miércoles, 27 de febrero de 2008

EL "PARIS" COTIDIANO DEL CINEASTA CEDRIC KLAPISH


Como he vivido gran parte de mi vida en esta ciudad, que es una terrible y deliciosa jaula de oro, siempre acudo a ver las películas que versan sobre la dura vida cotidiana de los parisinos. Esta vez fue “París”, un filme de Cédric Klapish, joven autor del exitoso largometraje “El albergue español” (2002). Cada generación ha tenido aquí sus realizadores: Marcel Carné y Jean Renoir en los años 40 y 50, la “nouvelle vague” de Godard y Truffaut en los años 50 y 60, Philippe Garrel y Agnès Varda a fines del siglo XX.

En total hay unas 7.500 películas sobre la ciudad guardadas en el Foro de las Imágenes y los aficionados tienen en permanencia acceso a ellas. Muchas de esas películas son ahora clásicos como “Hotel del Norte” de Marcel Carné, “Los 400 golpes” de Francois Truffaut, “French Can-Can” de Jean Renoir, “Sin aliento” de Jean Luc Godard, “El último tango en París” de Bernardo Bertolucci, “Un americano en París” de Vicente Minelli. Otras películas han sido un desastre, tal vez la mayoría, pero siempre se rescata de ellas una atmósfera, la luz inmejorable según las estaciones, rincones, pasajes y callejones cargados de vida e historia.

La cotidianidad en esta capital no sólo es la de los franceses ricos “puros” o “de souche”, como les dicen aquí, ni la de los extranjeros millonarios, en especial dictadores y mafiosos que lavan en estos pagos sus fortunas y siempre van cubiertos de abrigos absurdos y prendas de moda. La dura realidad es la vida de una gran mayoría de franceses pobres y extranjeros de todos los orígenes y edades que laboramos en esta ciudad y luchamos día a día con dificultad para ganar el sustento.

Por supuesto que uno puede cruzarse con jeques árabes saliendo del Hotel Ritz, o millonarios orientales, africanos o norteamericanos que brotan de las tiendas de lujo cargados de regalos o escogen, como si fueran dulces, anillos y collares de Van&Cleef en la Place Vendôme, al lado del ese hotel donde hizo por última vez el amor Lady Di con su amante Dodi al Fayed.

Por la mañana, cuando uno va apresurado hacia el trabajo, ve en el metro bellísimas chicas de sueño perfumadas, prospectos de modelos o de actrices que van rumbo a los “castings” de las casas de moda o las agencias de Sentier o Saint Honoré y a muchas celebridades se las ve caminar con la baguette debajo del brazo y la angustia a cuestas, pensando ya en la próxima cita con el sicoanalista. No es raro encontrarse a Catherine Deneuve tomando un café en la barra de un café o ver a los ministros desayunando en el Nemours, en el Palais Royal, al lado del Consejo de Estado. Todos los grandes escritores del mundo caminan por Saint Germain des Pres y se pueden oír las risotadas de Umberto Eco o Álvaro Mutis al encontrarse con algún periodista junto a uno de esos cafés con historia.

Pero para que eso ocurra está toda la vida real del trabajo: africanos, árabes o ex yugoslavos que limpian alcantarillas nauseabundas y lavan platos en restaurantes, meseros, vendedores de mercado, albañiles, artistas, maestros, enfermeros, burócratas y trabajadores sociales que no ganan mucho y siempre están endeudados. El glamour es la excepción, la lucha por la vida la norma. En las buhardillas cunde el hambre y la desesperación entre quienes llegan aquí de provincia y del extranjero a abrirse camino como en las novelas del siglo XIX y pueden morir en el intento. Esa es la vida real que cuentan a veces cada año las películas contemporáneas que hablan de los parisinos de la calle, obras intimistas donde vemos a los actores y actrices del momento.

En “París”, de Cedric Klapish, que acaba de salir en carteleras, la gente se identifica de alguna forma con los personajes: un joven ex bailarín que espera un trasplante de corazón (Romain Duris), su hermana, bella madre soltera en la crisis de sus 40 (Juliette Binoche), un grupo de vendedores de legumbre en el mercado, un profesor de historia neurótico enamorado de una alumna coqueta, un arquitecto exitoso que crea dentro de la ciudad un gélido barrio moderno, una chica árabe tierna que trabaja en una panadería con una típica y cómica patrona francesa (Karin Viard), un africano que emigra desde Camerún.

