Por Eduardo Garcia Aguilar Está por escribir aun la historia de amor del estilo Art Deco y Manizales, ciudad que como muchas otras en el mundo adoptaron de manera vertiginosa, en parte o del todo, esa nueva tendencia nacida hace hace más de un siglo en París y a la que pertenecen el edificio de Crhysler en Nueva York, el Cristo de Corcovado en Río de Janeiro, el Palacio de Trocadero de París frente a la Torre Eiffel y la gran Catedral Basílica de Manizales, diseñada por el francés Julien Polti (1877-1953), arquitecto jefe de los Monumentos históricos de Francia, y construida bajo la supervisión de la empresa Papio y Bonarda, fundada por dos italianos realizadores en Manizales de magníficas construcciones como el Teatro Olympia, la casa de Aquilino Villegas, la Casa Estrada, el Edificio Sáenz, entre otros.
Debo mi afición al Art Deco a que mi padre tenía su oficina en una construcción de ese estilo que luego se convirtió en hotel, situada e la carrera 21 en diagonal del magnífico Hotel Escorial y el edificio esquinero que albergaba el café Osiris, por lo que durante esos años maravillosos de la infancia y la adolescencia, cuando ya estaba infectado por la literatura, recorría esos ámbitos de la ciudad excepcionales que se anclaron en mi memoria como lugares de fantasía y que volvería a encontrar durante mis viajes por el mundo en ciudades que tuvieron la fortuna de ser reconstruidas por los jóvenes arquitectos inspirados por esa moda florecida en época de entre guerras, antes y después de la Exposición internacional de Artes decorativas e industriales de París en 1925. O sea al mismo tiempo que se incendiaba y quedaba destruido el centro de Manizales.
Vivíamos no lejos de allí en la carrera 19 con calle 25 en una de esas viejas casonas manizaleñas antiguas que fueron arrasadas en los años 70 para construir avenidas horrendas, o sea que día a día y por diferentes rutas escalonadas subía por esas calles hasta ese centro histórico invaluable que nutría el espíritu y el gusto de cualquier joven interesado en el arte. Como no maravillarse con la Casa Estrada, la Casa Sáenz, el Club Los Andes o el Teatro Olympia y más lejos el Palacio de Bellas Artes y otros edificios residenciales que sobrevivían en la Plaza de Bolívar y a lo largo de las carreras y calles centrales de la ciudad. Como no maravillarse con la Catedral, un edificio de gran rango que poco a poco comienza a aparecer en los catálogos de la gran arquitectura mundial del siglo XX y que es la obra delirante de una notable generación de manizaleños visionarios.
El Art Deco lo he reencontrado en barrios de París, México,
Casablanca, Barcelona, Munich, Frankfurt, Madrid, Roma, Estocolmo y
otras muchas ciudades y cada vez observo con estupor sus estructuras y
la belleza y perfección de sus accesorios,
puertas, ventanas, escaleras, lampadarios, adornos que culminan con la
fabulosa cúpula del edificio Crhysler de Nueva York, emblema de esa gran
capital del mundo. A lo que se agrega además el
estilo de muebles, pinturas, murales, autos, aviones, trenes,
electrodomésticos y la moda vestimentaria que acogieron ese vertiginoso
nuevo estilo lleno de velocidad antes de la terrible y catastrófica Segunda Guerrra Mundial.
Acabo de visitar este jueves en el Palacio de Chaillot la exposición
"Art Deco Francia-América del Norte", que traza las relaciones y los
vasos comunicantes que se dieron entre esos dos mundos en los años de entreguerras y que prolonga otra magna muestra realizada en el mismo lugar hace una década, "1925. Cuando el Art déco sedujo al mundo", donde se pasaba revista a la influencia de ese arte en el mundo occidental y países lejanos como Marruecos, Camboya, Vietnam, China o Brasil, entre otros.
Basta ver los cuadros de la gran pintora alemana Tamara de Lempicka o del artista mexicano Angel Zárraga, quien fue maestro en las escuelas francesas donde se formaron muchos de esos jóvenes arquitectos, constructores y diseñadores de ese tiempo, para quedar seducido por el hedonismo y el erotismo de sus trazos. Fueron años de fulgor, cuando dos generaciones que sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial querían
vivir y hacer la fiesta en los cabarets donde reinaba la gran Josephine
Baker y otras estrellas del Music Hall, descritos en las páginas de las novelas de Scot Fitzgerald y Ernest Hemingway como El Gran Gatsby o París era una fiesta.
Hubo un azar milagroso, pues esta gran explosión arquitectónica mundial del Art Deco coincidió con los trágicos incendios que destruyeron a Manizales, capital cafetera mundial y uno de los polos motores del empuje del país en ese entonces por su fuerte actividad financiera. Lo que sorprende es que la élite local actuó rápido y en cuestión de meses, al ver unas treinta manzanas del centro destruidas por el fuego, piensa por lo alto y encarga en 1927 a dos manizaleños residentes en París, Miguel Gutiérrez y Victoriano Arango, hacer las gestiones para un concurso de diseños de la Catedral Basílica de la ciudad, tras lo cual vendrían otros muchos proyectos.
Otras empresas como Ullen y Co, constructora del Palacio de Gobernación,
compiten para obtener los jugosos contratos de las nuevas
edificaciones. Al mismo tiempo en Miami, afectada por poderosos
huracanes, se contrabata a otros arquitectos para reconstruir la ciudad
con edificios sólidos que aun hoy están en pie y hacen de ese puerto caribeño uno de los mejores ejemplos del Art Deco, con sus características especiales, materiales y formas inolvidables, líneas, ornamentaciones, motivos florales o geométricos.
No soy arquitecto ni constructor ni historiador de arte, pero cada
vez que camino por las calles de mi ciudad y otras del mundo trato de
rastrear aquella huella dejada por el impulso de esos constructores y
artistas modernos e innovadores. En las nuevas generaciones sin duda
aparecerán quienes visiten los archivos a un lado y el otro del Atlántico para rehacer la historia del Art Deco y Manizales y algun día contar en magnificos libros ilustrados la increíble aventura estética que sacudió a estas alturas hace ya casi un siglo.
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Publicado en Manizales. Colombia. Lunes 26 de dieciembre de 2022.
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