Ahora que millones de humanos seguimos fieles al éxodo, en un largo
proceso de desplazamiento que se aceleró en las últimas décadas, es
pertinente explorar las modalidades en que el ser humano se diluye en la
diáspora o se exacerba en las islas del destierro. Por un lado se
difumina en la vivencia de otras culturas cercanas o lejanas, en la
penetración de los misterios del imaginario de otros países milenarios,
en la visualización incesante de otros íconos, ya sean de piedra o
huidizos como las imágenes televisivas de ceremoniales exóticos. Y a la
vez se exacerba cuando la infancia, la adolescencia y la juventud
fosilizan y adquieren contornos y esencias de una nueva mitología
particular, familiar o doméstica.
La tensión tectónica de esos dos procesos lleva a la conformación en
nosotros de ese extraño Frankenstein construido con pedazos de otros
códigos y ceremoniales, dentro del cual pugna el Minotauro del imposible
retorno. Porque al mismo tiempo que la « raizalidad» agoniza en la
integración del individuo a otros continentes exóticos, se agudiza el
dolor de la ausencia del país original, que ya ni siquiera es portátil y
se va volviendo tan extranjero o más que las playas, urbes, praderas y
pieles de los países o continentes del éxodo.
¿Dónde queda, pues, ahora, el extranjero? ¿En la patria abandonada o en
las patrias adquiridas a fuerza del éxodo? ¿Quién es más extranjero: el
nativo que retorna a deambular por sus parajes nativos o el forastero
que agota el asfalto de nuevas y luminosas metrópolis del Viejo y Nuevo
Mundo? Este extranjero profesional y eterno que se instala en la
movilidad no es más que la versión moderna del maravilloso judío errante
del que nos hablaban la abuela o la madre mientras tejían en salas y
corredores, bajo los aleros de las casonas de los Andes, como la extraña
y misteriosa figura que flotaba en la inminencia de su aparición y
partida.
El judío errante lleva sus pequeños bártulos colgando en una bolsa
raída, tiene una mirada agitada y extraviada, trae los cabellos
hirsutos, la barba siempre a medioterminar y las manos rugosas como sus
pies heridos y fatigados de tanto caminar por las trochas y caminos de
herradura. El judío errante tiene como patria única su errancia. Y a
diferencia de los que siempre se quedan en las pequeñas veredas
esperando la muerte sin salir jamas de allí, el judío errante lleva como
fardo una multitud de imágenes y voces, olores, texturas, sabores,
pieles, un fardo que se hace cada vez más pesado, bullicioso, caótico,
como si fuera un enorme y sacro monolito donde están inscritos todas las
leyes o anatemas, los oráculos encontrados, las premoniciones, las
catástrofes.
Toda gran literatura es de éxodo, de errancia, materia de juglares que
en sus andanzas acumulan experiencias e historias y tienen como función
darlas a conocer a los otros, por un instante, al calor del fuego. Así
surgieron los grandes libros sagrados de la India, el Oriente Medio y
América, como obras de quienes le dieron la vuelta al mundo y contaron
lo visto para que a su vez fuera relatado por otros, enriqueciéndose con
las falsificaciones o el perfeccionamiento de las estructuras
narrativas.
Las epopeyas, las biblias, las mejores piezas de teatro, las fábulas,
profecías y obras poéticas se forjaron en ese encuentro incesante de los
encantadores de serpientes y los cómicos con el alborotado público de
las barriadas famélicas. El mono volante y heroico del Ramayana,
Hanumán, que pervive hoy en cada mono libre de Calcuta o Benarés; la
figura emblemática de Sherezade; el profeta viajero que escribe
epístolas y va de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo llevando la
palabra divina; la historia del vellocino de oro; la loba que amamanta a
Rómulo y Remo; todos ellos surgieron de ese patio de los milagros o esa
plaza a donde llegaban los artistas viajeros con sus tambores,
chirimías y panderetas.
Allí también se forjó la búsqueda de eternidad. Porque el hombre
milenario no se contentaba con el relato de sus aventuras picarescas,
sino que establecía los puentes venideros con el más allá: así las
reencarnaciones de los Indios, el más allá momificado de los egipcios y
el cielo o el infierno de los cristianos tan bien descritos con lujo de
detalles en La Divina Comedia de Dante y el Paraíso Perdido de Milton.
En este caso la errancia no es de este mundo sino del otro, con
interminables círculos y abismos por donde caen raudos los ángeles
condenados. En su maravillosa abstracción estos mundos perfeccionan y
hacen aún más complejos los caminos y los laberintos del mundo conocido.
El más allá tiene palacios y paisajes aún más sorprendentes, flota
sobre nubes o espacios cósmicos y en su seno las atrocidades humanas se
perfeccionan, como las torturas y suplicios contados por Dante o Milton.
domingo, 17 de enero de 2021
LOS CAMINOS DEL JUDÍO ERRANTE
Por Eduardo García Aguilar
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