A diferencia de “El fabuloso destino de Amelie Poulain”, una de las películas más exitosas y a la vez más fallidas, “París” es mucho más real y no se basa en los insoportables y empalagosos clichés de la primera. Para el narrador moribundo es una fortuna poder andar entre sus bellas calles cargadas de historia, a veces demasiado perfectas para ser ciertas, es un privilegio cruzar sus puentes, ver amanecer sobre las azoteas humeantes, palpar el río de los suicidas y ver los monumentos reflejados en ese turbio espejo, observar la belleza humana de todas las razas y orígenes que circula a cántaros por sus intrincadas calles.

Cuando el narrador va hacia la operación final y desde el taxi ve París por última vez, piensa en la fortuna de quienes la habitan y la sufren, pero ignoran sus maravillas. Porque todos se quejan de la ciudad y la maldicen hasta el hastío, cuando al final sólo basta bajar al café de la esquina para vivir y comprender que es el escenario de excepción que responde sin duda al estremecedor guión de nuestras vidas.

domingo, 17 de febrero de 2008

SECRETAS PORNOGRAFÍAS CELESTIALES


Por Eduardo García Aguilar

Durante siglos y desde el Antiguo Régimen la Biblioteca Nacional de Francia (BNF) o sus nobles antecesoras en los palacios reales, guardaron con celo en un gabinete secreto llamado «El infierno» todos los libros « obscenos, escandalosos e inmorales» que circulaban de mano en mano entre aristócratas, prelados, potentados y libertinos europeos y del mundo entero.
Ahora todos esos incunables y sus imágenes se pueden ver en la gigantesca nueva sede posmoderna de la biblioteca situada junto al río, frente a la Pasarela Simone de Beauvoir: cuatro altísimas torres de vidrio en forma de libros, en una de las cuales titila la enorme equis violeta de prohibición que se ve desde las autopistas.
Las colas de visitantes son enormes y poetas, editores e historiadores septuagenarios comparten la emoción con bellas muchachas neolibertinas de 25, estrellas porno y profesoras de 30, ex modelos de 40 y elegantes cincuentones y cincuentonas avorazados como adolescentes iniciáticos o sexagenarios aturdidos de nostalgia. Es la única posibilidad feliz de ver de cerca los manuscritos del Marqués de Sade, Pierre Louys, Apollinaire, Jean Genet y George Bataille, así como las imágenes más sugestivas de la fotografía iluminada del siglo XIX o los primeros filmes pornos de la Bella Época.
No es un secreto para nadie que en las ociosas cortes y palacios lejanos las ediciones eróticas ilustradas contribuían a encender la imaginación de marqueses y marquesas licenciosos, mientras en las barriadas el pueblo se divertía a su vez con poemas y canciones picarescos tras siglos de miseria, pestes, venéreas, guerras y control casi total de la religión sobre la vida cotidiana.
Milenios atrás, en todas las civilizaciones antiguas, las imágenes de la vida sexual fueron mucho más libres y gozosas, como lo atestigua la visita de cualquier gran museo actual, donde se ven imágenes sexuales, penes, vulvas, príapos, falos, y senos en vasijas, copas, platos, camafeos y frescos murales de grandes mansiones señoriales como las de Pompeya, o en el templo fabuloso de Kajuraho en la India, donde todas las posiciones sexuales están ilustradas en miles de imágenes esculpidas que pueblan desde hace