domingo, 18 de mayo de 2008

ACTUALIDAD DE GOYA EN TIEMPOS DE GUERRA


Por Eduardo García Aguilar


El cuadro de los fusilados de Goya, titulado El tres de mayo de 1808, sigue siendo actual, exactamente dos siglos después de ocurrida la escena, sólo que ahora es con tecnología, aviones y bombardeos como los regímenes tiránicos tratan de aplastar a quienes se les oponen y cuestionan su ilegitimidad.


Matar, fusilar, acribillar, cortar manos, pagar recompensas que equivalen al presupuesto anual de cultura de un país a quien mate y corte la mano de su jefe para llevarla como prueba al Palacio del tirano y sus sanguinarios santificados: esa es y ha sido la política de las tiranías. Cuerpos destrozados por las bombas, entre la sangre, mostrados a la juventud como ejemplos de tolerancia, fosas comunes a lo largo y ancho del país, cuyos autores quedan impunes para siempre por decisión del tiranuelo, arrodillarse con vileza ante las potencias pero aplastar al pueblo: todo eso lo vio Goya, el ilustrado dieciochesco, en su España eterna, y lo dijo con el lenguaje rebelde del arte.


Al principio Goya pintaba las imágenes de los poderosos y eran tan buenas que se volvió asiduo de la corte y pintor oficial de los potentados, pero en su interior era un artista insurrecto que ya veía la injusticia de su país, el clasismo, la aristocracia decadente, la miseria en los suburbios y en las calles, la propaganda del régimen, la enfermedad, la locura, el desamparo, el olvido, la prostitución, el odio sanguinolento de los santos vestidos de ministros o los ministros vestidos de santos.


En ese cuadro de los fusilamientos del 3 de mayo en Moncloa el pelotón de fusilamiento está frente a las víctimas subversivas casi tan frágil como ellos pues está compuesto de soldados del pueblo que matan a sus hermanos y al lado hay hasta sacerdotes que acompañan a los ajusticiados en el último momento del martirio. Goya lo supo ver en ese cuadro genial de la pintura hispánica, que es en cierta forma y será la de nuestro ámbito latinoamericano, pues desde ahí venimos, de esa intolerancia fanática a ultranza que castiga con la muerte y la hoguera al opositor y crea diariamente la calumnia y la mentira para perpetuarse en el poder engañando a los inocentes de la calle que aullan de hambre, ceguera y peste.


La muerte tiene permiso allí en esos cuadros de Goya, está presente, circula en el aire de Madrid, cuyo pueblo se ha rebelado contra el nuevo tirano. En ese otro cuadro genial El dos de mayo de 1808, Goya pinta la rebelión de la plebe en las calles de Madrid y en medio de la sangrienta escena los caballos miran como seres racionales aterrorizados, mientras los humanos se desencadenan en el odio cual lobos sedientos. Porque la plebe, la infame turba, la muchedumbre hambrienta y humillada es cruel también en la rebelión, cuando estalla en el caos tras siglos de infortunio e injusticia. Goya no es inocente: el pueblo cuando decide rebelarse también se desliza en la sangre como los poderosos. Puesto que el lenguaje de los poderosos es el bombardeo y el pelotón de fusilamiento, el descuartizamiento con motosierra y la recompensa por denunciar al padre o al hermano, no se puede esperar de la plebe otro lenguaje distinto. Y Goya lo vio en estos dos cuadros soberbios que están expuestos por primera vez juntos en una gran sala de El Prado, mientras afuera reina el sol madrileño sobre la vegetación y las nubes que tan bien supieron pintar todos ellos: Goya, Velásquez, Ribera y tantos otros.


Esto tan actual se puede ver en Museo del Prado en la magna exposición Goya en tiempos de guerra dedicada al bicentenario de estas jornadas antifrancesas como día nacional de España, aunque otros consideran que hay fechas anteriores tal vez mucho más significativas. En Madrid hace un sol resplandeciente, toda la gente se ha ido de puente y El Prado esta ahí abierto y libre para los turistas perdidos y algunos admiradores de la obra de este cascarrabias gigante y genial que llegó a viejo y sordo desencadenándose en Los caprichos, Las tauromaquias, Los desastres de la guerra y Los disparates, usando con maestría las técnicas del grabado y la litografía.


Es el Madrid de la corte, el centro del poder y ahora aunque todo parece en cierta calma, mientras uno camina por las salas dedicadas al gran Goya se piensa en el garrote vil usado por el dictador Francisco Franco y en el golpe de estado de Tejero, quien esgrimió la pistola ante los diputados. Con Goya uno piensa en los tiranuelos latinoamericanos, en esos señores presidentes que tan bien han descrito sus novelistas desde Miguel Ángel Asturias y Augusto Roa Bastos hasta Gabriel García Márquez y pintores como Fernando Botero.


