Moscú siempre ha sido una ciudad mítica desde hace
siglos y como tantas otras capitales del mundo está llena de evocaciones
y rastros de un rico pasado cultural como el que da nombre a la hermosa
Catedral de San Basilio, situada en la Plaza Roja. Ahí también se
encuentra el mausoleo en cuyo interior reposa y se exhibe desde hace
casi un siglo la momia muy bien conservada de Vladimir Ilich Lenin, el
líder de la Revolución Rusa.
La emblemática basílica construida por orden de Iván
el Terrible entre 1555 y 1561 y considerada por la UNESCO patrimonio de
la humanidad, es una joya antigua de la iglesia ortodoxa rusa que da un
toque oriental a la plaza y al viejo palacio rojo donde gobernaron
grandes zares como Pedro el Grande y Catalina de Rusia, líderes
soviéticos y los nuevos dirigentes posteriores al derrumbre del muro de
Berlín, entre ellos el actual mandatario Valdimir Putin, considerado el
nuevo Zar.
Las diversas torres y cúpulas coloridas en forma de
bulbo se izan hacia el cielo y casi flotan sobre un tapiz volante como
en los cuentos de las Mil y una noches. Al interior, cada una de las
siete capillas con sus respectivas torres de diversas alturas y tamaños
albergan íconos invaluables y muchos objetos preciosos.
San Basilio fue un personaje extremo venerado en
vida por sus contemporáneos, pues permanecía semidesnudo en la plaza en
medio del fuerte viento y el riguroso frío helado y era famoso por sus
intuiciones y profecías, por lo que, dice la leyenda, era temido incluso
por el cruel Iván, quien mandó construir el templo sobre su sepultura.
De la estirpe de Diógenes y San Francisco de Asís,
Basilio es un personaje que representa en diversas culturas, incluso
antes del surgimiento de los monoteísmos, a aquellos que deciden dejar
todo para vivir en la extrema pobreza y son capaces de imprecar con
valentía a los poderosos al mismo tiempo que difunden su creencias con
una fe delirante en medio de los desiertos calcinantes o las regiones
congeladas.
Muchos de los íconos antiguos representan a este
santo en diversas posiciones, de pie, sentado, arrodillado, agitado, en
trance, con la mirada perdida, su luenga barba y el cuerpo enérgico y
sin tiritar en la intemperie crepuscular o nocturna.
Hacía quince años no regresaba a Moscú y volví a
deambular con atención por esta imponente zona central de la ciudad,
plena de palacios, museos y rincones secretos por donde peregrinaron
desde hace siglos latinoamericanos como Francisco de Miranda, protegido
por la emperatriz Catalina y quien se habría inspirado en la bandera
rusa para imaginar la del país imaginario por el que abogaba, Colombeia.
En la Plaza Roja también estuvieron en su tiempo
colombianos como Jorge Zalamea, el autor del Gran Burundún Burundá ha
muerto, y Gabriel García Márquez, quien muy joven y flaco llegó allí
acompañando al grupo de danzas de Delia Zapata Olivella, en compañía de
varios amigos, entre ellos, Manuel, el autor de Changó el gran putas y
otros libros notables, apartes de cuya obra ha sido traducida hace poco
por hispanistas universitarios locales.
Una foto inolvidable muestra al autor de Cien años
de Soledad con sus amigos posando risueño ante la Catedral de San
Basilio, pues todo el que llega a la Plaza Roja queda fascinado por ese
templo y se toma la foto de rigor.
El Kremlin es una construcción amurallada imponente y
al observarlo uno imagina las crueles intrigas y vicisitudes de poder
vividas por zares y jerarcas soviéticos al interior de esa gigantesca
construcción llena de habitaciones, salones y oficinas, donde como en
todos los palacios a veces corre la sangre sobre mármoles y escalinatas.
En mi anterior visita hace quince años presencié la
imponente salida de la caravana de vehículos que escolta siempre a
Vladimir Putin cuando sale o llega a la sede de gobierno. Esta vez
reinaba cierta calma en la Plaza Roja, porque hay menos turistas.
Y por eso pude visitar sin hacer cola la tumba de
Lenín, que en la otra estadía evité tal vez por la reticencia que nos
producen las momias. En 2024 se cumplirán 100 años de estar allí
presente sin falta frente a los millones de visitantes que han pasado a
verlo durante un siglo.
Esta vez había poca gente y en silencio, después de
los controles, ingresé a la pequeña pirámide de color ocre desde donde
en los tiempos soviéticos pasaban revista en ceremonias militares o días
patrios los jerarcas soviéticos enfundados en sus abrigos oscuros y con
sus gorros típicos de astrakán negro, como Stalin, Jrushev, Brezhnev y
tantos otros.
Ante el cuerpo intacto del líder de la revolución de
1917, sentí la sensación de estar frente a un viejo conocido. Parecía
dormir tranquilamente, efundado en un traje negro, con la típica corbata
oscura de bolitas blancas que anudaba la camisa alba, sus manos y dedos
intactos, algunos ercogidos, la calvicie visible, las cejas orientales,
la chivera y el bigote, la nariz respingada, los labios eslavos, que
fueron su inolvidable marca.
En la penumbra, casi solo a falta de turistas, lo
observé largo rato y a veces percibí que él podía despertarse y salir de
esa caja transparente de cristal donde yace, hasta cuando me llamó la
atención el policía armado de turno con su pesado abrigo y el kepis y me
ordenó seguir el camino rápido y salir del mausoleo.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 20 de noviembre de 2022.
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