siglos sus paredes sagradas. Entre griegos y romanos se hizo culto al cuerpo y fueron celebrados en arte y poesía el deseo, la cópula y las caricias orgiásticas sáficas, homosexuales y heterosexuales, que se practicaban en los interminables festines de la imaginación clásica. Los dioses y los personajes mitológicos mismos fueron mostrados en sus ajetreos venéreos con lujo de detalles : Marte y Venus, ninfas y sátiros, Hércules y Deyanira, Príapo, Antonio y Cleopatra, Baco y Ariana, Eneas y Dido, Aquiles, Pandora, Alcibiades y otros aparecían en las más comprometedoras y posiciones.
Pero otra cosa ocurría en ese mundo cerrado del Antiguo Régimen donde, al menos de puertas para afuera, tales muestras de placer eran sinónimo de cercanía con el Infierno y Satanás en persona. Tuvieron que llegar los discípulos perversos de Gutemberg y las impresiones clandestinas para que empezaran a proliferar bellos libros eróticos y pornograficos ilustrados con excelencia por artistas ocultos, para uso de altos dignatarios, así como la llegada de estampas baratas a los mercados de la plebe.
Al principio, en el siglo XVII el « Infierno » contó con unas 50 obras de esa índole, y más tarde, a partir del pornográfico relato « Teresa Filósofa » del Marqués de Argens y las obras de Aretino, se nutrió con el « Decamerón » de Bocaccio y las obras del terrible Marqués de Sade y de Restif de la Bretonne, entre otros. Con la Revolución y la Ilustración la apertura fue mucho mayor y aunque las obras eran decomisadas o perseguidas, el « Infierno » creció y en 1830 subió a 130 ejemplares prohibidos, veinte años después, en el Segundo Imperio subió a 300 y en 1876 a 620 libros.
Con la aparición de la fotografía el acervo obsceno creció y en 1899 se creó un catálogo razonado y completo de todas estas joyas, que ahora se exponen en la sede moderna de la biblioteca, en una de las más exitosas exposiciones de los últimos tiempos. Se debe al poeta Apollinaire, autor secreto de obras pornográficas como « Los once mil falos », la organización definitiva del primer catálogo y la sistematización de este rico tesoro bibliográfico que con la revuelta de mayo de 1968 logró salir fin de esa « cárcel de la obscenidad » y dejó de ser estigmatizado.
En esta visita podemos ir de « La escuela de las muchachas » (1655), a « La Academia de las Damas » (1680), pasando por « Teresa filósofa » (1748), las dieciochescas obras del Marqués de Sade o « La Religiosa » de Diderot (1796) hasta las obras de Pierre Louys, Apollinaire, George Bataille Jean Genet, Pierre Guyotat y Catherine Millet, con lo que la muestra nos lleva hasta la nueva pornografía literaria de los siglos XX y XXI.
Guyotat, el excelente autor contemporáneo, hasta hace poco prohibido, de la novela « Edén, Edén, Edén » concluye la muestra con la exposición de sus manuscritos, mientras Catherine Millet, autora de « La vida sexual de Catherine M. » nos habla en un video de lo que significó para ella el éxito de su interesante libro. Las colas son enormes y un aire de azufre reina en la BNF en este febrero de invierno, pero el mayor placer del bibliomaníaco es ver cómo los otros y las otras miran lo prohibido, pues el erotismo inunda los cuerpos de quienes circulan por estos espacios magníficamente organizados para ver, oír, desear y mirar sin sonrojarse.