Semanas antes había visto otra exposición completa de Goya, pero esta vez de sus grabados y litografías en las salas del Petit Palais de París, que también se unió al homenaje a este hombre, pero desde el otro lado, o sea desde la tierra de José I, Pepe Botella, el enviado por Napoleón que reinó durante seis arduos años sobre los españoles rodeado de “afrancesados”. A diferencia de la majestuosidad de los cuadros al óleo, de la perfección realista de su óleos sobre celestinas y majas, en los grabados y litografías asistimos al genio desatado de Goya, capaz de mostrarnos en pequeñas imágenes de unos cuantos centímetros el horror de su tiempo, que es el nuestro: muertos, enfermos, asesinados, aplastados, bombardeados, ebrios, fanáticos, putas, iluminados, o sea el cuadro de una humanidad atroz que nunca deja de sorprendernos.


En su vejez este hombre, este genio hispano, supo llevar al máximo de lucidez la expresión de su escepticismo frente a las posibilidades de su especie. Goya es tan actual que uno cree ver la historia presente reflejada con extremo realismo, como si el tiempo sólo fuera una sombra, una ficción, que el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño y los sueños sueños son, como diría el gran Calderón de la Barca.

1 comentario:

jvr dijo...

ENTRE LA INVESTIGACIÓN Y EL PARQUE TEMÁTICO
Es indudable que nos encontramos en un tiempo de pulsiones culturales multidireccionales, en el que a diferencia de otras épocas históricas, podemos encontrar simultáneamente muestras artísticas que valoran, promueven o disipan -según los interesen de las instituciones y del sesgo ideológico de quienes las comisarían- determinados legados artísticos, especialmente relacionados con la identidad nacional.
La extensa obra de Francisco de Goya y Lucientes, es por supuesto, dado el amplio espectro temático al que hacen referencia sus pinturas, grabados o dibujos, un depósito al que acudir en cuanto se presenta la necesidad de rentabilizar políticamente el simple discurrir de los tiempos y la repetición de fechas capaces de inscribirse en la excepcionalidad celebratoria. Es desde esta constatación, desde la que se hace ineludible comparar las opuestas directrices culturales, desde las que se presentan al público dos importantes exposiciones en Madrid, relacionadas ambas aunque con modos de hacer bien distintos, con la conmemoración bicentenaria de la Guerra de la Independencia.
Es históricamente un lugar común, encontrar los hitos mediante los cuales cada época, ha construido una mirada sobre acontecimientos del pasado que le son pertinentes para estructurar un discurso; ya sea éste de carácter hegemonista para tratar de recuperar determinados sentimientos de exaltación patriótica, necesarios para el ejercicio del poder, o por el contrario, la recuperación histórica sirva como proceso de reflexión y crítica, en la que se ponen nuevamente en valor vivencias y procesos históricos que, sirven de sustrato y estructura de referencia subliminal para reflexionar acerca de procesos contemporáneos, a los que los mecanismos hegemónicos del poder impiden mostrar su funcionamiento y hacerse presentes en el pensamiento de la sociedad del momento.
Esta reubicación de excepcionalidades en el imaginario social, ha oscilado por lo general, entre la instrumentalización celebratoria para proporcionar al poder nuevos recursos mediante los cuales se legitiman desactivados de su carga crítica dispositivos populares, y, la reactivación desde el archivo, de materiales de época cargados de potencial verosimilitud, mediante los cuales proyectar una lectura crítica del pasado y una visualización del futuro. Esta tradicional oscilación ha sido posible, gracias a la emergencia en determinados momentos de mecanismos de representación política más tolerantes y, ha favorecido que sobrevivieran diferentes discursos a partir de un mismo acontecimiento -construidos en los momentos que les eran ideológicamente afines- poniendo en evidencia que, cada época construye su propio relato del pasado, a la vez que proyecta sobre el futuro las modificaciones discursivas sobre aquellos acontecimientos.
Actualmente, podemos observar el funcionamiento simultáneo de ambos modos de hacer, y de posicionarse frente al pasado para construir el futuro, en sendas exposiciones que tienen lugar en la Fundación Lázaro Galdiano y en el Museo Nacional del Prado. Ambas en Madrid, aunque, separadas por la distancia conceptual existente entre ellas. Unos modos de hacer que identifican "Vivencia y memoria de la Guerra de la Independencia" con la producción y la reflexión cultural marcada por la interdisciplinariedad de la investigación, la excepcional importancia de la cultura visual en cualquier análisis de nuestra época y una puesta en circulación del archivo para “el común”. Por el contrario, "Goya en tiempos de guerra", se inscribe en el circuito de reconversión del museo en parque temático, emborracha al público con un número indigerible de obras y, difícilmente pude ocultar una ambiciosa participación en la obscena mercantilización del patrimonio artístico y cultural de carácter público.
