Por Eduardo García Aguilar
Gregorio
Samsa supo a tiempo por varios indicios que su amigo Franz Kafka quería
convertirlo en un inmundo insecto y antes del alba escapó de su casa
modesta sin que se enteraran su padre, su madre y sus hermanas y se
dirigió corriendo a la estación de trenes de Praga por las calles
mojadas, donde saltó sin comprar boleto hacia un tren que estaba a punto
de partir a Berlín.
En Berlín Gregorio Samsa se sintió a salvo, lejos de su tierra natal,
el castillo omnipresente, el codicioso jefe de la empresa de hilos, los
capataces y la mirada inquisidora de vecinos y familiares, en especial
la de su padre autoritario, un hombre alto y de gran vozarrón que se
escuchaba día a día en la modesta vivienda donde residían.
Allá estaba obligado a trabajar para saldar las deudas de su padre y
ayudar a la familia en un empleo aburrido y rutinario que lo llevaba con
frecuencia a viajar a ciudades de provincia y entrar en contacto con
todo tipo de clientes pesados, cascarrabias y avaros. Presionado por
traer buenos resultados y pedidos, vivía angustiado y se comía las uñas
teniendo un peso metálico en su palpitante corazón.
Berlín la cosmopolita le encantó y se instaló en una pensión barata
no muy lejos de la Avenida Unter den Linden, en una cuadra con
deliciosos restaurantes para trabajadores donde comía, entre el bullicio
y la humareda de los cigarrillos, platos de lentejas, papas y rodajas
de cerdo en salsa acompañados por vino barato y generoso.
Nunca había sido tan feliz y la timidez fue desapareciendo poco a
poco, su rostro antes tenso y el rictus de amargura cotidiano dieron
paso a una expresión serena y convivial, como si la vejez artificial y
prematura de Praga hubiera desaparecido para revelar de repente al
verdadero joven que era en realidad. Su corazón palpitaba de alegría
después de tomar ese vino, cuyas copas sonaban al chocarse en los
brindis de rozagantes comensales, camareras risueñas y muchas empleadas
modestas que llegaban allí con sus novios o amigas para compartir
después del trabajo largas horas de fiesta.
No tardó en trabar amistad con algunas de esas muchachas robustas y
cómicas que lo llamaban Greg y lo invitaban a caminar por los bulevares
cuando el tiempo era benévolo, o a pasear junto a ríos y lagos viendo a
lo lejos la danza de los cisnes y el jugueteo de parejas de patos sobre
la superficie oscura del agua profunda y helada.
Él, quien antes pasaba su vida encerrado en las oficinas de la
fábrica de hilos al lado de contadores o en las pensiones donde
pernoctaba cuando viajaba a pueblos perdidos de comarcas lejanas, o en
la aburrida casa familiar, atormentado por miedos y pesadillas,
descubrió el olor del bosque, el aroma de musgos y troncos forestales
donde crecían hongos enormes, carnosos y coloridos y sobre todo el
perfume de las mujeres berlinesas del pueblo que le coqueteaban y lo
perseguían corriendo por los senderos de los parques.
Gregorio Samsa no podía creerlo y unos meses después, cuando gracias a
su experiencia encontró empleo en una empresa distribuidora de hilos y
máquinas de coser que administraba uno de los jocosos comensales de las
tabernas de la calle donde vivía, se le podía ver elegante con sombrero
de copa, paraguas, corbatín y traje del brazo de Herta, una de aquellas
jóvenes que logró al fin seducirlo después de muchos paseos por las
orillas del lago central.
Un día su jefe lo condujo a la oficina del director general, que
estaba acompañado esa mañana por un rico empresario latinoamericano,
nativo de Colombia, quien desde hacía meses estaba en Alemania haciendo
gestiones para comprar y llevar a su país las máquinas de coser que
distribuían allí, así como pedidos enormes de telas, agujas, dedales e
hilos y otras mercaderías que viajarían al terminar su viaje de negocios
en un enorme barco que salía de Hamburgo y que estaban destinadas a
surtir una nueva tienda distribuidora en la capital del lejano país y
una sucursal bodega en Cartagena de Indias, encargada de recibir los
envíos tras cruzar el Atlántico. El rico colombiano había llegado a un
acuerdo con el director para ser el distribuidor exclusivo y
representante de esos productos en ese país.
El director le propuso a Gregorio Samsa ser el enviado de la empresa
con la misión de gerenciar la bodega receptora en el viejo puerto
colombiano, a donde llegaban los barcos después del largo viaje. Tras
aceptar la propuesta no durmió durante varios días de la preocupación
por lanzarse a un mundo desconocido, pero su amante la rolliza y
simpática Herta lo animaba y lo hacía conciliar el sueño después de
horas de caricias y amores interminables.
Gregorio y Herta viajaron en verano en un enorme transatlántico de la
American Linie supervisando la llegada a buen puerto del enorme
cargamento de mercancías y meses después ya estaban instalados en
Cartagena de Indias en una casa colonial llena de flores, papagayos y
loros reales, donde un año después nacieron sus primeras gemelas en
medio de las atenciones del servicio doméstico.
La familia creció con los años y se convirtió en una de las más
distinguidas del puerto. La nueva sociedad, en la que Gregorio terminó
por poseer la mitad de las participaciones, creció sin límites y creó
sucursales en muchas ciudades del interior. Dominó pronto y con
facilidad la nueva lengua e inclusive llegó a hablar con acento costeño,
a bailar en las recepciones como ninguno y a ser uno de los hombres más
joviales y generosos de su tiempo.
Nadie en Praga y menos su familia podía imaginar la extraordinaria
metamorfosis de Gregorio Samsa, el hijo desaparecido que nunca dio
noticias de su destino. Por su parte, su amigo el escritor Franz Kafka,
frustrado en su intento de convertirlo en un horrendo insecto, renunció a
la vida literaria y murió años después deprimido, pobre, tuberculoso,
sifilítico y alcohólico, sumido en el más absoluto anonimato.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 12 de marzo de 2017