sábado, 16 de febrero de 2008

VARGAS LLOSA: EL TRANSEÚNTE DE SAINT-GERMAIN


Por Eduardo García Aguilar
Hace unas horas, cuando estaba en la barra de un café de Saint Germain de Prés tomando una cerveza Leff, cerca de mis librerías preferidas, vi cruzar por la calle de enfrente, en este viernes primaveral, a Mario Vargas Llosa, una verdadera institución latinoamericana. Iba solo y cruzaba con lentitud el bulevard, muy elegante, con un soberbio saco azul claro y un pantalón beige, sin duda recién comprados para la temporada, impecable de pies a cabeza entre finísimas ropas de marca, pero sin corbata, y con un aura inconfundible de alegría, confort y plenitud.
Traía el cabello blanco níveo que brillaba bajo el sol y cargaba una pesada bolsa roja llena de libros en la mano izquierda que lo hacía trastabillar. Caminaba con cierta torpeza, como suelen hacerlo los escritores que han pasado la vida sentados frente a la máquina y que de tanto estar en esa posición parecen cargar la historia de todas las sillas del mundo. Se le veía feliz en este fin de abril fresco y soleado, en que todos se agitan de felicidad ante la ida del invierno y la cercanía de la larga temporada veraniega. Las chicas se deshacen de sus abrigos y salen con su ropas ligeras y ceñidas cada vez más sexys, perfumadas y coquetas, colgadas de sus celulares, y todos, jóvenes y viejos, se agitan en las calles mirando vitrinas con ilusión o hablando radiantes en los cafés, como si salieran al fin de la hibernación. ¿Como no venir a caminar un viernes 28 de abril entre calles y terrazas que vieron pasar a todas las generaciones literarias de Francia y el extranjero y de paso visitar las estanterías para ver las novedades?
Vargas Llosa se veía en su hábitat perfecto al detenerse un momento a respirar el aire perfumado de flores recientes y retoños de hojas, en esa esquina que frecuenta desde 1958, cuando a los 21 años ya estaba en Paris buscando entrevistarse con Jean Paul Sartre y Albert Camus, los futuros Premio Nobel franceses de moda en aquellos lejanos tiempos de mediados del siglo XX. Aquí, salvo algún profesor francés muy informado, un estudiante o turista latinoamericano, nadie lo reconoce en la calle y puede caminar tranquilo como en sus viejos tiempos, pero convertido ya en un venerable y sólido anciano mucho más que próspero, cubierto por todas las condecoraciones, los elogios y los honores posibles.
De repente me di cuenta, al verlo cruzar rumbo al café de Flore, frente a la iglesia casi milenaria de Saint Germain, en la pequeña plaza Beauvoir-Sartre, que el autor de La ciudad y los perros, La casa verde y Pantaleón y las visitadoras tiene ya 70 años de edad. Que ese eterno joven nacido en 1936 que nutrió de historias y de éxitos a varias generaciones y siempre estuvo en la primera plana de los debates, cruzaba la séptima década por las calles del barrio latino, no lejos de su casa del Jardin de Luxemburgo, que es, según dicen, uno de sus refugios secretos para huir de la celebridad en España, donde los diarios sacan su foto día a día y cada semana se informa que recibió un nuevo premio de 50.000 dólares en Berlín, Jerusalén, Londres, Cali, Buenos Aires o Nueva York, o un doctorado honoris causa en Tasmania o Yakutia. Todo eso lo merece, pues ha sido el más aplicado de los autores del boom : excelente novelista, muy ameno para todos, ensayista de rigor, experto en Flaubert o las novelas de caballería, articulista y panfletario de miedo, siempre hace la tarea como se debe sin ninguna falla, sin importar las horas que le tome el trabajo.
Vargas Llosa es una verdadera institución en Francia, y los franceses y su mayor editorial, la prestigiosa y altiva Gallimard, lo quieren y lo miman incluso más que a los suyos. Termino la cerveza pensando en todas esas cosas, como en la primera vez que lo vi en el Festival de Teatro de Manizales a inicios de los años 70 del siglo pasado, cuando unos maoístas lo atacaron con vociferaciones en la Universidad y tuvo que ser defendido por un jovencísimo Juan Gustavo Cobo Borda o en un coctel del congreso internacional del PEN club en 2003 en el palacio de Bellas Artes de México, en medio de una muchedumbre de señoras ricas que le sonreían a él, tan fatigado y harto por los viajes. Vargas Llosa, al que todos los adolescentes queríamos imitar y seguir ; el mismo que le pegó trompadas a García Márquez en México, terminando con una amistad apasionada y condenando al ostracismo el mamotreto de su tesis sobre el colombiano, llamada Historia de un Deicidio.
En todo eso pensaba y al terminar la Leff me dirigí por la misma ruta hasta la librería. Allí, en el lugar de las novedades, Gallimard expone un libro que acaba de salir en honor de su 70 cumpleaños y los 40 de haber publicado en francés La Ciudad y los Perros. En el prólogo, Antoine Gallimard celebra la frescura de sus siete décadas y dice que esa casa editorial no podía dejar pasar la fecha, por lo que el volumen está lleno de fotos de la infancia, adolescencia y juventud de este hombre que ama y es amado por Francia. El peruano, el inca, el muchacho que en los 60 trabajaba en la Agence France Presse y abordaba con timidez a Albert Camus a la salida de un teatro. Un gran escritor, una leyenda que ha vivido por y para la literatura e incluso se ha dado el lujo de querer ser presidente y fracasar, por fortuna, en el intento.

