Por Eduardo García Aguilar
En su mayoría jubilados prósperos llenan con sus cabezas grises la Pinacoteca de París para ver en este otoño naciente la exposición La edad de oro holandesa: de Rembrandt a Vermeer, excepcional muestra del arte pictórico del siglo XVII holandés, presentada por el Rijksmuseum de Amsterdam, aprovechando la ocasión de que está cerrado por trabajos de remodelación. La obra estrella de la exposición, en torno a la cual se apretuja la gente, es La carta de amor de Johannes Vermeer, cuadro pintado en entre 1669 y 1670, y que muestra a una rolliza y rica mujer joven con una mandolina en la mano a quien una sirvienta le acaba de entregar una misiva amorosa.
Como hay tan pocos Vermeer en el mundo, los entendidos no pierden la oportunidad de acercarse al inconfundible estilo del maestro, que se nota a lo lejos porque hay una fuerza original en esos espacios íntimos que él pintaba en la semipenumbra de los interiores donde, junto a cuadros o tapices lujosos, se puede observar la escoba y el trapeador de la fregona sobre los mosaicos brillantes y coloridos del piso de las mansiones burguesas de su tiempo.
Y cerca de Vermeer, menos espectaculares, hay varias obras del gran Rembrandt, que concitan la admiración de los jubilados ricos, como un retrato de su hijo Titus. Cada vez que hay algo del gran maestro polifacético y temperamental, esas salas siempre están apeñuscadas de gente que se resiste a irse o codea a los otros para acercarse a esas superficies tocadas por la mano proteica del genio. El fetichismo siempre se centra en las obras de los más famosos, pero en las diversas salas también hay obras inolvidables de otros autores menos exitosos en la eternidad, pero tan geniales como Frans Hals, Emanuel de Witte, Jan Steen, Pieter de Hooch y Albert Cuyp, entre otros.
La Pinacoteca de París es un museo semiprivado que desde hace apenas unos años se instaló en la Plaza de la Madeleine, al lado de las lujosas tiendas gastronómicas Fauchon y que en su corta existencia ha logrado presentar exitosas exposiciones a las que acuden en masa turistas y prósperos ancianos de una época que está a punto de concluir. Como ahora crece cada vez más en la pirámide demográfica la población de jubilados, son éstos los que cuentan con el tiempo libre y los recursos para viajar y visitar museos o asistir a conciertos. Por el contrario, los jóvenes viven en la precariedad en los suburbios multirraciales, sin posibilidades de empleos fijos, y con pocos recursos para interesarse por el arte o la música clásica, que se han convertido en lujos de élites. Ellos prefieren quedarse con la música pop y los tags pintados en las paredes carcomidas de la marginalidad.
En El Louvre, en Versalles y en los múltiples museos de la capital, las salas están llenas de jubilados, esos senectos personajes de la modernidad, probablemente la única generación beneficiada por el progreso de tres décadas reinante en Europa después de la terrible II Guerra Mundial y que llegó casi al pleno empleo para todos. Son los abuelos nacidos en los años 30 y 40, obreros, maestros y pequeños funcionarios, quienes acaparan las buenas jubilaciones que tienden poco a poco a desaparecer, al aumentar los años de cotización y disminuir las sumas que engrosaban los bolsillos de esta capa privilegiada. La crisis de los subprimes y la bancarrota de los gobiernos superendeudados están acabando con la idílica vida de los jubilados futuros.
Las nuevas generaciones serán de viejos precarios, angustiados por los fines de mes y no tendrán la tranquilidad para ir de museo en museo o de concierto en concierto, como éstos que veo hoy entre Vermeer, Rembrandt y Franz Hals, cubiertos por finas ropas, abrigos, suéteres de cachemir y mucho traje de marca. Mujeres y hombres perfumados en el crepúsculo de sus vidas exhiben las finas prendas como hace siglos lo hacían los potentados de Venecia, Florencia o Amsterdam retratados por los prósperos pintores de las capitales financieras y comerciales.
Los ancianos que están hoy en esta Picacoteca de París pertenecen sin duda a esa vejez afortunada de las Tres Décadas Gloriosas dominadas por De Gaulle, por lo que es casi imposible ver con calma las obras expuestas, mientras los guías les explican en voz alta cuadro por cuadro. Muchos son ancianos en sillas de ruedas, otros con bastones y aquellos lentos, temblorosos y cascarrabias que permanecen horas junto a los cuadros, impidiendo el paso de los escasos jóvenes que por equivocación se encuentran allí, y son sin duda la excepción. Un guardián trata de acelerarlos, pero es inútil. Es la dictadura de la senectud.
Ahora inmerso en la semipenumbra climatizada de este museo que cuida como las joyas más preciadas del mundo los cuadros de la época presentes en la ciudad por única y feliz oportunidad, no dejo de establecer el paralelo entre ambos tiempos. Por un lado, ese siglo XVII de esplendor comercial y riqueza sin límites que caracterizó a las Provincias Unidas y a su capital Amsterdam, cuando se izaba al podio de la riqueza gracias a la amplitud de espíritu, la tecnología marítima y la agilidad monetaria y comercial de los habitantes de esta tierra baja a donde acudían desde toda Europa artistas, intelectuales, artesanos, comerciantes. La joven república creada en 1581 fue un centro neurálgico de ese nuevo capitalismo y sus artistas la eternizaron con sus pinceles. Y por otro, este mundo de hoy en plena Plaza de la Madeleine, junto a las tiendas Fauchon de París, que es una jaula de oro, congelada e irreal, sobrevivencia de otro auge económico, en este caso el francés, que en la segunda mitad del siglo XIX, bajo el reino y el progreso económico de Luis Napoleón Bonaparte y Haussmann, se encumbró a niveles nunca vistos de poder y de gloria burguesa y plutocrática. París fue el centro del mundo. Hoy ya no lo es y la rodea la miseria de los suburbios.
Algunos de los artistas expuestos fueron polifacéticos como Rembrandt y abarcaron todas las esferas de la representación, pero otros se especializaron en temáticas precisas como las muy exitosas y vendibles naturalezas muertas, la ciudad y sus edificios en pleno progreso, los mercados y la vida popular, el campo, las imágenes religiosas y los retratos de aristócratas y personalidades. En este fresco de un época podemos apreciar el carácter mundano de esta pintura alejada de la imagen religiosa y solemne de los italianos que los precedieron. Porque en Amsterdam había más libertad religiosa y los mecenas eran terrenales, los artistas pudieron plasmar la vida interior familiar, las escenas cotidianas, los cuerpos de las sirvientas, el ánimo etílico de los borrachines y de paso el esplendor de las fiestas y actos públicos de la aristocracia rodeada por la podredumbre de la pobreza.
Era Amsterdam, el emporio del norte junto al mar Báltico. Amsterdam, la ciudad en cuya memoria se creó en el Nuevo Mundo la Nueva Amsterdam que sería después Nueva York, la capital babélica del mundo. Pero ahora, visitándola a través de sus pintores, la vejez y la decadencia nos rodean mientras afuera los turistas salen con su caviar desde la tienda Fauchon, que alguna vez tuvo gloria, pero ahora decae ante el imperio de los comerciantes chinos y asiáticos. Estos poco a poco se toman el mundo como en su tiempo lo hizo La Compañía Holandesa de las Indias Orientales con sus naves cargadas de especies orientales, marfil, seda, azúcar y porcelana, productos que eran embodegados en la espléndida babel del Norte pintada por Vermeer, Rembrandt y sus discípulos geniales.