literatura luego del éxito de su obra maestra, donde no solo se reconocieron todos los latinoamericanos ansiosos de afirmarse tras siglos de guerras, dependencia y miseria, sino también las poblaciones de varios continentes del llamado Tercer Mundo, aquejados por los mismos problemas de la colonización y el dominio imperial. 
 

La obra máxima del nativo de Aracataca salió en un coyuntura especial, un año antes de las revueltas juveniles de 1968 y las explosiones culturales que empezaron a derrumbar las inercias de un pasado patriarcal y autoritario en Estados Unidos y Europa. Empezaron entonces las súbitas reivindicaciones de los afrodescendientes liderados por Martin Luther King y Angela Davis en Estados Unidos y se inició el movimiento de liberación femenina que derrumbó siglos de inercia y sacó a la mujer de una minoría de edad permanente.    

En el Primer Mundo esa generación que luchaba contra la guerra de Vietnam, soñaba con la revolución, consumía marihuana y escuchaba y bailaba rock, reggae y salsa hasta el amanecer, quedó fascinada por el exotismo y las luchas sociales del Tercer Mundo encarnadas en la figura y la obra de Gabriel García Márquez, un atípico e irereverente escritor malhablado de bigote, pelo encrespado, camisas floridas y pantalones de colores chillones, muy diferente a los pomposos autores latinoamericanos de antes que usaban traje y corbata y ejercían de diplomáticos o políticos profesionales como Rómulo Gallegos, Miguel Angel Asturias y Pablo Neruda.

 
El colombiano le sacó el cuerpo a todas esas formalidades y convertido en rock star dejó atrás el modelo de autor exquisito y aristocrático que representaban hasta entonces Jorge Luis Borges, el barroco José Lezama Lima y otros prohombres engolados y pomposos existentes desde el Río Bravo hasta la Patagonia, y se asoció con la revolución cubana, que entonces se encontraba en su apogeo en medio de la Guerra fría. 
 
Unido como emblema revolucionario a sus líderes Fidel Castro y al mártir Ernesto Che Guevara, que murió en Bolivia el mismo año de la aparición de Cien años de soledad, García Márquez se convirtió en otro ídolo y ascendió hacia la estratosfera como los poderosos cohetes Saturno V que llevaron al hombre a la Luna en 1969. García Márquez fue la otra cara de la moneda del Ché Guevara como mito crístico de la juventud rebelde latinoamericana y mundial hasta su paulatina difuminación en el siglo XXI. 
 

A diferencia de sus antecesores, el costeño reivindicó sus orígenes populares, la música vallenata y utilizó su fama y poder para promover el periodismo y cine latinoamericanos y desempeñarse como diplomático de facto de la Revolución cubana y mediador en complicados conflictos sociopolíticos latinoamericanos, al ser interlocutor escuchado y admirado de muchos presidentes de la región o incluso mandatarios de Estados Unidos o Europa.

   

En cierta forma García Márquez fue nuestro Victor Hugo y como él tuvo que huir al exilio cuando estuvo a punto de ser detenido en Colombia por su activismo político y periodístico y sus lazos ocultos y no ocultos con la insurgencia. Poco después obtendría el codiciado Nobel a los 54 años de edad y viviría el resto de su próspera vida en México en medio de la gloria, adorado como un patriarca o un semidiós hasta que fue alcanzado trágicamente por la terrible peste del olvido que aquejó también a los protagonistas de su obra mayor.

 
En un país y un continente que han vivido tantas guerras y desgracias, la figura patriarcal de García Márquez era un bálsamo que aliviaba los dolores y conjuraba la tradición del fracaso. Hasta su advenimiento todos los poetas, narradores y ensayistas del país habían muerto en la depresión, la pobreza y el olvido. 
 

Pero, oh paradoja, su éxito literario carbonizó como una deflagración meteórica la obra de varias generaciones de autores colombianos cuyos libros aparecieron y aparecen sin pena ni gloria desde hace décadas aunque sean notables y aun hoy todo gira alrededor de él. Sus contemporáneos vagan como fantasmas en un limbo de olvido y los autores posteriores nacen como estrellas muertas en un firmamento agotado, al mismo tiempo que se acaba la era de Gutenberg. 

Casi se podría decir que existe una religión en torno a su nombre y su imaginario. Y que un día habrá papa de Macondo, cardenales, obispos y sacerdotes que divulgarán los evangelios y ratificarán sus milagros. Sus personajes, sus gestos, sus mariposas amarillas y las imágenes creadas por su talento siguen tan vivas que inundan nuestros sueños y planean sobre el país como un gran fresco fundacional que nos detiene en un eterno presente sin tiempo. Y cuarenta años no es nada para el bolero fenomenal que fue su destino. Por eso desde el más allá, protégenos Gabriel, y ten piedad de nosotros, pues eres omnipotente, omnisciente, omnívoro, omniamoroso y omnipresente.   