lunes, 11 de febrero de 2008

SUBVERSiÓN Y REVOLUCIÓN EN LA OBRA DE ALBERTO GIACOMETTI


Por Eduardo García Aguilar
La exposición retrospectiva de la obra de Alberto Giacometti (1901-1966) en el Centro Pompidou, está centrada en el taller que durante 40 años, desde 1926 hasta su muerte, tuvo el artista en Montparnasse y que se convirtió no sólo en sitio de vivienda sino en centro, laboratorio, y punto de difusión de su obra subversiva y revolucionaria en el campo estético, al lado de Joan Miró y Jean Arp, entre otros.
El barrio de Montparnasse fue antes y después de la Segunda Guerra Mundial un nido de brillantes artistas apátridas provenientes de todos los rincones del mundo y por lo tanto crisol de muchas revoluciones del arte de su tiempo. En los años de entreguerras, el barrio poseyó la concentración más densa de artistas mundiales pobres y borrachos como el japonés Foujita, el italiano Modigliani, el lituano Soutine y el mexicano Diego Rivera, entre otros muchos que se hicieron famosos y ricos después de muertos. Algunos vestigios de esa actividad en Montaparnase quedan todavía en rincones del barrio que sobrevivieron milagrosamente a la explosión inmobiliaria de los años 60 y 70, cuyo epicentro es la hórrida y gigantesca Torre de Montparnasse.
La obra de Giacometti, nacido en Borgonovo, en el cantón de Grisons en Suiza, es famosa en todo el mundo, en especial por las esculturas longuilíneas que redujeron a la más mínima expresión el cuerpo y el rostro humanos, como figuras de extraterrestres comprimidas por una extraña presión atmosférica o cierta inédita gravedad newtoniana. Obra que lleva al extremo el camino de abrir nuevos espacios de percepción y significado, lejos de los senderos indicados por la oficialidad artística. Algunas de sus piezas son diminutas y cabían en una caja de fósforos, tal y como las mínimas obras de escultores anónimos de viejas civilizaciones que vemos en los museos con enorme estupor al saber que tienen 10.000 ó 5.000 años. La figurillas mínimas de Giacometti, cabezas con intensos ojos negros de interrogación, cuerpos, miembros, fueron hechas para ser fácilmente transportadas en tiempos de guerra y ahora nos maravillan y nos cuestionan con sarcasmo.
Como todo artista o escritor, a Giacometti le gustaba posar y era sin duda megalómano en la manera de mostrarse ante la cámara y crear toda una leyenda en torno a su mundo creativo, al lado de su mujer Annette Arm y los amigos que solían visitarlo, como el escritor homosexual, ladrón y maldito Jean Genet, autor del libro “El taller de Alberto Giacometti”, en el que se inspiraron los curadores de esta muestra retrospectiva que concluye este 11 de febrero. Allí en ese taller luchaba para sortear los problemas económicos cotidianos, la angustia de las tensiones europeas que condujeron a la guerra y provocaron nuevas diásporas o la muerte de muchos de los contemporáneos en los campos de concentración nazis, pero fue sin duda feliz en medio de tantos materiales mientras sus mujeres posaban y él craneaba la excepcional deriva artística con obras notables como Mujer cuchara (yeso, 1927) o Mujer acostada que sueña (bronce, 1929).
En la primera obra se destaca ese volumen oval y mullido de la hembra fértil y reproductora, como un homenaje tal vez a esas infladas figuras milenarias de las Venus que crearon los primeros artistas de la humanidad en las civilizaciones de Extremo Oriente y Extremo Ocidente, desde China a Perú, desde las estepas orientales hasta las altiplanicies mexicanas, desde las extensiones africanas hasta las rocas pobladas de dólmenes en Bretaña. En la segunda, con una ironía exquisita se celebra a la hembra moderna ondulada y a la vez ese cuerpo abstracto es labios y deseo, electricidad, elegancia y transparencia, fluir a través del tiempo sin límites.
Luego Giacometti se dedicó a trabajar las cabezas y los cuerpos. Una obra emblemática de esa experimentación es El hombre que camina (1947), figura humanoide solitaria que marcha en puntillas sobre una superficie, como si explorase entre la eternidad y el absurdo. No en vano Giacometti hizo el árbol para la escenografía de la obra “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, contemporáneo suyo y compañero en la literatura y el teatro de las mismas proposiciones estéticas subversivas y contemporáneas.
En la enorme sala del sexto piso del Museo Nacional de Arte Moderno, que ha albergado hace poco exposiciones sobre el dadaísmo o Samuel Beckett, entre otras, el viaje por sus 600 obras se inicia con las imágenes del niño Giacometti pintadas por su padre, el impresionista Giovanni Giacometti y su padrino el simbolista Cuno Amiet, así como reproducciones de su rostro en las grandes revistas del mundo, tomadas en su taller por grandes fotógrafos de la época como Brassai, Henri Cartier Bresson, Robert Doisneau, Arnold Newman o Gordon Parks. Desde niño vivió inmerso en el arte, creció viendo pintar a su padre y a sus amigos y por eso su obra desde temprano se rebela y va hacia rumbos originales donde las figuras adquieren formas metafóricas que juegan con espacio, volúmenes y formas.
Debido a que su viuda Anette tuvo que abandonar el taller de la calle Hypolitte Maindron, expulsada por el casero pocos años después del fallecimiento de Alberto, pedazos enteros de los muros y puertas y muebles del mismo se salvaron y son mostrados en una reproducción a escala del mismo, similar a lo que se hizo con otro gran escultor, Brancusi, otro artista de Montparnasse, cuyo taller intacto se muestra aparte, en una construcción exclusiva para ese efecto situada en la explanada del Centro Pompidou.
La exposición termina con cuadros al óleo de una economía ejemplar que hacen parte de su experimentación en torno al retrato. Son cuadros monocromáticos, sin perspectiva, las posiciones son fijas, hieráticas, los rostros estallados con líneas y los trazos nerviosos. Los modelos de esos cuadros son Annette, su hermano Diego, el japonés Yanaihara, su amante y última pasión Carolina y el médico de los surrealistas, Frankel. Tanto las esculturas como los cuadros de Giacometti nos sorprenden porque la figura humana que emerge de su estética convoca en nosotros lo más milenario, esencial y primitivo de nuestras existencias, o sea ese común denominador de nuestro efímero paso por la vida que es la nada perpetua.