La exposición "Vivencia y memoria de la Guerra de la Independencia", funciona como un discurso en el que, es posible establecer una lectura expansiva y diacrónica que, nos lleva desde la crítica a la cotidianeidad de la barbarie en la cultura popular, vinculada al oscurantismo inquisitorial y a la obstrucción al desarrollo ilustrado propuesta en las estampas de Goya, hasta la elisión en la actual rememoración de "Mayo del 68", de muchos de los indicadores de la crisis narratológica de la postguerra europea.
Las huellas dejadas por la actividad artística, las sucesivas recuperaciones de obras artísticas especialmente pertinentes en determinados momentos históricos y las relecturas visibles a través de los textos a los que dieron lugar; se han organizado en un discurso transversal que, enlazando la espontaneidad del diario del ingeniero militar José María Román, con la reflexión instructiva que el crítico Ceferino Araujo vinculaba a la importancia que la organización de los museos existentes y la creación de otros tiene en el desarrollo del gusto -sirviendo de enseñanza y aportando modelos de influencia-, nos catapultan a través de "La España Moderna" y el interés que tuvo su mentor José Lázaro Galdiano por dar a conocer obras y vivencias de quienes consideraba sujetos ejemplares de nuestra identidad nacional, hasta los albores de un siglo en el que una nueva guerra, introduce otra vez una brecha de incalculables consecuencias en la construcción de la identidad social.
Que la exposición busca instruir deleitando, se confirma con la puesta a disposición del público de los excelentes ensayos que conforman el catálogo y de la edición de los manuscritos que dan el hilo conductor de la exposición. Este conjunto, nos hace presente que, a pesar de las trampas de la memoria, las angustias del recuerdo, la manipulación del archivo y la perversión de los mecanismos del lenguaje impulsada por los intereses hegemónicos del poder, se puede trabajar honestamente sin dejarse seducir por la vorágine estrictamente comercial al uso, convirtiendo una exposición en un escenario de reflexión y conocimiento.
En las antípodas conceptuales, encontramos los planteamientos formalistas que, una vez más repiten los esquematismos canónicos, insisten en utilizar el museo como instrumento legitimador de una puesta en valor de las obras cada vez más estrictamente comercial y, paradójicamente, menos vinculada a la pregnancia de la obra en el territorio de la estética que en otros tiempos servía como criterio de calidad. Resulta difícil obviar en "Goya en tiempos de guerra", el trasfondo de un modo de hacer especulativo, enriquecedor del patrimonio personal de quienes convierten en fetiches las obras artísticas del patrimonio público y, la voluntad hegemonista de un comisariado que, destaca por elaborar una exposición sin discurso posible.
"Goya en tiempos de guerra", explota la reciente restauración de los dos grandes lienzos del 2 y 3 de mayo de 1808 en Madrid, coincidiendo con el 200 aniversario de mayo de 1808 y el inicio de la guerra de la Independencia, para estructurar una muestra marcada por el carácter de catalogación estrechamente vinculado al comercio del arte. Por supuesto, no hace falta ser un experto para darse cuenta que la ausencia de "La Lechera", aun estando mas próxima a las consecuencias de la guerra que otras muchas de las obras que se presentan, responde a la puesta en práctica de la dudología sobre obras de Goya, impulsada por la Sra. Wilson-Bareau. A esta ausencia, hay que contraponer la inclusión de otras muy anteriores a la guerra y la organización de la muestra mediante un apabullante despliegue de medios, que ofrecen el dudoso espectáculo de acumulación, de mismidad, elementos de excepcional importancia en el proceso de aculturación característico del parque temático.
Por supuesto, la ambición del comisariado por establecer un record de obras, contradice incluso el propio título de la exposición, llevando los “tiempos de guerra” casi hasta la coronación de Carlos IV. Con ello, desaparece cualquier modo de establecer un hilo argumental que pueda guiar al público en el encuentro con las obras de Goya. Sometido a la repetición y el desconcierto, el espectador terminará, incluso contra su voluntad, sumergido en el carrusel del parque temático para descerebrados, sin encontrar alguna clarificación de los motivos, vivencias, desasosiegos y cambios sociales que tuvieron lugar en la época de referencia.
A la confusión que genera esa acumulación de obras, puestas una al lado de otra como si hicieran referencia al relato de Borges, hay que añadir, el bochornoso espectáculo de un catálogo, en el que lo más significativo es la ausencia de bibliografía que corrobore la opinión de los/as autores, el retorno a la verborrea sobre las transparencias y la excelencia o faltas en la técnica del maestro y la enumeración antológica de fechas, característica de los expertizadores comerciales.