domingo, 12 de marzo de 2017

GREGORIO SAMSA EN CARTAGENA

Por Eduardo García Aguilar
Gregorio Samsa supo a tiempo por varios indicios que su amigo Franz Kafka quería convertirlo en un inmundo insecto y antes del alba escapó de su casa modesta sin que se enteraran su padre, su madre y sus hermanas y se dirigió corriendo a la estación de trenes de Praga por las calles mojadas, donde saltó sin comprar boleto hacia un tren que estaba a punto de partir a Berlín.
En Berlín Gregorio Samsa se sintió a salvo, lejos de su tierra natal, el castillo omnipresente, el codicioso jefe de la empresa de hilos, los capataces y la mirada inquisidora de vecinos y familiares, en especial la de su padre autoritario, un hombre alto y de gran vozarrón que se escuchaba día a día en la modesta vivienda donde residían.
Allá estaba obligado a trabajar para saldar las deudas de su padre y ayudar a la familia en un empleo aburrido y rutinario que lo llevaba con frecuencia a viajar a ciudades de provincia y entrar en contacto con todo tipo de clientes pesados, cascarrabias y avaros. Presionado por traer buenos resultados y pedidos, vivía angustiado y se comía las uñas teniendo un peso metálico en su palpitante corazón.
Berlín la cosmopolita le encantó y se instaló en una pensión barata no muy lejos de la Avenida Unter den Linden, en una cuadra con deliciosos restaurantes para trabajadores donde comía, entre el bullicio y la humareda de los cigarrillos, platos de lentejas, papas y rodajas de cerdo en salsa acompañados por vino barato y generoso.
Nunca había sido tan feliz y la timidez fue desapareciendo poco a poco, su rostro antes tenso y el rictus de amargura cotidiano dieron paso a una expresión serena y convivial, como si la vejez artificial y prematura de Praga hubiera desaparecido para revelar de repente al verdadero joven que era en realidad. Su corazón palpitaba de alegría después de tomar ese vino, cuyas copas sonaban al chocarse en los brindis de rozagantes comensales, camareras risueñas y muchas empleadas modestas que llegaban allí con sus novios o amigas para compartir después del trabajo largas horas de fiesta.
No tardó en trabar amistad con algunas de esas muchachas robustas y cómicas que lo llamaban Greg y lo invitaban a caminar por los bulevares cuando el tiempo era benévolo, o a pasear junto a ríos y lagos viendo a lo lejos la danza de los cisnes y el jugueteo de parejas de patos sobre la superficie oscura del agua profunda y helada.
Él, quien antes pasaba su vida encerrado en las oficinas de la fábrica de hilos al lado de contadores o en las pensiones donde pernoctaba cuando viajaba a pueblos perdidos de comarcas lejanas, o en la aburrida casa familiar, atormentado por miedos y pesadillas, descubrió el olor del bosque, el aroma de musgos y troncos forestales donde crecían hongos enormes, carnosos y coloridos y sobre todo el perfume de las mujeres berlinesas del pueblo que le coqueteaban y lo perseguían corriendo por los senderos de los parques.