CENTENARIO DE BORGES

Por Eduardo García Aguilar
Nacido según la Fundación San Telmo el 23 de agosto de 1899 y para otros el 24 del mismo mes, Jorge Luis Borges llega este día a su centenario en la más espectacular nube de gloria, con dos volúmenes y un álbum en la prestigiosacolección francesa de La Pléiade y miles de entradas en la red Internet que realizan el sueño del Aleph. Se necesitarían muchos años para poder visitar cada una de esos sitios llenos de sorpresas, datos, juegos, enigmas y delirios de sus admiradores de todo el planeta. Y para viajar por esos múltiples enlaces borgianos en la telaraña mundial que nos introducen al escalofriante nuevo efecto de su palabra.
Por donde pasaba Borges parecía ser la concreción en vida de una nueva deidad. En México, al salir de la sala Ollin Yoliztli, una noche de los primeros años 80, varios jóvenes se tiraron al suelo y empezaron a seguirlo arrodillados al grito de "¡gloria eterna para usted maestro!" y lloraban y acoplaban sus manos en signo de adoración. Lo mismo ocurría en Quito, Bogotá, Medellin, Santiago de Chile, Londres, Madrid, Tokyo, y París, ciudad donde desde hacía ya muchas décadas se le había consagrado como una leyenda viviente. Se le veía junto a un globo, al lado de las pirámides de Egipto, sabio e infinito junto a las de Teotihuacán, ciego pero inquieto hasta el final devorándose al mundo.
Francia lo adoraba y las calles de París lo vieron pasar muchas veces. En el Hotel de la rue des Beaux Arts, donde murió Wilde, hay una placa en su nombre. Desde las traducciones de Roger Caillois Borges fue adoptado por la tierra de Montaigne y Voltaire. En 1964 Herne dedicó un número especial a su obra, en los años 70 Michel Foucault lo hace protagonista de Las palabras y las cosas y en 1999 la Pléiade concluye la edición del segundo volumen desus obras completas en edición establecida, presentada y anotada por el francés Jean Pierre-Bernès, uno de los últimos confidentes del maestro.
Para Borges la gloria era la mayor incomprensión y aunque al principio sólo vendió en un año 37 ejemplares de uno de sus libros, en las dos últimas décadas de su vida se volvió una especie de fetiche hacedor de milagros. Pero a diferencia de otros, Borges tomó la tragedia de su gloria con gran sentido del humor y proverbial modestia. Siempre fue un escritor marginal, rebelde, subversivo, anarquista. Contra la corriente no escribió novelas porque su timidez lo hubiera incomodado entre tantos personajes, y mezcló prosa y poesía en volúmenes y fue un gozoso conversador antes que aprendiz de tribuno. Su reino fue el estilo. De él dijo Cioran que “la desgracia de ser reconocido cayó sobre él. Merecía algo mejor. Merecía seguir en la sombra, en lo imperceptible, seguir inasible y tan impopular como el matiz”.
En la tercera entrega del Magazine littéraire de 1999 dedicada a Borges, después de las de 1979 y 1988, el editor del número, el hispanista Gerard de Cortanze, trata de “volver de nuevo a esta obra vasta y enigmática” y a un Borges “humanizado y más caluroso” lejos de la leyenda aceptada de “un intelectual abstracto y gélido”. El último exégeta Bernès trata de mostrarlo como “el viejo anarquista tranquilo”, según la propia y final autodefinición del poeta poco antes de morir en Ginebra tras casarse con María Kodama y participar con entusiasmo en la preparación de su obras completas para La Pléiade. Bernès cuenta los últimos días previos a la muerte, en junio de 1986, y dice que tiene “la certeza de que preparaba su muerte por una especie de imitación de las muertes literarias que lo precedieron” y por eso le dijo, fiel a su gran preocupación, que “yo no sé en que lengua voy a morir”.
Borges fascinó en los 60 y 70 a toda la juventud latinoamericana que aprendía de memoria sus enigmas e ironías y lo tomó como modelo de escritor: el que deambula siempre por la biblioteca eterna y pasa de un lado al otro del mundo y de un milenio al otro con la alegría de un sabio modesto que está seguro de que todo conduce a la muerte y al olvido. El reino y la maestría de Borges en aquellos años se mira con nostalgia: en todas las ciudades que visitó se vio rodeado por esa juventud latinoamericana entusiasta que lo quiso no como una estrella fugaz de opereta literariasino como el maestro que nos hace amar el milagro de la palabra, el libro, la vida , la muerte, la gloria, la eternidad, el olvido, el polvo, el desierto.
Toda esa generación debe percibir ahora con susto cómo el mundo literario ha girado hacia la dictadura de los editores y escritores analfabetas sacralizados por la lista de ventas, el tintineo de las máquinas registradoras y el paso por las emisiones de televisión. En tiempos de Borges la Gran Biblioteca estaba cerca de la gente, era una biblioteca amable, generosa, llena de gracia y alegría, de fiesta; ahora, por el contrario, ha sido vaciada y en su lugar reina el hielo de los supermercados.
Silvia Barón Superviele dice que para Borges “la Enciclopedia y la Biblioteca son análogas porque son imágenes del infinito” y esa búsqueda del infinito quiere ser desterrada de la literatura. Aunque en la red virtual su palabra crece precisamente hasta el infinito, se reproduce, se esconde y fluye ante la mirada ciega del viejo centenario convertido en algo más que una figura legendaria
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(Letras libres, agosto de 1999)

