Por Eduardo García Aguilar
Una de las instituciones preferidas en toda Francia y de las
más nutritivas y alegres de la vida en París, es el bistrot, que desde
el siglo XIX cumple una función social inigualable en todas las
estaciones del año y sin la cual la vida en la ciudad o los pueblos no
sería lo que es. En cada cuadra de la ciudad capital y en todas las
ciudades y pueblos de provincia, sin falta, hay varios de estos lugares
que llevan nombres diversos evocadores de la región de donde provenían
los viejos fundadores o el nombre famoso de algún militar, barco,
profesión, amada o país: el Sully, la Estrasburguesa, el Bastilla, el
Cañón de Italia, el Jaurés, el Sarah Bernhardt, el Daiquirí, el Floreal y
mil etcéteras más.
Los hay muy pequeños en mitad de la cuadra para una clientela muy
precisa y casi familiar y también en las esquinas o en las plazas
concurridas, donde por la situación privilegiada se vuelven más animados
y prósperos y se convierten con el tiempo a veces en negocios
millonarios y famosos y de alto glamour como el Deux Magots y el Café de
Flore de Saint Germain, La Coupole y el Select de Montmartre o el Café
de la Paix de la Plaza de la Opera, todos ellos de precios inabordables
para la población común.
El bistrot es un sitio muy sencillo, especializado en la venta de
vino, cerveza y licores a precios bajos, que se sirven en las viejas
barras métalias de bronce, zinc o madera, lo que se complementa con la
venta de sándwichs rápidos o tentenpiés de queso, jamón, paté, atún,
pollo o chorizo para una clientela popular y atareada que se refugia un
instante en el lugar para restaurarse y luego seguir el camino de su
lucha por la vida en los tiempos de crisis, que siempre han sido la
norma en todas las épocas. Todos los países del mundo siempre han estado
o están en crisis.
En las mañanas heladas, cuando los transeúntes van rumbo al
metro para trasladarse a sus trabajos, la especialidad del bistrot es
servir el delicioso café con leche, acompañado de croissants, por lo que
el olor inconfundible de las máquinas cafeteras italianas atrae desde
lejos a los acelerados, al mismo tiempo que el sonido inolvidable que
emiten cuando transforman el elíxir del grano molido proveniente de
Colombia, Kenia, Brasil o Guatemala, en la exquisita taza humeante que
da vida y energía al trabajador.
Porque el bistrot es y ha sido siempre el lugar de encuentro de
los trabajadores, de los proletarios de los últimos dos siglos,
inmortalizados en tantas obras literarias, en especial aquellas que
cuentan la vida popular de París y en cuadros donde se les ve con las
boinas ancestrales y las bufandas modestas o los overoles manchados de
pintura o cemento, cuando no con sus bigotes heredados de la vieja etnia
original gala pre-romana, contada en los dibujos animado, cómics o
caricaturas del inefable Ásterix.
A mediodía, el bistrot se especializa en un almuerzo sencillo
que comienza a servirse a las doce en punto y que por un costo
relativamente bajo trae un menú basico de entrada, plato central y
postre: huevos con mayonesa, paté, arenques o una ensaladilla rusa
simple, seguido luego por la clásico pedazo de carne de res o pollo con
papas fritas, o un grasoso cassoulet, una choucroute, el boeuf
bourguignon, o la pieza de ternera en salsa con arroz y frijoles blancos,
que lleva el nombre de blanquette de veau. El menú de tres opciones
cambia cada día de la semana y constituye la delicia del pobre que sale
durante una hora a recobrar energía para seguir la jornada. Pero casi
siempre se trata de platos populares como los que preparaba la abuelita o
hacía la mamá.
Viene luego la tarde solitaria del bistrot, cuando por lo
regular son pocos los clientes y donde pasan las horas jubilados,
desempleados, viudas o esposas que van y vienen del supermercado y se
refugian de la llovizna para reposar un instante allí leyendo el
periódico local, ya sea Le Parisien en la capital y otros de nombres
improbables en cada una de las capitales, desde Marsella y Toulouse a
Lyon, y desde Burdeos y Poitiers a Lille, Rouen, Estrasburgo o Nantes.
Hacia las seis de la tarde el bistrot se vuelve a animar con la
clientela más alcohólica y solitaria, que libre ya de su tareas
burocráticas pasa a degustar un vino blanco o rojo, un calvados o un
pastís, mientras pasan las noticias del día en continuo por la
televisión, a través de canales como BFMTV o ITelé. El personaje típico
del bistrot emerge allí con toda su fuerza: se trata de un hombre o
mujer solitario, o que evita regresar pronto a casa y que en esas horas
habla sobre política o chismes del momento, como las amantes de
los presidentes o las celebridades y las historias más escabrosas de los
criminales o las guerras y las tragedias que informa sin cesar la
máquina trituradora de noticias. Hacia la noche, el bistró acoge en la
barra a los clientes más fieles, que tienen un trato especial del patrón
y ya ebrios deliran con sus narices bien rojas y sus ojos humedecidos.
El pilar de bistrot ha sido inmortalizado en programas cómicos de la
televisión por la talentosa humorista Anne Rumanoff
En sus primeros tiempos el bistrot fue una institución regentada por
habitantes originales o de diversas provincias francesas muy
específicas, como los famosos bougnat, provenientes del macizo Central, y
en las primeras décadas del siglo XXI ha sufrido un gran transformación
con la globalización, al pasar a manos de las nuevas generaciones de
inmigrantes chinos o norafricanos, por lo que se han convertido en un
vivero de mestizajes de todos los orígenes. Si resucitaran los franceses
de antes, a veces tan nacionalistas y cerrados, se espantarían de ver
tanta gente de origen extranjero, en especial mediorientales, africanos y
asiáticos compartiendo en la barras de los bistrots a la hora del
crepúsculo.
Sin el bistrot París sería invivible y sus barras cumplen la función
del psicoanálisis o del consejero espiritual para todos los golpeados por
la vida: se discuten allí divorcios, muertes, ruinas, fracasos,
desempleo, enfermedades, bodas, nacimientos. En su caluroso líquido
amniótico, vibran las historias y los secretos que muchos novelistas han
utilizado para dar consistencia a sus personajes, como Zola o Louis
Ferdinand Céline, expertos en contar el destino del pueblo en su cíclico
ir y venir.
sábado, 27 de diciembre de 2014
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