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 22 de octubre de 2022.


sábado, 8 de octubre de 2022

LOS MILAGROS DE LA TRADUCCIÓN



Por Eduardo García Aguilar

Muchas de las grandes obras literarias que nos llegan a las manos pueden escapársenos durante décadas debido a los escollos que presenta la traducción y a la forma fallida en que el texto original queda plasmado en otra lengua. Para que una obra traducida nos seduzca, es necesario que funcione con autonomía y se convierta asimismo en una pieza maestra que vuele por cuenta propia sin traicionar al original, pero instalándose en una dimensión especial con sus propias leyes imaginarias.

Eso ocurre por ejemplo con las diversas versiones de la Divina Comedia al español u otras lenguas que por lo regular desaniman al lector, pese a que los traductores han realizado una difícil tarea de artesanía para acercarse a sus ritmos interiores en prosa o en verso.

Lo mismo sucede con obras clásicas por las que pasamos sin entusiasmo desde las adolescencia, hasta que en un momento nos cae en las manos una versión que nos hace viajar como nunca hacia otro mundo y nos conmueve, como ocurrió con una version al francés de Prometeo encadenado, vertida especialmente por Olivier Py para ser representada en 2012 en el Teatro del Odeón por una compañía europea.

Los griegos pueden escapársenos durante mucho tiempo y tal es el caso de las obras de Platón donde habla y vive el díscolo y ebrio Sócrates o con los inmensos volúmenes de Aristóteles, autor que ha sido traducido infinidad de veces y aun sigue siéndolo por los nuevos especialistas. El asno de oro de Apuleyo, El Satiricón de Petronio o La Eneida de Virgilio pueden así permanecer ocultas para muchos lectores que no pueden visitarlas en la lengua muerta original.

Muchos han fracasado en sus intentos hasta el día en que se les revela una obra y los capta para siempre, como ocurre con Bajo el volcán de Malcom Lowry, la gran novela sobre México que no se deja atrapar en los primeros intentos. Quien la tradujo al español fue Raúl Ortiz y Ortiz, hombre novelesco de corbatín hoy olvidado que trabajó en la traducción los fines de semana en Cuernavaca y otros días en Ciudad de México en los años 60 hasta que le fue arrebatada prácticamente de las manos por la editorial Era y publicada en 1964, hace ya casi 60 años.
 

Tuve la fortuna de conocerlo hace mucho tiempo en una  recepción en Coyoacán y quienes estábamos allí, entre ellos el poeta Vicente Quirarte, nos sentíamos al lado de un clásico, porque muchas veces los traductores de obras maestras adquieren un aura especial que les otorga una parte de la gloria del autor.

Con La Guerra y la Paz de León Tolstói ocurre igual, ya que no todas las múltiples traducciones nos seducen, aunque para mi gusto la mejor y más cálida es la elaborada por Francisco José Alcántara y José Laín Entralgo y publicada en dos volúmenes por Editorial Vergara de Barcelona en 1959. Después vinieron otras versiones recientes de expertos que se reivindican como las mejores, más científicas o fieles, pero que no funcionan como obras de arte que nos hacen soñar.

Y en el caso de La montaña mágica muchos logran entrar en la primera versión al francés realizada en 1931 por Maurice Betz, a través de la cual se viaja por las peripecias de Hans Castorp, Settembrini, Leon Naphta y sus convivios en Davos, en el sanatorio de tuberculosos donde la bella Clawdia Chauchat esparcía su perfume y su mirada.

Pero el milagro es el de Ulises de James Joyce, que suele ser una obra muy reconocida y considerada una novela básica del siglo XX, pero que pocos han leído, salvo tal vez los dublineses e irlandeses que celebran la ruta de los protagonistas libando y haciendo la fiesta. Notables escritores y críticos han reconocido con modestia y sinceridad que nunca pudieron adentrarse en sus arcanos y eso tal vez debido a problemas de traducción.

Pero en español contamos con una excelente versión del José Salas Subirat, emigrado catalán que llegó a Buenos Aires con su familia a comienzos dedl siglo XX, ciudad donde vivió y trabajó en tiempos del joven Borges y Roberto Artl en la agencia de seguros La Continental y además escribió libros de autoayuda o sobre la árida temática de su profesión laboral.

Durante cinco años, entre 1940 y 1945, sacó tiempo a sus labores en la aseguradora para traducir este libro y logró una versión que funciona en español como una obra autónoma, llena de sorpresas, lenguaje poético, juegos de palabras magníficos y una atmósfera que nos seduce y cautiva. La obra fue publicada en la editorial bonaerense Santiago Rueda y después ha sido reeditada en el ámbito hispanoamericano.

Aunque Salas Subirat nunca presumió de su proeza y siguió dedicado a sus negocios, entre ellos una fábrica de muñecos, murió en el olvido, pero su vida ha sido rescatada en la biografia El traductor de Ulises de Lucas Petersen, publicada en 2016 por Sudamericana en la capital argentina. Aquel modesto burócrata agente de seguros viaja ahora en la carroza de la gloria joyceana, convertido en curioso personaje de novela.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 9 de octubre de 2022.
* En la primera foto José Salas Subirat en su oficina de La continental en Buenos Aires, tal vez traduciendo Ulises. En la segunda, Raúl Ortiz y Ortiz, con su inconfundible corbatín.