Gregorio Samsa no podía creerlo y unos meses después, cuando gracias a su experiencia encontró empleo en una empresa distribuidora de hilos y máquinas de coser que administraba uno de los jocosos comensales de las tabernas de la calle donde vivía, se le podía ver elegante con sombrero de copa, paraguas, corbatín y traje del brazo de Herta, una de aquellas jóvenes que logró al fin seducirlo después de muchos paseos por las orillas del lago central.
Un día su jefe lo condujo a la oficina del director general, que estaba acompañado esa mañana por un rico empresario latinoamericano, nativo de Colombia, quien desde hacía meses estaba en Alemania haciendo gestiones para comprar y llevar a su país las máquinas de coser que distribuían allí, así como pedidos enormes de telas, agujas, dedales e hilos y otras mercaderías que viajarían al terminar su viaje de negocios en un enorme barco que salía de Hamburgo y que estaban destinadas a surtir una nueva tienda distribuidora en la capital del lejano país y una sucursal bodega en Cartagena de Indias, encargada de recibir los envíos tras cruzar el Atlántico. El rico colombiano había llegado a un acuerdo con el director para ser el distribuidor exclusivo y representante de esos productos en ese país.
El director le propuso a Gregorio Samsa ser el enviado de la empresa con la misión de gerenciar la bodega receptora en el viejo puerto colombiano, a donde llegaban los barcos después del largo viaje. Tras aceptar la propuesta no durmió durante varios días de la preocupación por lanzarse a un mundo desconocido, pero su amante la rolliza y simpática Herta lo animaba y lo hacía conciliar el sueño después de horas de caricias y amores interminables.
Gregorio y Herta viajaron en verano en un enorme transatlántico de la American Linie supervisando la llegada a buen puerto del enorme cargamento de mercancías y meses después ya estaban instalados en Cartagena de Indias en una casa colonial llena de flores, papagayos y loros reales, donde un año después nacieron sus primeras gemelas en medio de las atenciones del servicio doméstico.
La familia creció con los años y se convirtió en una de las más distinguidas del puerto. La nueva sociedad, en la que Gregorio terminó por poseer la mitad de las participaciones, creció sin límites y creó sucursales en muchas ciudades del interior. Dominó pronto y con facilidad la nueva lengua e inclusive llegó a hablar con acento costeño, a bailar en las recepciones como ninguno y a ser uno de los hombres más joviales y generosos de su tiempo.
Nadie en Praga y menos su familia podía imaginar la extraordinaria metamorfosis de Gregorio Samsa, el hijo desaparecido que nunca dio noticias de su destino. Por su parte, su amigo el escritor Franz Kafka, frustrado en su intento de convertirlo en un horrendo insecto, renunció a la vida literaria y murió años después deprimido, pobre, tuberculoso, sifilítico y alcohólico, sumido en el más absoluto anonimato.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 12 de marzo de 2017 

