Por Eduardo García Aguilar
En toda la historia de la humanidad, que es una
sucesión de invasiones y guerras encabezadas por tiranos y aspirantes a
serlo, las estatuas viven sus ciclos y caen como mueren todos los seres
vivientes tarde o temprano y como morirán igual el planeta Tierra y la
galaxia Vía Láctea donde vive oculto entre miríadas de estrellas. Así le
ocurrió a Napoleón Bonaparte, quien el 5 de mayo de 1821, hace dos
siglos, murió preso en la isla de Santa Elena, lejos del esplendor de
sus precoces glorias y la dinastía que pretendió inventar.
Cuando se derrumbó la Unión Soviética y con ella
décadas de Guerra fría, los habitantes de los países invadidos por el
Ejército Rojo que permanecieron bajo su dominio tras el fin de la
Segunda Guerra Mundial y la derrota de la Alemania nazi, decidieron
tumbar todas las estatuas de Marx, Engels, Lenin y Stalin que inundaban
avenidas, plazas, parques, escuelas y lugares públicos de toda índole y
éstas se encuentran ahora en museos o en bucólicos cementerios de
chatarra, a donde pueden ir a visitarlas los nostálgicos de aquel
imaginario ideológico y político que tanta ilusión generó en los humanos
del siglo XX.
Marx y Engels pocas velas tenían en ese entierro,
pues fueron filósofos brillantes y personas honestas y estudiosas,
luchadores contra las injusticias provocadas por el auge del capitalismo
salvaje del siglo XIX y autores de
obras notables que ahora vuelven a circular en el mundo e inspiran
nuevos movimientos de rebelión contra los gigantescos e insaciables
oligopolios contemporáneos que reinan sobre el hambre de medio planeta.
Desde el esclavo Espartaco y otros
héroes ignorados y olvidados de la historia, la humanidad ha vivido
cíclicamente oleadas de revoluciones y movimientos utópicos que logran
derrumbar a los poderosos del momento para llevar al poder a otros
pillos que con el tiempo vuelven a repetir la historia, devorados por la
codicia. Los grandes monarcas de hace milenios fueron bandidos asesinos
que ganaron batallas y se apoderaron de imperios, implantando dinastías
que después aparecían pulidas en magníficas estatuas ecuestres,
frescos, bajorrelieves, tapices o cuadros. Durante siglos la nobleza
europea conservaba así el poder encerrada en sus lujosos castillos y
aupada en la miseria de los hambrientos campesinos y los siervos de
gleba y en los esclavos de las colonias lejanas de ultramar.
Pero tarde o temprano aquellas
dinastías asiáticas, eslavas, mediorentales, europeas, africanas que
ahogaban de tributos a los súbditos, terminaban por ser vencidas y
arrasadas por la furia implacable de la plebe desesperada que ya nada
tenía que perder. Hartos del despojo, la violación de sus mujeres e
hijas, los abusos de las fuerzas del orden y de los capataces de toda
índole, terminaban por tomar las armas e invadir e incendiar las
magníficas capitales donde transcurría la francachela de las
aristocracias y sus cortes perfumadas en los palacios que imitaban a
Versalles, el delirio del Rey Sol, Luis XIV.
La historia es el relato de los auges
y las caídas de imperios y de reyes y emperadores enceguecidos que todo
lo convertían en oro para beneficio suyo y de la nobleza. Toda las
literaturas milenarias cuentan las maravillas de los dulces tiempos
radiantes y las oscuras y sangrientas caídas de todos esos esplendores.
La plebe francesa de la Revolución cortó la cabeza a uno de los últimos
borbones, Luis XVI, y su cabeza fue mostrada a la muchedumbre. Pero poco
después los revolucionarios tomaron el poder y se dedicaron a
guillotinarse y matarse entre ellos, hasta que un advenedizo forastero
corso terminó por tomarse el poder a los 30 años, beneficiándose del
caos y poco después se coronó como el nuevo Emperador de los
Emperadores.
Idolo de los jóvenes románticos,
Napoleón Bonaparte (1769-1821) se paseó triunfante durante tres lustros
tumbando monarquías e imponiendo las suyas, hasta que él también cayó y
luego fue enviado a una isla perdida del Atlántico, Santa Elena, donde
lo cogió la muerte tras una lenta agonía. Y como él, todos los héroes
que fueron representados en miles y millones de estatuas terminaron por
ser bajados de sus pedestales para ingresar al cementerio del bronce y
del mármol, el camposanto, el bulevar interminable de los héroes.
Bolívar, que se inspiró para sus gestas en el ídolo corso, también
agonizó derrotado en Santa Marta, como lo cuentan las memorias de
quienes lo vieron cuando se hundía en la nada. No hay que llorar pues el
destino de las gélidas estatuas.
"Polvo de Pericles, polvo de Simón",
decía el lúcido poeta colombiano Porfirio Barba Jacob para referirse a
ese espejismo experimentado de los héroes y los incautos humanos que
creyeron en ellos en momentos de efervescencia y calor. Polvo de
Alejandro Magno, polvo de Darío, polvo de Nabucodonosor, polvo de Julio
César, polvo de Augusto, polvo de Carlos V y Felipe II, polvo de Hitler,
polvo de Stalin, podríamos decir hoy cuando se celebra el bicentenario
de la muerte de uno de los íconos más emblemáticos de la locura del
poder. ---
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 16 de mayo de 2021.
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