domingo, 3 de febrero de 2008

ROBERTO BOLAÑO Y MARIO SANTIAGO EN LA CALLE REGINA


Por Eduardo García Aguilar

Ahora que Roberto Bolaño y Mario Santiago se han vuelto leyendas literarias de nuestra generación y cuando quienes les hubieran dado la espalda hace décadas se pelean ahora por aparecer relacionados de alguna manera con ellos y subirse al carro de su gloria maldita, quisiera recordar a ese ángel terrible de Mario, su mejor amigo, a quien vi por primer vez recién llegado a México en su buhardilla, cuando después de caminar y caminar con el novelista francés Joanni Hocquenghem nos invitó a beber una botella de mezcal, al fondo de la cual crecía un peyote verde esmeralda con retoños rojizos.

Ahora que al parecer van a editar en buenas editoriales la obra de Santiago, inmortalizado como personaje de Los detectives salvajes, Premio Rómulo Gallegos y una las novelas emblema de la generación de los nacidos en los años 50, es imposible no pensar en los avatares azarosos que dan las palabras a través del tiempo, cuando los malditos en vida terminan convirtiéndose en santos y en lo que más hubieran detestado: estrellas míticas rodeadas de incienso.

El chileno Bolaño y el mexicano Santiago y sus amigos peruanos y centroamericanos, entre otros muchos, eran malditos y rebeldes y protestaban a contracorriente contra el sistema literario piramidal que reinaba en el México de los años 70 y 80, contra una poesía formalista de la que estaba ausente la vida y una literatura de cortesanos y papas, de santones y santonas transportados en hamacas como ídolos de Babilonia.