domingo, 5 de marzo de 2017

EL MITO DE ANDRÉS CAICEDO

Por Eduardo García Aguilar 
Hace cuarenta años, el 4 de marzo de 1977, se suicidó en Cali Andrés Caicedo (1951-1977) el mismo día que recibió un ejemplar de la primera edición de su primera novela ¡Que viva la música!, convertida ya en un clásico de la literatura colombiana, al lado de La María de Jorge Isaacs, La Vorágine de José Eustacio Rivera, Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez y Opio en las nubes de Rafael Chaparro Madiedo (1963-1995), quien también fue precoz y se retiró muy joven del planeta.
Caicedo hace parte de la generación de autores que irrumpió en América Latina para dar voz a los jóvenes que recibían como antenas toda la energía de la cultura pop inglesa y la rebelión juvenil aparecida en Estados Unidos al calor del rock y el movimiento contra la guerra de Vietnam y en Europa con la revuelta de mayo del 68 y la liberación de los espíritus y las artes.
En ese sentido Caicedo es el contemporáneo colombiano más joven de la generación mexicana llamada de la Onda por Margo Glantz, que con José Agustín y Gustavo Sáinz, entre otros, introdujo el desorden urbano en México al dejar atrás las literaturas agrarias practicadas por sus antecesores, aun anclados en la Revolución mexicana y el nacionalismo. Con ellos entra de lleno a la literatura el sexo, la droga y el rock and roll.  
Con el ojo crítico que siempre lo ha caracterizado, el poeta y crítico colombiano Juan Gustavo Cobo Borda (1948) tuvo la buena idea de publicar en Colcultura el libro del precoz escritor de Cali, quien en su corta vida practicó la crítica cinematográfica, el guión, el cine y fue un fanático de la música de su tiempo, la misma que se bailaba en los salones de la capital del valle del Cauca, en ese entonces un centro cultural y taller de experimentaciones donde se renovó la literatura, el pensamiento, el teatro y las artes del país.
Caicedo, como casi todos los de la generación llamada Sin Cuenta por haber nacido en esa década y despertado al arte en la adolescencia en los cruciales y psicodélicos años 60 y 70, se nutrió de las culturas mundiales que penetraban y disolvían desde todos los puntos cardinales y de manera súbita las tradiciones ultraconservadoras y arcaicas de Colombia y América Latina.
Primero, al lado de sus amigos de la generación de Caliwood, Caicedo fue asiduo al cine tanto de Hollywood como europeo que llegaba a los cineclubes de Bogotá y a las ciudades de provincia. El cine italiano de Visconti, De Sica, Antonioni, Pasolini y tantos otros, la nouvelle vague francesa, el cine sueco de Bergman, el cine experimental alemán o latinoamericano, Hitchcock, Wells, Kubrick, eran devorados por esos muchachos de pelo largo que se parecían a John Lennon y  tuvieron la oportunidad de viajar a Estados Unidos y recorrer los bulevares de Los Angeles, escrutando la soñada meca del cine.
De esa fascinación suya surgió la idea de crear la revista Ojo al Cine, donde ejerció la crítica y abrió ventanas y puertas a los jóvenes lectores de la época. Al lado de Luis Ospina y Carlos Mayolo, entre otros, Caicedo participó también con entusiasmo en las primeras filmaciones con que se iniciaban en el cine pese a los medios precarios que tenían. Todos ellos desde temprano tuvieron contacto con cámaras fotográficas y aparatos de filmación que llegaban desde Estados Unidos a Colombia y eran utilizados con frecuencia en las prósperas clases medias y altas de la sociedad, ávidas del american way of life. También practicó el teatro, que reinaba en Cali al mando del gran dramaturgo Enrique Buenaventura y en todo el país gracias a festivales internacionales de teatro que traían figuras regionales y mundiales. Y por supuesto, como todos los de su generación, lo que no era nada original, Caicedo bailó y gozó la música que protagoniza su novela.
Caicedo, que según la leyenda era hiperactivo, acelerado, atormentado y de vocación suicida, es el máximo representante colombiano de esa generación Sin Cuenta, cuyas principales figuras latinoamericanas, curiosamente, murieron prematuramente y escribieron una obra a toda velocidad antes de que se los llevara la parca, como fue el caso de Roberto Bolaño. Y además, Caicedo y Bolaño han seguido escribiendo desde el más allá, desde ultratumba, pues cada año aparece un nuevo libro de cuentos, novelas, crónicas, salidas de una inagotable y misteriosa Caja de pandora en la que sin duda meten mano la industria editorial, los avorazados agentes, viudas, familiares y ghost writers.
Cuarenta años después de su muerte, el personaje parece más joven que nunca y seduce a las nuevas generaciones de lectores. Sus libros comienzan a ser traducidos poco a poco a otras lenguas y como otros escritores míticos de la eterna juventud como Rimbaud o Lautréamont, son un ejemplo por la pasión literaria experimentada a toda prueba como un acto de rebelión artística y humana que se paga con la vida.
Lector de Malcolm Lowry y de muchos otros autores que devoró en aquellos tiempos de antes de internet y la web, el autor de ¡Qué viva la música! nos fascina y por otro lado refresca el ambiente literario latinoamericano de estos primeros lustros del siglo XXI, que el arribismo desaforado auspiciado por las casas editoras multinacionales ha burocratizado, falsificado y encerrado en literaturas locales rodeadas de muros y con temas impuestos. A diferencia de muchos narradores contemporáneos latinoamericanos que parecen antes que todo burócratas de funeraria avorazados por la codicia de la fama y el éxito fácil, Caicedo y Bolaño son vida y juventud permanentes y adalides auténticos del riesgo literario, porque nunca transigieron ni se traicionaron. 
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* Publicado en Excélsior. México. Domingo 5 de marzo de 2017.