Sólo una vez los vi juntos. Como ángeles aparecieron Bolaño y Santiago en mi cueva de la calle Regina. Era un domingo y Mario me presentaba al amigo chileno que estaba de paso y me pedía le prestara unos pesos que yo tampoco tenía, en ese edificio de película de vampiros surgido desde el fondo del siglo XIX, en medio de los más auténticos aromas de comidas mexicanas y ajetreos pueblerinos de ciudad añeja. Fue la primera y la última vez que los vi juntos en ese apartamento del primer piso, a unos metros de la avenida 20 de noviembre, del que se apoderaban como en los sueños de Walpurgis los efluvios vaporosos de una lavandería vecina.

Cuando yo llegé a México en 1980 la leyenda decía que Santiago y los suyos se presentaban en los actos más solemnes y en los sitios más sagrados para sabotear ese mundo literario de grandes sacerdotes supremos de la palabra y monaguillos serviles que tanto detestaban. Incluso se decía que Santiago había sido lanzado, con violencia inaudita, a rodar por las escaleras de algún palacio céntrico por sus propios compañeros fresas de generación, pues había osado enfrentar y sabotear la palabra infalible del gran Burundún Burundá mexicano Octavio Paz.

En la única foto donde aparecen todos los infrarrealistas juntos, tal vez cerca de la Casa del Lago, se les ve a todos greñudos y risueños con el aire de haber amanecido en medio de una fiesta interminable de humos, sexo, yerba, vinos y alcoholes terrígenos. En la mitad está Bolaño, jovencísimo, peludo y con el rostro alargado de quijote apátrida. El mismo Bolaño que adolescente vivía en 1971 cerca de la villa de Guadalupe, en la calle Samuel 27, con su padre Láutaro y su madre Maria Victoria, que bailaban muy bien la cueca. Y a su lado están entre otros y otras, Santiago y José Vicente Anaya.

Bolaño hace parte y es símbolo de un grupo de escritores extranjeros nacidos más o menos en los 50, que bien podría llamarse la Generación Sin Cuenta, llegados a México desde todos los países de Centro y Suramérica e incluso de Francia, como es el caso de Frederic Yves Jeannet, Joanni Hocquenghem e Iván Alechin, el hijo de Pierre Alechinsky, entre muchos otros. Otros nombres son el veracruzano Orlando Guillén (1947), el colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño (1949), los salvadoreños Manuel Sorto (1950) y Horacio Castellanos Moya (1958), el argentino Mempo Giardinelli (1948), también Premio Rómulo Gallegos, entre otros muchos más.

Todos ellos han escrito y escribirán sobre México y en especial de su capital, porque la experiencia de crecer con la espléndida generación artística mexicana los dejó marcados para siempre. Es una Ciudad de México especial, de transiciones, que se va abriendo estéticamente después de muchas décadas de una hegemonía piramidal nacionalista y funesta, dando paso a la expresión centrífuga de un arte mestizo, cosmopolita, apátrida, abierto al resto del continente y al mundo.

En ese México nacionalista, de carreras literarias que se construían con mansedumbre y servilismo, los infrarrealistas decidieron ser niños terribles apátridas cuando finalmente sólo eran unos santos.Bolaño venía de Chile y se la pasaba leyendo tiras cómicas a los 17 años, como lo relata el poeta y narrador salvadoreño Manuel Sorto, que vivió en su casa de la Villa, en 1971, recién llegado a México. Los otros infrarrealistas no miraban hacia el México de la poesía formal sino hacia el coloquialismo etílico de los poetas peruanos y centroamericanos y antes que mexicanos se consideraron apátridas.

Santiago, que en Barcelona y París se relacionó con los incas, decía que antes de ser un escritor azteca era peruano y a lo largo de su vida fustigó a los suyos, salvo con algunas excepciones que ganaron su afecto, como fueron Carmen Boullosa y Juan Villoro.

A Santiago, con quien me veía con frecuencia en el Centro Histórico para pasar revista a la literatura mexicana, le debo una ventana hacia otro México urbano marginal, así como una nostalgia por el París de las buhardillas poéticas de comienzos de los años 70, donde él vivió antes de aventurarse a los desiertos bíblicos de Israel tras amores imposibles. Y a Bolaño le debo la certeza de que a veces los derrotados salen ganando. Ambos iluminan a la generación Sin cuenta mexicana desde los cielos, donde sin duda no dejan de sabotear y molestar a Octavio Paz.